jueves, 17 de mayo de 2018

Cuerpos inertes (sin vida), cuerpos crucificados



Haciendo a Jesús Queer: Más Alla del Reformador Activista 
Robert E. Goss
Cleveland: Pilgrim Press, 2002
 www.pilgrimpress.com

capítulo autobiográfico puesto que la ubicación social es decididamente importante para la comprensión de la teología sexual de su autor. 
La teología sexual siempre incluye al texto de nuestras vidas. 

A pesar de mi inclinación al pecado, sentí que Jesús me amaba. Era un amigo y un compañero a quien amaba genuinamente y cuya presencia sentía. Siempre sentí que el Jesús que conocía como compañero y amigo discordaba con el Jesús representado por los curas y las monjas. Sin embargo, la Iglesia lo representaba como al salvador crucificado que juzga toda transgresión. La sexualidad y el retrato de Jesús de la Iglesia estaban en conflicto dentro mío: ¿quién ganaría el control de mi cuerpo?. Durante cierto tiempo ganó el Jesús de la Iglesia. En lugar de hacerme sexualmente atractivo a otros varones, comí en exceso y aumenté de peso. Me hice repelente y durante el colegio secundario mi sexualidad estuvo inactiva excepto ocasionalmente. A menudo, canalicé mis impulsos eróticos en la oración. Amaba a Jesús y deseaba seguirlo. Quería ser uno con él. Lo que realmente deseaba era hacer el amor con él pero estaba demasiado agobiado por la culpa para admitírmelo. En la quietud de la oración, sentí el amable llamado a seguirlo. Habiendo crecido como católico, sabía que no me atraían las mujeres ni estaba interesado en el matrimonio. Las únicas opciones que parecían disponibles eran la vida religiosa o el sacerdocio. Mis deseos eróticos y los sentimientos por los varones contribuyeron pero no fueron la única razón para que me convirtiese en sacerdote jesuita.
 Ingresé a la Orden de los Jesuitas tan emocionalmente conflictuado y agobiado por la culpa como San Pablo. Intuí que compartíamos un mismo aguijón en la carne. Pablo sentía la tremenda culpa y vergüenza que le provocaba el auto-desprecio y la baja autoestima que yo comprendía muy bien: “¡Soy un pobre miserable!, ¿quién me librará de este cuerpo mortal?. ¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo Nuestro Señor!” (Rom. 7:24). Combatí contra el mismo cuerpo que despreciaba y que ahora comprendí que era homofobia internalizada. Pablo entendió su aguijón como un agente invasor, sólo podía esperar la protección de Dios (2 Cor. 12:7-9). El aguijón lo confundía interiormente, lo angustiaba y lo describió como una enfermedad del cuerpo (Gal. 4:13). Pienso que Pablo poseyó una condición como la mía que consideró incurable, que sustentaba una guerra interior y que le provocaba desprecio por sí mismo. 
Más bien que buscar el matrimonio como descarga para su pasión, Pablo buscó una relación con Cristo. Reprimió sus sentimientos homoeróticos en una relación homoerótica con Cristo. El escondite de Pablo fue el prototipo del escondite del clero católico y muchas personas católicas ignoran cuan real es esta dinámica psicológica en las órdenes religiosas y el sacerdocio. Es demasiado difícil para ellas entender que una considerable mayoría de los religiosos y sacerdotes son personas homosexuales.
Cuando comencé el noviciado jesuita, o campo de fajina, me sumergí en las ya residuales actitudes y prácticas de mortificación del cuerpo preservadas por la Compañia de Jesús desde sus orígenes medievales. Me había comprometido a ejecutar prácticas ascéticas y disciplinarias para dominar a las “criaturas del placer”, esas cosas materiales que nos esclavizaban. Me estaba entrenando dentro de un modelo militar para vivir sencillamente y convertirme en un soldado de Cristo. Cuanto más intensa fuese mi plegaria, más preparado estaría para seguir y servir a Cristo. Bajé veinte kilos con el ayuno y el ejercicio físico en un retiro de un mes y en los meses siguientes. Aunque aparentemente estaba ajustando mi cuerpo a las exigencias del ministerio también, inconcientemente, me estaba haciendo atractivo a Cristo. En tanto joven e influenciable novicio, estuve sujeto al látigo, flagelium. Había noches en la que el prefecto o el subprefecto de novicios ponían un cartel en latín, hoc nocte, avisando esta noche. El cartel indicaba que debía azotar mi cuerpo con una cuerda con nudos, el flagelium. Dado que era un joven ingenuo recién salido del colegio secundario, llevé a cabo la flagelación muy seriamente. Estaba allí para dedicar mi vida a Dios y al servicio de Dios. Me desnudaba hasta la cintura y azotaba mis espaldas por devoción y amor por Jesús. Nunca sangré pero dejé marcas en mis espaldas. Los soldados romanos habían azotado a Jesús, coronado de espinas, escupido, desnudado y crucificado. Que Jesús hubiera muerto por mí, hacía más intensa mi piedad. Me azotaba apasionadamente identificándome con Jesús y enamorado de él. Quería compartir los sufrimientos del ser humano que amaba. A veces, recordándolo, me pregunto si la flagelación no era una forma de masturbación. Mi piedad jesuítica promovía la identificación erótica con Jesús. Algunos de mis amigos ex jesuitas me contaron de ocasiones en que se sintieron excitados sexualmente cuando se azotaban. Ahora puedo apreciar que el padre Raymond Bertrand, fomentaba la relación homoerótica con la imagen del cuerpo desnudo de Jesús retorcido de dolor en la cruz. Frecuentemente, hablaba de ser abrazado y amado por Jesús desde la cruz y, con suma ternura, del amor de Dios por mí. Estando en oración imaginaba a Jesús desnudo como un varón musculoso, bien parecido, con barba abrazándome lo que me excitaba sexualmente. Me veía hundiendo mi cara en su velludo pecho y advertía que estaba luchando contra fantasías sexuales. El propósito del ascetismo católico era reprimir los impulsos sexuales, mantener los penes flácidos y crear cuerpos inertes, pero la piedad del amor católico estimulaba un amor erótico por Jesús. El ascetismo católico exigía la disciplina del pene blando mientras que la piedad católica transformaba las prácticas ascéticas en una estimulación erótica del pene.
Sólo años después fui capaz de sortear esa contradicción entre el ascetismo del pene blando y la piedad que lo estimulaba. Para los santos Pablo e Ignacio, la carne era el enemigo. Ignacio de Loyola se azotaba con frecuencia o permanecía sumergido en el río en pleno invierno para dominar sus pasiones. De las conversaciones con mi director de noviciado me formé la idea que Ignacio había inventado la ducha de agua fría. El cuerpo, el lugar de la tentación y del placer sexual, era la puerta que Satanás podía usar para tentarme y apartarme de Dios. Las ropas interiores de lana cruda habían sido abolidas en la época que ingresé al noviciado de la orden pero las actitudes hacia la mortificación del cuerpo estaban aún vigentes en esos años de mi formación. En el noviciado tuvimos varios sacerdotes estrafalarios que llevaban a cabo muy seriamente esas prácticas. Se decía que uno de esos escrupulosos y amargados sacerdotes usaba un gancho para sostener sus órganos genitales cuando los lavaba con un cepillo para evitar siquiera tocarlos. Estos instrumentos habían sido abolidos antes que ingresase al seminario. Las cadenas, catenulae, fueron otros de los instrumentos usados para torturar el cuerpo. Era un artefacto similar a un eslabón con púas hacia adentro muy parecido al borde de un muro con alambre de púas. La cadena era usada debajo del cinturón y las púas pinchaban pero, usualmente, no lastimaban la piel y sólo la irritaban. Cuando el prefecto o subprefecto del noviciado ponían el cartel ´mañana a la mañana´, cras mane, indicaban que la mañana siguiente debía usar la cadena como signo de penitencia. Incluso teníamos otro ritual de dominación y sumisión para crear cuerpos inertes. Vivíamos en un gran edificio institucional donde la agenda diaria estaba rígidamente controlada. Comíamos juntos, orábamos y estudiábamos juntos, trabajábamos juntos. Los únicos momentos que estábamos aparte y fuera de la mirada de otros era cuando estábamos en nuestras celdas. Un libro de reglas de conducta estaba pensado/ Habian diseñado un libro para controlar las actitudes del cuerpo y conformar al cuerpo célibe. Estas reglas ordenaban nuestras actitudes y conducta cotidiana. Debíamos caminar pausadamente, erectos, sin dar jamás la apariencia de prisa. Nuestros ojos debían estar siempre bajos, especialmente cuando estábamos en público y mucho más si veíamos a una mujer o, en mi caso, un varón atractivo. Nuestros ojos debían estar bajos cuando dirigíamos la palabra a un superior. Pero frecuentemente ojeaba / ¡Cuán a menudo observaba / la entrepierna de los otros novicios mientras obedecía literalmente la regla de la modestia para la mirada!. Nuestras conversaciones debían ser siempre edificantes y jamás frívolas. Tampoco debíamos mantener las manos en los bolsillos ni, mucho menos, tocar y estimular nuestros genitales. Elevábamos nuestras preces / Orábamos rígidamente arrodillados, un gesto medieval de sumisión del vasallo al señor. Nunca debíamos estar solos con otro novicio. El libro de órdenes, un libro de reglas para la comunidad, decía: nunca dos, siempre tres, nunquam duo, semper tres. Éramos agrupados en tres para los paseos fuera del seminario. El libro de órdenes prevenía contra las “amistades particulares” pues debíamos amar a todos por igual. Por último, no debíamos tocarnos el uno al otro, noli tangere. Estas y otras reglas estaban destinadas a crear cuerpos sumisos, obedientes y asexuados. Pero al tratar de reprimir mis sentimientos sexuales, se hacían aún más intensos. El cuerpo debía ser negado, disciplinado, sujetado, restringido. Debía ser abusado en nombre del autodominio y la trascendencia espiritual. El yo ascético estaba desencarnado y fragmentado pues había sido separado del cuerpo. La separación del yo del cuerpo había tenido trágicos resultados pues degradó el cuerpo y la sexualidad humana en particular. La espontaneidad del cuerpo era temida y denigrada. La encarnación era vista no como una mediación sino como un bloqueo del espíritu. El régimen de mortificación corporal para alcanzar el yo ascético entumecía a la persona para los aspectos corporales de la compasión y la justicia. Era un régimen parecido a la anorexia nerviosa con la que compartía las características del ascetismo del control severo, la retención de fluídos y la anulación del sexo. El sociólogo Bryan Turner puntualizó / señaló el paralelo entre la anorexia y el ascetismo religioso. Como la persona ascética, la persona anoréxica intenta controlar el mundo interior mediante un régimen de ayuno e inanición. La mujer anoréxica procura suprimir la menstruación y adopta una actitud y cuerpo infantil. Es mediante el ayuno y la disciplina del cuerpo que la persona ascética se convierte en una persona asexuada. Cierta mañana en que estaba usando la cadena y cuando dejaba la capilla luego de / los rezos / la visita matutinos, un novicio amigo desobedeció la regla del no tocar, noli tangere, me sujetó y rodeó mi pecho con su brazo. Di un alarido pues la cadena que lo rodeaba había lacerado mi pecho. El suceso me dejó pensando sobre el valor de la cadena y de la mortificación del cuerpo. ¿Porqué Dios odiaba el cuerpo?, ¿porqué los jesuitas y otras personas religiosas católicas /estaban rechazando/ rechazaban el cuerpo?, ¿porqué las actitudes y prácticas católicas rechazaban lo sensual y los placeres del cuerpo?. Durante la mayor parte de su historia la cristiandad católica había intentado negar el cuerpo torturándolo y aliviándolo del sentimiento humano. El ascetismo teme al cuerpo y sus placeres pues surge de un estricto dualismo entre el cuerpo y el alma. En general, el cristianismo católico siente que fue necesario aliviar el / al cuerpo y su afectividad para que el espíritu florezca y viva. Algunos ascetas obtenían placer de la tortura física o de los picos de secreción de endorfina provocados por los estados de privación física. Para algunas personas religiosas, la tortura corporal conducía a la excitación sexual. Considero / Comprendí al ascetismo el hacer de mí mismo un mejor instrumento al servicio de Cristo. Mi cuestionamiento inició un proceso que me condujo a afirmar que Dios creó mi cuerpo tan bueno como santo. Tomé seriamente la encarnación de Dios: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y verdad”, Juan 1:14, Si Dios se encarnó, pensé, el cuerpo debe ser un vehículo de la gracia y la verdad. El cuerpo no era un obstáculo sensual para la vida religiosa y moral. Era un vehículo para conectarse con Dios. Cuán irónico que la misma religión que creía en la encarnación de Dios fuese constantemente negativa hacia la carne humana.
El humor nos ayudó a sobrevivir y a no tomar muy seriamente a la piedad del cuerpo como déficit. La retórica negativa del cuerpo del cristianismo medieval fue cambiando y aminorando a medida que las reformas del Concilio Vaticano II eran implementadas en la Sociedad / Compañía de Jesús. El cuerpo estaba convirtiéndose en el sitio de la gracia, pleno / lleno de nuevos peligros.  

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