lunes, 29 de octubre de 2018

La Mente Patriarcal - Claudio Naranjo-5


Son ejemplares en la excelencia del amor admirativo poetas como Homero, que han sabido cantar las virtudes de los héroes y venerar a quienes han sido dignos de ello ya por su sabiduría, por su bondad o su justicia, pero no diríamos que un Aquiles merece más gloria que la que ha sabido darle el genio poético de quien conoció la patología compartida de la tan ‘heroica’ (es decir, idealizadamente violenta e insensible) Edad de Bronce. Diríamos, más bien, que el lugar de los espíritus divinos y de los verdaderos héroes ha sido usurpado a través de la historia por diversas autoridades patriarcales que al hacer su aparición han exclamado: “adórame”, en forma semejante a la del diablo en tantas historias del folclore cristiano medieval. 
Hablaba Tótila Albert del “Padre Absoluto” como de una entidad que posee innumerables caras y expresiones, y que, a través de las autoridades eclesiásticas o seculares de la historia, así como a través de nuestro padre interior nos dice: “ríndeme culto”.
Así como el amor apreciativo puede darse ya en forma positiva ya en esa forma inversa (sed de aprecio) que llamamos narcisismo, también, en el caso del amor erótico, podemos distinguir un amor que es voluntad de dar y darse placer, y una forma pasiva o inversa, que es el deseo de ser objeto del deseo ajeno. Pueden confundirse ambas cosas cuando no se conoce más que la sed de amor, y se llama amor a ese “deseo del deseo”, pero la diferencia entre ambas refleja la diferencia entre algo que es parte de nuestra naturaleza esencial (lo instintivo) y una necesidad carencial, cuya función patológica es la de servirnos como alivio ante una vivencia de vacío. En un caso podemos hablar propiamente de eros, en tanto que en la segunda sería más apropiado de usar el término freudiano libido: pues no es el instinto de placer el que domina ahora sino una necesidad neurótica de silenciar una vivencia de insignificancia o soledad. 
Pero volvamos a las distorsiones del amor. El amor erótico se ha convertido en un producto al servicio de la seducción, y la compasión en un deber o, mucho peor, en una flagrante hipocresía.
No hace mucho comprobé a través de la televisión cómo un asesino en serie puede ser considerado un buen padre —hecho comparable a que, según una periodista chilena, el dictador que destruyó tantas vidas y a quien había entrevistado, le parecía una buena persona por la forma como “adoraba a su perro”. Implican tales apreciaciones el que, no existiendo ya una noción vivida de lo que en verdad son la compasión o la benevolencia, se ha hecho muy fácil dejarse engañar por las apariencias, sin tomar en cuenta la medida del dolor, la destrucción y la tragedia que una persona ha infligido. “Es un buen tipo”, en tal caso, puede significar: “desempeña su papel cumpliendo como puede con su deber”, o, dicho de otro modo: “hace lo que cree que debe hacer, y no es que no sea capaz de amar.” 
Así es como el amor materno, empático y compasivo, puede fácilmente confundirse con una sed de amor que busca, más que ofrece, protección y cuidados maternales, en el mundo de los ciegos, que habita buena parte de la gente, se confunde tal búsqueda de protección —ante su rostro inocente y bonachón--con el amor propiamente dicho ; pero con el progreso del auto-conocimiento, una persona senejante termina por descubrir que lo que llamaba amor no era sino dependencia, prolongación en la vida adulta de una necesidad infantil, vínculo neurótico que persiste porque no se recibió suficiente amor en la infancia; y que, a su vez, le impide el despliegue de esa actitud generosa y altruista a través de la cual la persona podría encontrar su satisfacción profunda al superar su infantilismo.

En síntesis, he comenzado proponiendo que el dominio del padre en la familia, a comienzos de nuestra vida propiamente civilizada, llevó a un desequilibrio entre la empatía y la agresión en nuestra vida colectiva, por la represión de la espontaneidad biológica de nuestro aspecto animal; he señalado luego que también repercutió en la vida humana la tiranía del “principio paterno” con una exaltación e idealización del intelecto a expensas de un antagonismo hacia el sentir de nuestro “principio materno” empático, y hacia el inocente y sagrado Eros, además de su correspondiente desvaloración. Creo que, a continuación, he mostrado algo que no es ningún secreto -pero que no ocupa aún un lugar central-, , al decir que la esencia de la mente patriarcal, más allá del predominio de la razón sobre el amor y el sano instinto, ha sido una disrupción del equilibro amoroso entre nuestras tres personas interiores, que nos ha tornado en seres castrados, fríos de corazón y aparentemente movidos por sus ideales pero en realidad impelidos , como máquinas, por un programa patriarcal que los hace compulsivamente adaptables, en su dependencia del afecto y su vulnerabilidad, al castigo y las recompensas. 
En vez de ser nuestra vida afectiva un “abrazo a tres” entre nuestras personas interiores, es una relación opresiva entre éstas , en que esa empatía mamífera que caracterizó nuestra vida cuando eramos nómadas recolectores (y luego en el neolítico temprano), así como la aún más arcaica sabiduría organística que heredamos de los reptiles, languidecen en una prisión intrapsíquica dónde el carcelero, a la vez juez y acusador, esgrime ante ellos la espada de los más altos ideales.
He explicado ya, sin embargo, la mentira que entraña tal uso de la idealidad—que es la mentira de adorar becerros de oro que son de barro. Cada vez más, languidece también el amor apreciativo en nuestra modernidad, y cada vez más ocurre que, cuando se ondean banderas para proclamar la libertad, la democracia o ‘los valores’, se hace con sospechosas intenciones. Más y más, se ha degradado el amor valorativo y reverente hasta tornarse un conjunto de argumentos e imperativos al servicio de la codicia o gloria de seres inconscientemente infelices y rapaces aunque distraídos de su vacío y descontento por su triunfo rapaz. 
Sin embargo, al hablar de una mente patriarcal generalizada que informa nuestra cultura, no quiero decir que cada individuo sea una especie de clon del espíritu patriarcal prototípico. Aunque una proporción apreciativa de los varones exhiba lo que se ha llamado el Modelo de la Masculinidad Tradicional Hegemónica (MMTH)5 , agresivo, dominador e insensible, que se trasmite a través de su socialización, muchas mujeres exhiben un síndrome contrastante, que se ha designado como MFTH o Modelo de Feminidad Tradicional Hegemónica, aunque se pueda decir que aún este último sea parte de la estructura de la sociedad patriarcal y de su correspondiente mente. En términos más generales , podemos decir que lo materno y lo filial en nosotros se rinden ante el Padre Absoluto y que, más o menos inconscientemente, se rebelan y resisten su opresión con la disfunción. 
Pero continuar este tema podría llevar a un amplio tratado de la neurosis universal, cuando por ahora me considero satisfecho con haber mostrado que, en su centro, está el dominio del Padre Absoluto que la cultura trasmite como una plaga: un acoplamiento del dominio por el poder con la exaltación de la razón para la justificación e implementación de tal dominio, no sólo sobre los demás, sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos, sino , especialmente, también, sobre nuestra capacidad empática y nuestra instintividad. 

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