Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
lunes, 18 de junio de 2018
Ministerio para los homosexuales
Viajé a Bolivia como asistente para que nuestro programa de formación funcionara sin mayores problemas.
Poco después de mi llegada, comencé otro ministerio: a los homosexuales.
Nunca había trabajado con la comunidad gay en los Estados Unidos y tampoco había previsto que lo haría en cualquier otra parte del mundo.
Había editado un libro sobre sacerdotes homosexuales y pensaba que ésta sería mi única contribución a la causa. Mientras caminaba por las calles de Cochabamba, me perturbaron ciertos graffiti en las paredes: ―Muerte a los homosexuales.‖ Algunos gays afeminados me contaron que la policía los acosaba, arrestaba y multaba sólo por su aspecto. Ante esto sentí indignación, y también supe que la policía irrumpía en fiestas privadas en las casas con el fin de extorsionar a los que asistían y garantizarles que no los molestarían otra vez; y entonces volvieron a mi memoria las palabras de Jesús: ―Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.‖(Mateo 9,36)
Sentí que había que hacer algo al respecto: me tocaba a mí a tomar la iniciativa, porque nadie proclamaba la Buena Nueva en esas tierras. Conocí a pocos gays en Cochabamba, pero éstos me hablaron de la posibilidad de reunirse para socorros mutuos y trabajar juntos en defensa de su dignidad. Mi llamado era como el de un evangelista. Hasta entonces ejercía la evangelización; no era un experto en la sexualidad humana y el tema tampoco estaba entre mis intereses. Para expresarlo en términos sencillos, sólo deseaba que estos hombres supieran lo mucho que Dios los amaba, que tenía la intención de convertirlos en sus propios hijos, y de solicitarles que le permitieran entrar en sus vidas como la persona que más se preocupaba por ellos.
El mensaje evangélico es el primer paso en el sendero cristiano. Una vez que un hombre o una mujer ya experimentaron la conversión a Dios, tienen que continuar con el aprendizaje y a cultivar virtudes. Asumía que Dios les enviaría catequistas y pastores para guiarlos, y que entonces formarían una comunidad cristiana. Yo sólo iba a plantar las semillas y a otras personas les tocaría el riego y la cosecha. Por lo tanto, mi intervención sería breve.
La tarea fue más ardua de lo previsto. Un domingo por la tarde, invité a algunos gays a un convento para hablar sobre su situación Fui muy ingenuo, porque interpretaron mi gesto como un pretexto para reprocharles su condición o exponerlos en público. El convento formaba parte de la Iglesia: de ninguna manera iban a entrar en territorio enemigo.
Otro rumor corría con respecto a que yo estaba escribiendo un artículo periodístico donde publicaría sus nombres; por lo tanto, el grupo nunca se armó.
Pasaron varias semanas y mis planes no se concretaron hasta que Roberto entró en escena para ofrecer ayuda. Era conocido y respetado entre los distintos grupos de la comunidad homosexual de la ciudad. Como confiaban en él, aceptarían su invitación; y de esta manera conseguí reunir un grupo de veinticuatro hombres. Pero estaba claro que no pisarían el establecimiento dominico. ¿Dónde sería entonces la reunión? Nadie iba a ofrecer la propia porque temían demasiado la posibilidad de una exposición. Tampoco las instituciones públicas iban a ceder espacio alguno para apoyar a gente pervertida e inmoral.
Por fin, la única opción disponible fue el pasillo en el fondo de un bar sórdido. Nos sentamos en las escaleras, dado que no había sillas, y teníamos que soportar las interrupciones de los clientes que iban a los baños. Y por esto me cobraron mucho. El lugar estaba tan concurrido que me era difícil concentrarme en lo que hablaba, pero se trataba de mi única oportunidad y no iba a desperdiciarla. Aunque los invitados fueran corteses conmigo aquella noche, no conseguí convencer a nadie. No bastaba que la invitación hubiera provenido de Roberto: yo era un sacerdote católico, alguien poco confiable.
Le pregunté entonces a Roberto qué podíamos hacer y me dijo que aquellos hombres tenían que conocerme más para asegurarse de que no los condenaría. ―Es necesario que frecuentes sus bares y vayas a sus fiestas. Tienen que verte como uno de ellos.‖ Rechacé la idea porque nunca me sentí a gusto en los bares. No soy una persona de vida nocturna. Los religiosos por lo general duermen cuando la vida social gay despierta. Luego recordé a las ovejas sin pastor. También en la parábola de la oveja perdida y la decisión que tomó el pastor para ir en su busca y dejar a las otras noventa y nueve del rebaño a solas (Lucas 15,41). Estos hombres eran las ovejas perdidas, y no nos habían perdido a nosotros como nosotros a ellos. Debía tomar la iniciativa, aunque tuviera que concurrir a bares por la noche.
Había otra cuestión: no me cabía la menor duda de que los bares serían sórdidos. Eran locales de entretenimiento de clase baja donde incluso se recibía amistosamente a los homosexuales. ¿Qué pasaría si alguien me viera entrar en estos lugares? ¿No estaría corriendo el riesgo de provocar un escándalo? Cochabamba es una ciudad pequeña y sería difícil permanecer anónimo. El peligro era real .
Superé mis dudas reflexionando sobre el ministerio de Jesús, quien no fue el primero ni el único comprometido con la salvación de los pecadores. Los fariseos eran anteriores al ministerio de Jesús y estaban dispuestos a viajar por mar y tierra para la conversión religiosa (Mateo 23,15). Con todo, su abordaje era condescendiente o, por lo menos, aséptico. Vivían apartados de la multitud y sin contacto físico con nadie para no ensuciarse las manos. Hablaban a los pecadores sobre Dios, pero cuidaban la distancia con ellos para que no los contaminaran. Si los pecadores respondían a sus palabras, entonces se convertían en sus hermanos perdidos. En caso contrario, ya no había más contacto y los abandonaban a su suerte. Jesús no comenzaba con la tarea de convertir a los pecadores. Primero, hacía amistad con ellos: esto es el sentido de compartir una comida. No comemos con extraños o con personas de las cuales nada puede importarnos. Cuando invitamos a alguien a tomar café, lo hacemos como un gesto amistoso. Jesús no temía perder su reputación y no intentaba protegerla reuniéndose con nadie en secreto. Se alegraba cuando lo veían entre los publicanos y los pecadores, y demostraba que los consideraba sus amigos. Les devolvía lo que la sociedad les había robado: su dignidad. No sorprende entonces que la gente acudiera en masa para escuchar lo que tenía para contarles. Sabían que él los amaba. Sabían que no tendrían que escuchar una larga perorata sobre sus pecados, sino que les brindaría un paisaje de esperanza donde ellos ocuparían un lugar preparado por el mismo Jesús, y donde todos serían bienvenidos en torno a la mesa. Dejé de preocuparme por el miedo al escándalo.
Pero aún quedaba otro problema. En las reuniones sociales, era una grosería rechazar la bebida que se ofrecía para agasajar al invitado, y no se trataba precisamente de una limonada. Se trataba de la chicha, una bebida alcohólica boliviana muy fuerte a base de maíz. Deseaba ser cortés y esta bebida no me disgustaba del todo. Sin embargo, al tomarla me metía en problemas porque me emborrachaba de inmediato. Si aceptaba todo lo que me convidaban, nunca podría salir del bar caminando y no quería ofrecer semejante espectáculo. Por suerte, tenían la tradición de arrojar al piso el primer sorbo de chicha. Se podía incluso derramar otro poco cada tanto. Los bolivianos más sofisticados la consideraban una superstición, pero de todos modos seguían la costumbre. Se trataba de un gesto de agradecimiento a la Pacha Mama, la Madre Tierra, y le devolvían algo del maíz que había brotado de ella. Esto explicaba que el piso fuera tan resbaloso. Sin embargo, en tanto no se confundiera a la Pacha Mama con una diosa, que probablemente haya sido en un principio, reconozco que la costumbre me parecía atractiva. Por lo menos, me mantenía sobrio. Le hice muchos tributos a la Pacha Mama. Le agradecí vaciando vasos enteros. También le pedía a algún amigo que permaneciera cerca de mí durante aquellas reuniones. Su trabajo consistía en interrumpir cuando los anfitriones se ponían muy insistentes para que aceptara su hospitalidad, y aclarar que el padrecito tenía un estómago gringo muy delicado, y que por razones de salud no podía tomar más de uno o dos sorbos. La estrategia funcionó bien. Nadie se ofendió, pero entonces mi guardián sucumbía a los efectos de la chicha y se convertía en el primero en insistir que aceptara su ofrecimiento. Esta era la señal de que ya era hora de regresar a casa. La primera vez que fui a un bar me puse muy nervioso. Me hallaba en un mundo desconocido y no tenía la menor idea de cómo me recibiría la gente o de cómo yo reaccionaría.
Fue una sorpresa estupenda, más agradable que lo previsto, cuando la gente me saludó a los gritos: ―¡Padre!‖ No conocía a ninguno de ellos, y tampoco nadie me conocía. No llevaba un collar clerical que me identificara. Creo que suponían que en tanto gringo yo debía ser un cura. Dos horas después, antes de retirarme, toda la concurrencia, homosexual y heterosexual, se había acercado a mi mesa para saludarme y ofrecerme un trago. Si iba a provocar un escándalo, no sería en verdad junto a quienes socializaba, que me llamaban ―Padre‖ con afecto.
Ya estaba en el umbral de la puerta cuando alguien se aproximó para convidarme chicha. No sabía qué era o si en señal de cortesía debía beberla de una sola vez. Un caballero, de pie junto a mí, exclamó: ―No se preocupe Padre, es como tomar la comunión.‖ Me reí a pesar de la incomodidad, pero acepté el trago. Y cuanto más reflexiono sobre esta observación de aquel hombre, más me convenzo de que tenía razón. Logré mis objetivos al recurrir a lo que para mí era una estrategia evangélica de Jesús. Comenzamos a organizar reuniones los domingos por la tarde y la gente acudía en pequeños grupos. El número se incrementó bruscamente después de un incidente terrible.
Eduardo, una de las personas más importantes de la comunidad homosexual, un hombre de muchos seguidores, pero que resistía nuestro emprendimiento, sufrió una tragedia personal. Su amante murió accidentalmente en un tiroteo. El cura párroco local rehusó darle un funeral cristiano. Nuestro grupo aprovechó esta oportunidad para acercarse a Eduardo y a su entorno. Fuimos al velorio y rezamos, y arreglamos un servicio fúnebre en el cual fui el orador. Un acto sencillo de misericordia en un tiempo de congoja que bastó para conmover al corazón de Eduardo. El domingo siguiente, él y sus seguidores aparecieron en nuestra reunión. Siguieron viniendo y después Eduardo se convirtió en el presidente. Su liderazgo nos puso en escena y no dio credibilidad entre los homosexuales. Nuestras reuniones no estaban centradas en lo religioso. Hablábamos de lo que significaba ser homosexual en Bolivia. Organizábamos fiestas que cualquier organización juvenil católica hubiera auspiciado con orgullo; también talleres de prevención del sida y de desarrollo de relaciones sanas, humanas y afectivas. Establecimos una red de trabajo en grupo en el área de la justicia social. En cuanto a mí, permanecía al margen de todo esto. Mi función siempre había sido la de evangelista. Insistía con el mismo mensaje que conocía, que Dios nos había creado porque nos amaba y que todos contábamos con derechos a la propia dignidad porque somos sus hijos adoptivos. A lo largo de los años de prédica en grupos diferentes, me doy cuenta de que no es fácil que la gente reciba el mensaje como uno lo imaginó. No influye en esto la orientación sexual, el nivel de educación religiosa, la clase social o la nacionalidad. La mayoría parece tener poca idea de que Dios los ama y de que son especiales ante sus ojos. En el caso de los homosexuales, acosados y víctimas de infamias, el terreno que iba a cultivar era más trabajoso.
Cuando llegó la hora de darle un nombre a nuestra organización, alguien sugirió ―Dignidad‖, como un grupo de los Estados Unidos. Eduardo, nuestro líder por entonces, dijo que no podíamos usarlo porque sería una mentira. ―No merecemos ningún respeto.‖ Cuánto trabajo fue necesario para sacarlos de la ciénaga del odio que sentían contra ellos mismos. Era esencial seguir insistiendo en el tema hasta que pudieran ver la luz. Con el ministerio de los homosexuales en Bolivia no pude ir más allá de este aspecto. De todos modos, tuvimos éxito. Me alegraba de lo que habíamos logrado, sobre todo si tenía en cuenta que al comienzo alguien me había dicho que Cochabamba no era un buen lugar para los primeros pasos de este emprendimiento. ―Esta ciudad es pequeña y demasiado conservadora. ¿Por qué no intentarlo en Santa Cruz o La Paz? Allá la gente tiene la mente más abierta.‖ No podía porque me habían asignado a Cochabamba. También pensaba que si era posible lograr algo en esta ciudad tan tradicional, despertaría la iniciativa de otras ciudades.
Había acertado. Algunas cosas comenzaron a ocurrir y ya nadie sospechaba de mí como alguien que deseaba exponer a individuos para que la sociedad los condenara. Ejercía un ministerio de asesoramiento en el que reinaba la alegría, y el grupo y yo influimos en las vidas de muchas personas, a través de las reuniones semanales y de los talleres que ofrecimos. Una buena cantidad de homosexuales comenzaron a acudir a nuestra sede, en busca de un consejo o de una simple taza de té. Fue un cambio radical que había dejado atrás a la otra actitud hacia nosotros, cuando nos consideraban territorio enemigo, y me alegré por ello porque indicaban progreso: comenzábamos a manifestar a la Iglesia ―católica.‖
Al principio de este ministerio, había consultado con el provincial y había recibido su aprobación. También hablaba regularmente con un fraile de la comunidad, a quien respetaba por su prudencia. Necesitaba su consejo para manejarme bien en cierto terreno minado, dado que para alguien como yo, tan ingenuo desde la perspectiva cultural, podía cometer errores que me estallarían como una granada en la mano.
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