lunes, 29 de octubre de 2018

Historia de la sexualidad-Nosotros, los victorianos-Michel Foucault


Durante mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen victoriano. Una inmensa gazmoñería figuraría en el blasón de nuestra sexualidad contenida, muda, hipócrita.
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, transgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.
A ese tiempo luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda de lugar. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo se establece el silencio. La pareja, legítima y procreadora, impone su ley. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar —reservándose el principio del secreto—. Tanto en el espacio social como en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. Al resto sólo le queda esfumarse; la conveniencia de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira hacia lo anormal: recibirá este estatuto y deberá pagar las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la procreación o está transfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. No puede expresarse. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no existe sino que no debe existir y se lo hará desaparecer a la menor manifestación —actos o palabras—. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él, razón para cerrar los ojos y taparse los oídos en todos los casos en que lo manifiesten, razón para imponer un celoso silencio general. Tal sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de silencio, afirmación de inexistencia y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica renqueante, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que dejar un espacio a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se las puede reinscribir, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérica —esos “otros victorianos”, diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.
¿Estaríamos ya liberados de esos dos largos siglos donde la historia de la sexualidad debería leerse en primer término como la crónica de una represión creciente? Muy poco, se nos sigue diciendo. Quizá gracias a Freud. Pero con qué circunspección, qué prudencia médica, qué garantía científica de inocuidad, y cuántas precauciones para mantenerlo todo, sin temor de “desbordamiento”, en el espacio más seguro y discreto, entre el diván y el discurso: un cuchicheo en un lecho que produce ganancias. ¿Y podría ser de otro modo? Se nos explica que si a partir de la edad clásica la represión ha sido, por cierto, el modo fundamental de relación entre poder, saber y sexualidad, no es posible liberarse más que pagando un precio considerable: haría falta nada menos que una transgresión de las leyes, una anulación de las prohibiciones, una irrupción de la palabra, una restitución del placer a lo real y toda una nueva economía en los mecanismos del poder, pues el menor fragmento de verdad está sujeto a condición política. Efectos tales no pueden pues ser esperados de una simple práctica médica ni de un discurso teórico, aunque fuese riguroso. Así, se denuncian el conformismo de Freud, las funciones de normalización del psicoanálisis, tanta timidez bajo los arrebatos de Reich, y todos los efectos de integración asegurados por la “ciencia” del sexo o las prácticas, apenas sospechosas, de la sexología. Se mantiene este discurso sobre la moderna represión del sexo. Sin duda porque es fácil de mantener. Lo protege una seria garantía histórica y política; al hacer que nazca la edad de la represión en el siglo XVII, después de centenas de años de aire libre y libre expresión, se lo hace coincidir con el desarrollo del capitalismo: formaría parte del orden burgués. La pequeña crónica del sexo y de sus vejaciones se traspone de inmediato en la historia ceremoniosa de los modos de producción; su futilidad se desvanece. Del hecho mismo parte un principio de explicación: si el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicación general e intensiva al trabajo; en la época en que se explotaba sistemáticamente la fuerza de trabajo, ¿se podía tolerar que fuera a dispersarse en los placeres, salvo aquellos, reducidos a un mínimo, que le permitiesen reproducirse? El sexo y sus efectos quizá no sean fáciles de descifrar; su represión, en cambio, así restituida, es fácilmente analizable. Y la causa del sexo —de su libertad, pero también del conocimiento que de él se adquiere y del derecho que se tiene a hablar de él— con toda legitimidad se encuentra enlazada con el honor de una causa política: también el sexo se inscribe en el porvenir. Quizá un espíritu suspicaz se preguntaría si tantas precauciones para dar a la historia del sexo un padrinazgo tan considerable no llevan todavía la huella de los viejos pudores: como si fueran necesarias nada menos que esas correlaciones valorizantes para que ese discurso pudiera ser pronunciado o recibido.
Pero tal vez hay otra razón que torna tan gratificante para nosotros el formular en términos de represión las relaciones del sexo y el poder: lo que podría llamarse el beneficio del locutor. Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire de transgresión deliberada. Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa solemnidad con la que hoy se habla del sexo. Cuando tenían que evocarlo, los primeros demógrafos y los psiquiatras del siglo XIX estimaban que debían hacerse perdonar por retener la atención de sus lectores en temas tan bajos y fútiles. Después de decenas de años, nosotros no hablamos del sexo sin adoptar una cierta pose: conciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar. Algo de la revuelta, de la libertad prometida y de la próxima época de otra ley se filtran fácilmente en ese discurso sobre la opresión del sexo. En él se encuentran reactivadas viejas funciones tradicionales de la profecía. El buen sexo queda para el mañana. Es porque se afirma esa represión por lo que aún se puede hacer coexistir, discretamente, lo que el miedo al ridículo o la amargura de la historia impiden relacionar a la mayoría de nosotros: la revolución y la felicidad; o la revolución y otro cuerpo más nuevo, más bello; o incluso la revolución y el placer. Hablar contra los poderes, decir la verdad y prometer el goce; ligar entre sí la iluminación, la liberación y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias: he ahí indudablemente lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar del sexo en términos de represión; he ahí lo que quizá también explica el valor mercantil atribuido no sólo a todo lo que del sexo se dice, sino al simple hecho de prestar oídos a aquellos que quieren eliminar sus efectos. Después de todo, somos la única civilización en la que ciertos encargados reciben retribución para escuchar a cada cual hacer confidencias sobre su sexo: como si el deseo de hablar de él y el interés que se espera hubiesen desbordado ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han puesto sus orejas en alquiler. 

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