Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
domingo, 15 de abril de 2018
Somos una comunidad sexual
Nuestra comunidad es muchas cosas a la vez: sexual, transgresora, masculina y solícita. En tanto seres sexuales, celebramos y ostentamos nuestra masculinidad, apostando a subvertir su irrealizable exigencia en todos nosotros. Somos seres marginales y esta marginalidad nos hace posible y necesario desafiar a las normas heterosexuales que fijan y dictan tanto demasiado sobre el mundo que nos rodea. Somos una comunidad solidaria que se extiende hasta quienes de entre nosotros sufren y son rechazados. También somos una comunidad enfurecida pues conocemos por propia experiencia la aversión y el desprecio que causan innecesario sufrimiento a nuestros hermanos moribundos.
Afirmar que uno es gay implica, asimismo, que uno es parte de una comunidad de varones que son semejantes. Si bien uno puede hablar de ser una persona homosexual como algo personal y privado, esto es, como algo que puede estar limitado, en teoría, al acto sexual en la intimidad, ser gay, necesariamente, conlleva la existencia de un grupo o comunidad que supera al yo aislado. Esta comunidad colorea, en gran medida, la comprensión del propio yo “gay”. En otras palabras, “gay” es una construcción social que no puede captarse, o pasarse, en cuanto a eso, sin referencia al contexto en el cual es operativo, la comunidad gay misma. Hay un notable vigor en la comunidad, así como un inusitado amor propio.Reafirmar el sentimiento de pertenencia. En tanto varones homosexuales que han revelado su identidad, experimentamos esto regularmente en nuestra vida diaria. Tal sentimiento de complicidad da cuenta, en gran parte, del placer que hallamos en la compañía de otros varones. El acto de mirar a los ojos de otro varón gay caminando hacia uno en la calle, implica un tácito reconocimiento y vínculo que son profundamente confirmatorios y, también, peculiarmente seductores. Ir de levante es la afirmación de nuestra diferencia y, asimismo, de nuestra potencialidad. Nos pone en comunicación instantánea con “el otro que es como nosotros”, ese otro que es una fuente latente de intimidad y trascendencia, quien podría ser la ocasión para nuestra mutua donación. Somos una comunidad sexual. TaNuestros vínculos son, ante todo, función de nuestra atracción física a otro y del uno por el otro.también somos una comunidad sexualizada, Hemos elegido definirnos a nosotros mismos como un agrupamiento de individuos cuyas primeras afinidades están basadas en el hecho que estamos erótica y afectivamente inclinados a otros varones, y la cultura en la que estamos inmersos prefiere, a menudo, vernos de esa manera. Los parámetros puestos por nosotros mismos son traducidos dentro de las fronteras fijadas a nosotros por la sociedad, las cuales condicionan nuestro sentido de quienes somos. Aunque esto ha sido la fuente de nuestra opresión y rechazo, también nos ha forjado como “nación para nosotros mismos”, un modelo levantado como desafío al lugar común de la heterosexualidad. Hemos dado vuelta a la masculinidad de abajo para arriba, desafiando su monopolio y arrogancia y, posteriormente, declarando la nuestra, de modo insolente e inequívoco. La promovimos a tal extremo que hicimos una parodia de ella, revolcándonos en sus excesos en tanto nos mofábamos de sus graves contradicciones. Existimos para recordar al varón heterosexual y al orden social patriarcal que había creado, que no es la cima ni el sumo bien de la creación. Aún continuamos haciéndolo. Nos ha odiado y matado por ello. Aún lo hacen.
Nuestro arquetipo fundamental es el de la transgresión.
Muy extrañamente, esto también revela a sí mismo como la fuente originaria de nuestro poder y nuestra perdurable diferencia. A pesar de que ha sido ampliamente aceptada, la cultura gay logra conservar su filo subversivo. Triunfa en reclamar como propias, y aún en superarlas, las normas físicas altísimas por las cuales hemos sido, tradicionalmente, segregados. Los cuerpos gays danzando con abandono en esta reunión nocturna, habían llegado a ser la casi perfecta expresión, y en consecuencia el cumplimiento, de esas mismas normas. Ellos habían subvertido a la masculinidad superándola. Una de las extrañísimas ironías de la sociedad actual es que “el estilo gay”, sea en la moda o en la diversión, ha llegado a ser el medio cultural preferido de las personas heterosexuales. Al presente, escuchamos, frecuentemente, repetidas y severas críticas sobre la comunidad homosexual, no solamente de los mismos gays, sino de la sociedad en general, que es demasiado vocinglera, demasiado cerrada, demasiado mercantil, demasiado satisfecha o demasiado radical, para mencionar sólo algunas pocas de tales observaciones. A veces algunas de esas percepciones son absolutamente verdaderas, aunque dudo que sean tan generalizadas. Aunque sus implicaciones pueden ser aterradoras, mi favorita es que somos demasiado poderosos. De modo interesante, es sólo cuando los grupos desposeídos comienzan a adquirir un poco de aceptación e influencia que oímos esta clase de lenguaje, muy parecido al sexista acerca de que el feminismo destruyó a la familia o castró al varón moderno. Es la retórica del miedo y la inseguridad, y la de que nunca debemos reconciliarnos con nosotros mismos no sea que seamos forzados a retroceder gateando a las oscuras épocas de la desconfianza de sí mismo y la invisibilidad como comunidad.
Los enclaves gays y las instituciones y espacios que las pueblan —bares y discos gays, saunas gays, restoranes gays, comercios e iglesias gays— son los centros espirituales, los lugares sagrados de la comunidad homosexual. Extraemos sustento y confianza de ellos. Ellos nos permiten ser plenamente humanos en nuestros propios términos y, de ese modo, contribuyen inmensamente a nuestro crecimiento y desarrollo como comunidad. Ellos desempeñan, igualmente, un rol igualmente importante como sitios de transgresión y celebración.
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