viernes, 21 de diciembre de 2018

El pensamiento heterosexual y otros ensayos Monique Wittig



Louise Turcotte Militante de Amaron es d'hier, l^esbiennes d'aujourd'hui (Amazonas de ayer, Lesbianas de hoy.)

  
Si hay un nombre que está asociado al Movimiento Francés de Liberación de las Mujeres, es sin duda el de Monique Wittig. Su reputación se debe en gran medida a su obra literaria, que ha sido traducida a varios idiomas. Pero si Monique Wittig es una escritora fundamental de la segunda mitad del siglo XX, sus textos teóricos la convierten también en una de las más grandes pensadoras de nuestro tiempo.

 Es imposible ubicar la influencia de Wittig en un solo campo, ya sea literatura, política o teoría, pues su trabajo atraviesa todos ellos, y es precisamente esta multidimensionalidad lo que otorga mayor trascendencia a su pensamiento.

 Mucho se ha escrito sobre su obra literaria, pero poco sobre sus escritos teóricos y políticos. Tuve la suerte de conocer personalmente a Monique Wittig a comienzos de los años 70; éste será un testimonio más bien político. Es posible articular la inmediata influencia que ha tenido el pensamiento de Wittig, pero resulta más difícil anticipar su influencia a largo plazo, sobre todo en la historia de las luchas del movimiento de liberación de las mujeres. Sus ensayos ponen en cuestión algunas de las premisas básicas de la teoría feminista contemporánea. Hablaré aquí de esta enorme revolución conceptual. 

En 1978, durante la conferencia anual de la Modern Language Association en Nueva York, cuando Monique Wittig concluyó su conferencia «El pensamiento heterosexual» con la frase «las lesbianas no son mujeres», la calurosa acogida del público fue precedida por un momento de estupefacción y de silencio. Cuando este ensayo fue publicado dos años más tarde en la revista francesa Questions féministes, esta perplejidad se había transformado, incluso entre las feministas más radicales, en una presión política para que se añadiera una nota que «suavizara» la conclusión. El sorprendente punto de vista de Wittig era inimaginable en aquella época. En realidad, se había pasado una página en la historia del Movimiento de Liberación de las Mujeres, y por alguien que había sido una de sus principales promotoras en Francia. ¿Cuál era exactamente esa página? ¿Por qué ya no era posible seguir viendo el Movimiento de Liberación de las Mujeres de la misma manera que antes? Precisamente porque el punto de vista se había desplazado.

 Desde el comienzo de siglo, todo el movimiento de lucha de las mujeres, desde la defensa de los «derechos de las mujeres» hasta el análisis feminista de la «opresión de las mujeres» había tomado como su fundamento «el punto de vista de las mujeres». Eso era evidente. Este análisis se fue refinando con el paso de los años, y aparecieron diferentes tendencias, como ocurre en todos los movimientos de liberación, pero este consenso básico nunca había sido cuestionado. Parecía ser algo incuestionable. Y entonces esta afirmación, «las lesbianas no son mujeres», vino a trastornar completamente todo el movimiento, teórica y políticamente. 

Basándose en los últimos conceptos del feminismo materialista y radical, entre ellos la idea de «clases de sexos», la afirmación de Wittig pondrá en cuestión un punto fundamental que el feminismo nunca había criticado: la heterosexualidad. No ya concebida como sexualidad, sino como un régimen político. Hasta entonces, el feminismo había considerado el «patriarcado» como un sistema ideológico basado en la dominación de la clase de los hombres sobre la clase de las mujeres. Pero las categorías mismas de «hombre» y «mujer» no habían sido cuestiona- das. Y es aquí donde la «existencia de las lesbianas» cobra todo su sentido, porque si estas dos categorías no pueden existir la una sin la otra, y si las lesbianas existen sólo por y para las «mujeres», entonces debe haber una falla en este sistema conceptual. 

A comienzos de los 80, muchas lesbianas en Francia y Quebec empezaron a denominar este punto de vista «lesbianismo radical» y revisaron totalmente sus estrategias. Las lesbianas radicales habían llegado entonces a un acuerdo básico que consideraba la heterosexualidad como un régimen político que debía ser derrocado, y todas nos inspirábamos en los textos de Monique Wittig. Para nosotras, el trabajo de Wittig era un punto de partida para el análisis y la acción. Toda la historia debía ser revisada. 

Cuando se reconsidera la historia desde este punto de vista, es interesante destacar que los primeros pasos de una crítica de la heterosexualidad como «institución política» habían sido ya planteados a comienzos de los 70 por algunas lesbianas separatistas en Estados Unidos . Pero el lesbianismo americano separatista no profundizó en este análisis. Más bien su objetivo fue desarrollar, dentro de un marco esencialista, nuevos valores lesbianos dentro de comunidades lesbianas. Esto suponía, y supone aún hoy, ignorar que la «heterosexualidad (...) sólo puede garantizar su poder político destruyendo o negando el lesbianismo» . La existencia de comunidades lesbianas es estratégicamente necesaria. Pero si no están ubicadas en el contexto de un movimiento político que busque abolir el sistema heterosexual, su significado es totalmente diferente; se trata entonces de crear una «nueva categoría». Sólo la destrucción de las categorías existen tes puede conducir a un cambio real. Esto es lo que hemos logrado entender gracias al trabajo de Monique Wittig: no se trata de reemplazar «mujer» por «lesbiana», sino de utilizar nuestra posición estratégica para destruir el sistema heterosexual. «Nosotras [las lesbianas] somos esclavas fugitivas (...) desertoras de nuestra clase» («No se nace mujer»). Esta frase crucial nos descubre la dimensión política del punto de vista lesbiano. Cuando se lee a Wittig debe tenerse siempre esto en cuenta.

 En los Estados Unidos, Adrienne Rich planteó un análisis feminista de la heterosexualidad en su ensayo de 1980 «Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana» . Para Rich, la heterosexualidad es «algo que ha tenido que ser impuesto, gestionado, organizado, propagado y mantenido a la fuerza» . Este texto plantea la heterosexualidad como una institución política dentro del sistema patriarcal. Rich ve la existencia lesbiana como un acto de resistencia a esta institución, pero para que «la existencia lesbiana ponga en juego este contenido político de una forma finalmente liberadora, se debe profundizar y ampliar la opción erótica hasta llegar a una identificación consciente como mujer» . Rich analiza el concepto de heterosexualidad en el marco de la teoría feminista contemporánea desde el «punto de vista de las mujeres», mientras que el lesbianismo radical lo hace sin adoptar ese punto de vista, considera el lesbianismo como algo necesario políticamente y como algo exterior al régimen político heterosexual en su globalidad. Por ello, hablar de «heterosexualidad obligatoria» es redundante.

 «La conciencia de la opresión no es sólo una reacción [una lucha] contra la opresión. Supone también una total reevaluación conceptual del mundo social, su total reorganización con nuevos conceptos...» («No se nace mujer»). Para mi, esto resume el trabajo de Monique Wittig. La conocí a través de grupos militantes. Su profundo respeto por cada individuo, su profundo desprecio por todas las formas del poder, cambiaron para siempre mi concepción de la militancia. Y fue por medio de sus escritos como llegué a comprender la necesidad de moverse siempre entre lo teórico y lo político. La lucha política no puede concebirse sin esto, y, así como la teoría se transforma gradualmente, debemos también transformar nuestra lucha política. Esto supone un desafío que requiere una vigilancia constante y una voluntad permanente de reconsiderar nuestras acciones y nuestras posiciones políticas. Es en este sentido como debe entenderse el cuestionamiento que hacen las lesbianas radicales del movimiento feminista. 

«Hay que llevar a cabo una transformación política de los conceptos clave, es decir, de los conceptos que son estratégicos para nosotras» («El pensamiento heterosexual»). Al no cuestionar el régimen político heterosexual, el feminismo contemporáneo consolida este sistema, en vez de eliminarlo. De igual modo, el desarrollo contemporáneo de la noción de «género» me parece que enmascara u oculta las relaciones de opresión. A menudo, «género», aunque sea un intento de describir las relaciones sociales entre hombres y mujeres, oculta o minimiza la noción de «clases de sexos», eliminando así la dimensión política que determina estas relaciones.

 Me gustaría mencionar aquí uno de los elementos críticos del pensamiento de Wittig, que se puede resumir en la siguiente frase: «Un texto escrito por un escritor minoritario sólo es efectivo si logra convertir en universal ese punto de vista minoritario» («Lo universal y lo particular»). Esto ejemplifica la extraordinaria eficacia de Wittig. Al reivindicar el punto de vista de la lesbiana como universal, trastorna completamente los conceptos a los que estamos acostumbrados. Hasta entonces, los escritores minoritarios tenían que añadir «lo universal» a sus puntos de vista si querían alcanzar la universalidad incuestionable de la clase dominante. Los varones gays, por ejemplo, siempre se han definido a sí mismos como una minoría y nunca han cuestionado, a pesar de su transgresión, la opción dominante. Por ello la cultura gay siempre ha tenido una audiencia algo mayor. El pensamiento lesbiano de Wittig no busca transgredir, sino suprimir completamente las categorías de género y de sexo en que se basa la propia noción de universalidad. «Los sexos (el género), la diferencia entre los sexos, hombre, mujer, raza, negro, blanco, naturaleza, están en el núcleo del conjunto de parámetros [del pensamiento heterosexual]. Ellos han formado nuestros conceptos, nuestras leyes, nuestras instituciones, nuestra historia, nuestras culturas» («Homo Sum>). Revisar los parámetros en que está basado el pensamiento universal requiere una reevaluación de todas las herramientas básicas de análisis, incluyendo la dialéctica. No con el fin de descartarlas, sino de hacerlas más efectivas. 

La obra de Monique Wittig es un ejemplo perfecto de la conexión que existe entre política y teoría. Demasiado a menudo, percibimos estos dos elementos fundamentales como entidades separadas; por una parte, está el trabajo teórico y, por otra, lo político, trabajando en paralelo, cuando en realidad deberían entrecruzarse. Este encuentro entre teoría y política es fundamental para cualquier lucha política, y eso es, precisamente, lo que hace que el pensamiento de Wittig sea tan molesto. El acuerdo teórico llama a la lucha política. Cuando el acuerdo teórico se logra, el curso de la historia ya ha sido alterado.  

Monique Wittig y “La categoría de sexo”


EL feminismo contemporáneo se caracteriza por pensar “lo otro”, asumir la extrañeza que provoca la ruptura de la norma y descomponer los esencialismos, así como producir una genealogía crítica, es decir, utilizar la deconstrucción como análisis interno de los conceptos y los discursos y todos aquellos sistemas o dispositivos de normatividad y poder que, según Foucault, disciplinan y modelan nuestros cuerpos. 

Como autora postmarxista enmarcada en la tercera ola del feminismo, caracterizada por el giro de la conciencia feminista hacia una reflexión teórica sobre el feminismo en sí, Monique Wittig también aborda la problemática del sistema sexo/género e impugna el concepto de “mujer” como eje central de la lucha política del movimiento y como sujeto del feminismo. Según afirma Teresa de Lauretis en su libro Diferencias, Wittig “parte de la premisa que las mujeres no son «un grupo natural» con características biológicas comunes cuya opresión sería debida a su misma «naturaleza», sino que son una categoría social; el producto de una relación económica de explotación y de una construcción ideológica”.

 Judith Butler también se interroga sobre esos componentes que puedan homogeneizar a la mujer (o no) como sujeto unívoco del feminismo: “¿Hay algún elemento que sea común entre las ‘mujeres’ anterior a su opresión, o bien las «mujeres» se vinculan únicamente en virtud de su opresión? ¿Hay una especificidad en las culturas de las mujeres que sea independiente de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? (…) ¿Hay una región de los «específicamente femenino», que se diferencie de lo masculino como tal y se reconozca en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por lo tanto, supuesta?”. 

 Wittig critica la heterosexualidad como régimen político hegemónico, opresivo, discursivo, excluyente y obligatorio que estructura la propia división sexual del trabajo. Régimen dicotómico convertido también en dogma filosófico donde las únicas categorías válidas son la de hombre y mujer. De ahí que Wittig reivindique en su texto “La categoría de sexo” la opción sexual y la figura de la lesbiana como sujeto al margen de esa categorización, distinto también del tradicional sujeto del feminismo y, por ende, actor de “una posición política que trasciende el imaginario masculino” y el patriarcado.

 Del texto de Wittig se pueden extraer ideas muy sugerentes sobre la categoría de sexo como orden social. Así la autora afirma que “el pensamiento dominante se niega a analizarse a sí mismo para comprender aquello que lo pone en cuestión”. El contrato social/matrimonial/heterosexual del que ya se hablaba desde el feminismo de la Ilustración es criticado radicalmente por la autora por ser la manifestación material del poder de la clase dominante. 

Al catalogar la ideología de la diferencia sexual y la heterosexualidad como un sistema de dominación material y económica que tiende a la universalización, Monique Wittig alude a la lucha de clases sugiriendo una transformación de la diferencia impuesta en una oposición política que genere un verdadero conflicto. En tanto que para Wittig se puede considerar el sexo como una categoría política que construye sociedades heterosexuales institucionalizadas, la respuesta debe ser también política.

 Simone de Beauvoir, antecesora de Wittig como referente del feminismo francés , afirmó que “no se nace mujer, se llega a serlo”. Tanto para Beauvoir, como para Butler y Wittig, el sexo es una construcción social que determina el papel y los roles que las mujeres deben jugar tanto en el ámbito público como en el privado. Por lo tanto, ¿es razonable cuestionarse si sería posible que cada individuo construyera su propia sexualidad al margen de dualismos y “matrices de inteligibilidad” socialmente coherentes? Sin duda resultará una ardua tarea a favor de la independencia y la autonomía de toda persona, pero mucho más legítima que toda suerte de acciones y políticas gubernamentales totalmente deshumanizadas que se llevan a cabo a diario en nombre de la libertad. Sin duda, la tarea del feminismo es compleja y se enfrenta cada día a una diversidad mayor que debe ser examinada y gestionada de la manera más global e inclusiva, huyendo de esencialismos y universalismos superficiales, asimilando las diferencias individuales de cada ser y eliminando las desigualdades sociales que sedimentan sus efectos en las diferencias sexuales y de género. La pregunta ante este panorama es la siguiente: si tanto la sexualidad como el género son construcciones sociales, políticas y culturales, ¿podría llegar a diluirse el propio sujeto del feminismo? Según Teresa Maldonado, feminista y profesora de Filosofía y Ética en el País Vasco, “la lucha de las mujeres sigue siendo necesaria. Y es una conquista  feminista que cada vez haya más maneras de ser mujer”y hombre, lo cual sólo puede conseguirse desde la subversión y la desestabilización del sistema patriarcal y capitalista imperante. Y en esa lucha e insubordinación es donde Wittig posiciona a las lesbianas como “desertoras” de su clase al colocarse al margen de la opresión patriarcal (al menos en el ámbito privado) al romper con el contrato heterosexual.

La heterosexualidad como régimen político


(Este Texto fue tomado de "EL REGIMEN HETEROSEXUAL DE LA NACION, Un análisis antropológico lésbico-feminista de la Constitución Política de Colombia de 1991" de Rosa Ynés "Ochy" Curiel Pichardo)


El salto teórico-político sobre la heterosexualidad lo ofreció, a mi modo de ver Monique Wittig, lesbiana, feminista materialista francesa. Wittig hizo un desplazamiento del “punto de vista de las mujeres“, hacia un análisis de la heterosexualidad como régimen político que contiene varios aspectos importantes: un punto de vista materialista y la reevaluación y transformación conceptual como acción política.

Wittig reconoció públicamente los aportes de varias materialistas francesas que, aunque contemporáneas a ella, la precedieron para construir su pensamiento. Entre ellas: Colette Guillaumin con su concepto de sexaje, definido como la relación social de apropiación privada, física, directa de las mujeres en forma individual por parte de sus padres, maridos, novios; y la apropiación colectiva de la clase de las mujeres por la clase de los hombres ; Christine Delphy, la primera en nombrar a esta corriente feminismo materialista modificando así el concepto materialista/marxista de clases sociales, por no considerar el trabajo que no tiene valor de cambio, como el realizado por la mayoría de las mujeres ; Nicole Claude Mathieu, por sus análisis desde la “la antropología de los sexos”; Paola Tabet, quien al estudiar las prostitutas ylesbianas desde una antropología de los sexos demostró que estas no son objeto de la apropiación privada, sino de la apropiación colectiva, una apropiación que también es heterosexual . Wittig señaló también los aportes de Sande Zeig a su pensamiento por sus análisis sobre el cuerpo y su relación con el campo abstracto de los conceptos, por las palabras que lo formalizan, pues el lenguaje proyecta lo que es realidad en el cuerpo social, es decir, lo marca (Wittig, 2006).

Sostenida en estos aportes y en los propios, Monique Wittig define la heterosexualidad como un régimen político cuya ideología está basada fundamentalmente en la idea de que existe (LA) diferencia sexual. En su ensayo “La categoría de Sexo” (1982), analiza cómo la diferencia sexual que define dos sexos, es una formación imaginaria que coloca la naturaleza como causa. Dicha diferencia no existe más que como ideología, pues oculta lo que ocurre en el plano económico, político e ideológico. Esta división, para esta autora, si bien tiene efectos materiales se hace abstracta y es conceptualizada por quienes sostienen el poder y la hegemonía. En ese sentido para Wittig es la opresión que crea el sexo y no al revés.

Según Wittig sexo es una categoría que existe en la sociedad en tanto es heterosexual y las mujeres en ella son heterosexualizadas, lo cual significa que se les impone la reproducción de la especie y su producción con base a su explotación y que son apropiadas por medio de un contrato fundamental: el matrimonio, un contrato que es de por vida y que sólo puede romper la ley (por el divorcio). El cuidado y la reproducción así como las obligaciones asignadas a muchas mujeres (asignación de residencia, coito forzado, reproducción para el marido, noción jurídica conyugal) significan que las mujeres pertenecen a sus maridos.

Siguiendo a Colette Guillaumin, Wittig argumentó que aunque fuese en el ámbito público, fuera del matrimonio, las mujeres son vistas como disponibles para los hombres y sus cuerpos, vestidos y comportamientos deben ser visibles, lo que a final de cuentas es una especie de servicio sexual forzoso. Así las mujeres son visibles como seres sexuales, aunque como seres sociales sean invisibilizadas. Las mujeres por tanto no pueden ser concebidas fuera de la categoría de sexo: “Solo ellas son sexo, el sexo” (Wittig, 2006:28). Todo lo anterior es asumido “naturalmente” por el Estado, las leyes, la institución policial entre otros regímenes de control.

Aunque Wittig explica un fenómeno que es bastante generalizado hay que decir, desde una perspectiva actual, que aunque algunos hechos han cambiado para algunas mujeres en torno a ciertas normas de sexo y género, aún estas relaciones siguen existiendo como un mecanismo social de poder contundente.

Más tarde, en otro de sus importantes ensayos, “El pensamiento Straigth”, (2001) Wittig revierte la idea de que el discurso de la heterosexualidad es apolítico, analizando el poder del discurso en tanto los signos tienen significados políticos. Prefiere usar discurso y lenguaje en vez de ideología para distanciarse probablemente de la vieja dicotomía del marxismo ortodoxo: ideología=superestructura vs aparato material productivo y tecnológico y relaciones de trabajo=infraestructura tecnológica y las relaciones de trabajo, en al cual la ideología era analizada como ideas falsas. Para Wittig, estos discursos no sólo existen en el plano de la ideología sino también en el plano material, ya que a partir de ellos se puede ejercer violencia material. Por ello, usar el término de ideología supondría entrar al terreno de las ideas irreales y olvidarse de esa violencia material, la cual es ejercida tanto por los discursos abstractos como los científicos. En esta investigación, aunque estoy de acuerdo con Wittig en criticar la concepción de ideología desde el marxismo ortodoxo, la recupero desde una posición más crítica, pues finalmente los discursos son expresión de posicionamientos ideológicos que tienen efectos materiales.

Wittig pone atención a los conceptos que sostienen los discursos que ella denomina “El pensamiento straigth” como “mujer, "hombre", "sexo", "diferencia" así como otros en los que éstos van implícitos como "historia", "cultura", "lo real".

Estos conceptos se producen como leyes generales, como interpretaciones totalizadoras que se asumen universales y ahistóricas. Mujer, hombre, historia, cultura, ley, sexo… son conceptos implícitos en la heterosexualidad que tiene en su base la diferencia entre los sexos como si fuesen dogmas que definen las relaciones humanas, así como la producción misma de los conceptos. Desde estas lógicas, incluso la homosexualidad no puede ser otra cosa que la heterosexualidad, pues para Wittig la sociedad heterosexual necesita de lo diferente, que le hace otro económica, lingüística, política y simbólicamente. Es una necesidad ontológica. Y esta diferencia no sólo define a las mujeres, las lesbianas, sino a todos los grupos oprimidos, pues la diferencia que los constituye se construye desde un lugar de poder y dominación, por tanto es un acto normativo.

Es así como para Monique Wittig el discurso no está separado de lo real, él mismo es real, y es una de las manifestaciones de la opresión. Desde esta perspectiva se entienden dos puntos centrales de su propuesta política, conceptual y teórica. El primero, es que Wittig no busca transgredir las categorías de sexo y género (hombre, mujer), como bien podría hacerse desde una mirada postmoderna del género o una postura light de lo queer. Con esto me refiero, a que muchas de estas propuestas plantean el tránsito de los géneros (masculino y femenino) para desestabilizar la relación entre cuerpo, género y deseo. Estas propuestas son en parte transgresoras al sistema sexo género; sin embargo, en la mayoría de los casos no consideran los efectos materiales de la división sexual del trabajo, sino que se concentran en la política del cuerpo y de la estética, muchas veces desde una visión individualista. Wittig propuso suprimir las categorías de sexo como realidades sociológicas, lo cual se logra a través de la lucha política tanto en el plano material como en el de los conceptos; y el segundo, y que precisamente viene dado por el primero, se condensa en su frase provocadora y polémica “las lesbianas no son mujeres” explicada como sigue:
Es más: “lesbiana” es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujeres y hombres), porque el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer, ni en lo económico, ni en lo político, ni en lo ideológico. Porque de hecho, lo que constituye una mujer, es una relación social específica con un hombre, relación que otrora hemos llamado servidumbre, relación que implica obligaciones personales y físicas, tanto como obligaciones económicas (“asignación a residencia”, tediosas tareas domésticas, deber conyugal, producción ilimitada de hijos e hijas, etc.), relación de la cual escapan las lesbianas, al negarse a ser heterosexuales. Somos prófugas de nuestra clase, de la misma manera que las y los esclavos “marrones” norteamericanos lo eran cuando se escapaban de la esclavitud y se volvían mujeres y hombres libres. Es decir que es para nosotras una absoluta necesidad, así como para ellas y ellos. Nuestra sobrevivencia nos exige contribuir con todas nuestras fuerzas a la destrucción de la clase — la de las mujeres— en la cual los hombres se apropian de las mujeres. Y esto solo se puede lograr a través de la destrucción de la heterosexualidad como sistema social, basado en la opresión y apropiación de las mujeres por los hombres, la cual produce un cuerpo de doctrinas sobre la diferencia entre los sexos para justificar esta opresión (Wittig, 2006:36).

Esta frase de Wittig revolucionó la teoría feminista, sobre todo dio más herramientas teóricas y políticas a las lesbianas, planteando que hay formas de salir individualmente de la clase de las mujeres. Pero la cosa no es tan simple como salir individualmente de la clase de las mujeres y punto, ya que existe la apropiación colectiva, lo que implica que las lesbianas, monjas, prostitutas o mujeres no casadas, necesariamente no se libran del régimen de la heterosexualidad. Basándose en Guillaumin, y desde una perspectiva claramente materialista y colectiva (que se opone al individualismo y al idealismo de muchas y muchos analistas queer), Wittig insistió mucho en que también hay que librarse de la apropiación colectiva, por tanto es imprescindible una lucha colectiva para destruir de raíz la ideología straight y las relaciones sociales de sexo patriarcales basadas en la heterosexualidad (Falquet, 2009).

El potencial explicativo de los argumentos de Monique Wittg es innegable y aporta significativamente a nuestro propósito: demostrar cómo el pensamiento straight está conectado con el campo político. Analizaré de manera particular como este pensamiento se plasma en la construcción de nación a través de la Constitución Política, lo cual se sintetiza en lo que propongo llamar la hetero nación, es decir, como la nación y su construcción imaginaria tiene como base fundamental el régimen de la heterosexualidad a través de instituciones y lógicas como las relacionadas a la familia, al parentesco, la diferencia sexual, desde donde se entiende lo que es un hombre y una mujer, a la nacionalidad, todo ello expresado en los pactos sociales que son reflejados en un texto normativo como la Constitución, texto que refiere a la idea de nación.

LAS CARTAS JOÁNICAS Y EL LIBRO DE LA REVELACIÓN O APOCALIPSIS -John Shelby Spong


John Shelby Spong 


Esta semana llegamos al final de nuestro recorrido de tres años a través de los 66 libros de la Biblia ( 3 ). Lo haremos hablando del resto de la literatura joánica: las tres Cartas y el Libro de la Revelación o Apocalipsis, que también se le atribuyen. Como ya tratamos con detalle del evangelio y me referí brevemente a estas obras en la introducción a él, no les dedicaré mucho tiempo ahora. Este material joánico no es cronológicamente lo último del Nuevo Testamento aunque lo tratemos al final. Lo último es la Segunda Carta de Pedro que, como ya dijimos, es bastante claro que se escribió a mediados del siglo II. El «corpus joánico» es de finales del siglo I (años 95-100) y ello hace que el Evangelio de Juan sea el último. Además, todo el material joánico siempre se percibió en contraste con los Sinópticos. De ahí la sensación de que el Nuevo Testamento no llegó a estar completo hasta que se le añadieron los escritos de Juan. Por eso he decidido ocuparme de ellos al final.

 A lo largo de la historia del cristianismo, el Evangelio de Juan tendió a dominar la vida de la iglesia. Fue, antes que ningún otro libro, la autoridad a la que se apeló en el desarrollo de los credos y del dogma. Fue la única fuente que citó Atanasio en el Concilio de Nicea, en el año 325, cuando se enfrentó a Arrio, quien, por el contrario, apoyó su argumentación en citas de todos los evangelios. Cuando el Concilio respaldó a Atanasio y rechazó a Arrio, quedó clara la autoridad de Juan, que iba a modelar en adelante el desarrollo del cristianismo. Nada menos que Isaac Newton, en el siglo XVII, fue quien dijo que, en su opinión, la decisión de Nicea, en contra de Arrio, fue «el mayor error» de la historia del cristianismo. Puede que hoy estemos en un proceso de reequilibrio, después de la tradicional preponderancia de Juan, gracias a lo que ha sido fermentado en la teología contemporánea y gracias a los resultados de los estudios críticos de la Biblia. 

Si nos centramos en las tres Cartas que llevan el nombre de Juan, sólo la primera parece ser relevante tanto en extensión como en contenido. En extensión, tiene cinco capítulos, mientras que la segunda y tercera tienen sólo uno. En cuanto al contenido, es un vigoroso tratado que, de modo muy sintomático, se basa en el Evangelio e intenta extraer sus implicaciones éticas. Su similitud con el Cuarto evangelio, tanto en vocabulario como en estilo, ha llevado a muchos a la conclusión de que ambos trabajos son del mismo autor. No puede decirse lo mismo de las otras dos Cartas. Ambas dicen tener como autor alguien que se identifica a sí mismo como «el Anciano» y reflejan una época en la que ya había una verdad definida que dichas Cartas pretenden defender y transmitir. Tal es la tendencia casi fatal de las personas religiosas: creer que, de algún modo, poseen una verdad definitiva. Creo que es justo decir que si las Cartas segunda y tercera de Juan no se hubieran incluido en el canon del Nuevo Testamento, la pérdida no habría sido muy relevante. Es notable que no haya ningún fragmento de ellas en los leccionarios litúrgicos; 3 N. del T. Spong alude a que esta serie sobre los orígenes del NT es continuación de una serie completa que comenzó con los orígenes del AT. En castellano, para empezar, hemos preferido traducir directamente la serie del NT. Nótese, además, que el canon de la Biblia y la ordenación de los libros que la componen no es igual en las diversas iglesias y que, según esto, el cómputo de libros que la componen puede variar. 
 lo cual dice mucho de la percepción que históricamente se ha tenido de ambas.

 No ocurre lo mismo con la primera Carta de Juan, cuya historia ha sido muy fecunda. Se lee y se cita con frecuencia, y es el tema de muchos sermones. Es el principal texto del Nuevo Testamento que define específicamente a Dios como «Amor». Su autor afirma que sólo de alguien que ama puede decirse verdaderamente que «ha nacido de Dios»; uno no puede conocer a Dios si no conoce el amor; la presencia del amor es la manifestación fundamental de Dios. Si nos amamos, es sólo con el amor que Dios nos ha dado y que procede de su propio ser. Y concluye: sólo podemos permanecer en Dios si permanecemos en el amor. No existe el temor en este amor porque «el amor perfecto expulsa al temor». Y, para dejarlo bien claro, la Carta añade que si alguien dice «amo a Dios pero aborrezco a mi hermano» significa que es un mentiroso, pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. El mandato final de esta Carta a sus destinatarios es: «aquél que ama a Dios, también debe amar a su hermano o hermana». La Iglesia ha desobedecido este mandato a lo largo de los siglos, pero el mensaje es tan potente que, para poder ignorarlo, ha tenido que juzgar infrahumanos a aquellos que se convertían en objeto de desprecio y de odio. Así, el antisemitismo secular tuvo que ir acompañado de la idea de que los judíos estaban fuera de los límites de lo humano. En este sentido, pueden leerse los escritos de algunas figuras de la historia del Cristianismo, como Ireneo, Policarpo, Juan Crisóstomo e incluso Lutero. Sus textos describen a los judíos como «gusanos» y como «no aptos para la vida». 

A lo largo de la historia, la Iglesia también trató igual a las mujeres, a los negros y a los homosexuales, de forma que los situó por debajo del umbral de la condición humana. Los dejó fuera del alcance del amor de Dios que, sin embargo, es para todos. A las mujeres, se les negó el acceso a la educación superior a lo largo de los 1900 años de historia cristiana; se les negó el derecho al voto hasta el siglo XX y, todavía en el siglo XXI, en la mayoría de las iglesias, se les niega la posibilidad de ordenarse y ser sacerdotes, pastores u obispos. Las dos mayores instituciones cristianas del mundo, la Iglesia Católico-romana y la Iglesia Ortodoxa, aún prohíben la ordenación de la mujer basándose en la idea de que, de alguna forma, la mujer es físicamente defectuosa (es decir, no totalmente humana) y, por tanto, no puede dirigirse a la gente como representante de Dios. 

A los negros, se les definió como infrahumanos y así se les pudo esclavizar, segregar y privar de la igualdad de derechos, por parte de quienes, en su mayoría, eran cristianos. Sólo en 1954, con el fallo del caso «Brown contra la Junta de Educación», terminó el apoyo a la segregación en Estados Unidos. También a las personas gais, lesbianas, transexuales y bisexuales se les ha considerado depravados e infrahumanos, de modo que se les ha negado la condición de iguales. Durante siglos, se les ha rechazado, oprimido e incluso asesinado por parte de personas que se decían cristianas. La lucha que se ha emprendido en los Estados Unidos a favor de la plena igualdad para las personas y las parejas homosexuales ha encontrado una contundente reacción en contra, procedente de diversos sectores de la Iglesia, especialmente de la rama Católico-romana y de la rama Protestante evangélica. 

Pues bien, la Carta primera de Juan ha sido el texto bíblico más importante en la lucha contra este tipo de segregación y de tiranía religiosa. Por eso me alegro de que este pequeño libro esté dentro del canon del Nuevo Testamento. A través de las palabras de Juan en él, escucho la palabra de Dios y su mandato de amarnos unos a otros como Él nos ama. 

La Biblia termina con el libro de la Revelación o Apocalipsis. Es una muestra de la literatura «del fin del mundo» (apocalíptica). Cabe suponer que el tema impresionó a los líderes de la Iglesia primitiva, que aún creían que el fin del mundo estaba próximo. Esto les hizo pensar que éste era el libro adecuado para cerrar el Nuevo Testamento. Todos los que gustan de anunciar el «día del juicio» consideran el Libro de la Revelación como un regalo del cielo pese a que todos ellos, por cierto, se han equivocado al cien por cien en sus predicciones. También es el libro favorito de los que creen que todo lo que ocurre en la historia moderna es el cumplimiento de las profecías que contiene y ello puede considerarse como la demostración de su vigencia. Toda mi vida he oído identificar, a la bestia del capítulo 13 del Apocalipsis con figuras como Hitler, Tojo, Stalin, Khrushchev o Saddam Hussein, por nombrar sólo a algunos. Mi madre me contó que, durante la Iª Guerra Mundial, al Kaiser Guillermo de Alemania, se le llamó «la bestia del Apocalipsis». Nunca me ha parecido que el Libro de la Revelación merezca el estudio que sería necesario hacer para entender su significado y su contexto. Lo he leído unas cuantas veces pero nunca ha sido un gran apoyo para mí. Lo encuentro casi absurdo. Mi buena y admirada amiga y colega, Elaine Pagels, profesora del Departamento de Religión de la Universidad de Princeton, está escribiendo un estudio sobre el Libro de la Revelación ( 4 ). Lo leeré con gusto cuando se publique pero, personalmente, nunca he sentido el impulso de estudiar en profundidad este texto. Lo veo como una obra propia de la literatura del siglo I y poco más. 

Con todo, puedo añadir que mi fragmento favorito del Libro de la Revelación está en el capítulo 3, donde el autor, cuando escribe a los cristianos de la iglesia de Laodicea, los critica por no ser «ni calientes ni fríos» sino «tibios», y los juzga ser, por ello, «miserables, dignos de lástima, pobres, ciegos y desnudos». Como obispo, he conocido cómo son las comunidades «tibias», que no destacan por nada ni se apasionan por compromiso alguno. Estas iglesias morirán de aburrimiento mucho antes que de controversia. El amor de Dios requiere que nuestro amor rebase nuestros propios límites, se enfrente a nuestros prejuicios y nos lleve a trasformar nuestras vidas. Esto implica que la controversia, y no el aburrimiento, es parte de la vida cristiana. 

Empecé esta serie, sobre el origen y el significado de los libros de la Biblia, en el 2007. Completar la tarea me ha supuesto más de 70 columnas en tres años, intercaladas con las referencias a otros temas del día a día. Este trabajo me ha hecho volver a mi biblioteca y reencontrarme con cada uno de los libros de la Sagrada Escritura; incluso con aquellos que había dejado de lado, mucho tiempo atrás, por considerarlos irrelevantes. También ha hecho que se reavivase mi ya larga historia de amor por este libro de libros; historia que empezó el día de Navidad de 1943 en que mi madre me regaló mi primera Biblia de uso personal. Desde entonces, hasta el día de hoy, la he leído a diario, recorriéndola, de principio a fin, no menos de veinticinco veces. Alguno de sus libros los he leído tantas veces que he perdido la cuenta. A muchos les he dedicado más de un año, concentrando en ellos mi estudio. En este momento, estoy empezando el que es ya mi tercer año de estudio del Cuarto Evangelio. Por debajo de sus palabras textuales, percibo un sentido del carácter sagrado de toda vida, de que toda vida es amada y de que cada uno está llamado a ser todo lo que sea capaz de ser. Éstas son las cuestiones que espero que nuestro mundo nunca pierda de vista. Termino esta serie con las palabras que recogen lo que Jesús significa para mí. Son del Evangelio de Juan (10:10): «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». El amor, que rompe todas las barreras, es la fuerza de vida que encuentro en Jesús. Por eso, para mí, Él ha sido y sigue siendo el Cristo. 

jueves, 20 de diciembre de 2018

EL EPÍLOGO DEL EVANGELIO DE JUAN- John Shelby Spong




- John Shelby Spong 


Según la mayoría de los expertos, el último capítulo del Evangelio de Juan, conocido como su Epílogo, no perteneció al original. La lectura atenta del capítulo anterior, el 20, deja claro que el primer redactor de este evangelio decidió terminar ahí su historia. Escuchemos sus palabras de cierre: «Jesús hizo además muchas otras señales en presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro, pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre». Después de algo así, uno no espera nada más y, sin embargo, el texto continúa con el capítulo 21, que es claramente un añadido pues no encaja con nada del capítulo anterior: la escena cambia de Jerusalén a Galilea; los discípulos no parecen estar nada motivados después de las apariciones de Jesús en el capítulo 20; y, además, el tiempo transcurrido parece ser considerable pues está claro que ya han superado la etapa de duelo, que ya han regresado a su tierra y a su hogar, y que ya han retomado, en parte, su vida anterior pues han vuelto a pescar para ganarse la vida. Otra característica del capítulo 21 es que copia con bastante exactitud detalles de un relato de pesca recogido antes en Lucas (5:1-16). Sólo que, en la versión de Lucas, el milagro no lo realiza el Cristo resucitado sino Jesús cuando comienza su ministerio en Galilea. A pesar de estos problemas, siempre me ha atraído este Epílogo, que jugó un papel muy importante en mi comprensión del acontecimiento de la Resurrección. Voy a concluir mis columnas sobre el Evangelio de Juan contando cómo surgió esta conexión. 

Al comienzo de mi carrera como escritor, hice un estudio exhaustivo de todos los relatos de la resurrección en el Nuevo Testamento. El resultado fue un libro titulado Resurrección: Mito o realidad?, en el que traté de ordenar los elementos que parecían estar en el origen del enorme poder vinculado al momento de la Resurrección. Me planteé cuatro preguntas: quién estuvo en el centro de la experiencia; dónde estaban los discípulos cuando la experiencia de la resurrección; cuándo, en qué momento caló realmente en ellos el significado de la Resurrección; y cuál fue el contexto en el que se dio dicha experiencia? Entonces, empecé a explorar qué pistas del Nuevo Testamento podían dar lugar a nuevas conclusiones sobre esta experiencia central en nuestra historia de fe. Al trabajar no sólo con los textos específicos sobre la Resurrección sino también con cualquier otro que pudiera arrojar alguna luz sobre la experiencia de Pascua pues daba por sentado que todas y cada una de las palabras de Pablo y de los Evangelios eran de suyo post pascuales llegué a las siguientes conclusiones.

 Pedro es la figura crucial en el relato de la Resurrección. Fue el primero que «vio». Según Pablo, Jesús «se apareció primero a Cefas». En el evangelio de Marcos (el primero en escribirse), hay un ángel que dice: «id y decidles a los discípulos y a Pedro, etcétera». Lucas incluye la exclamación de los discípulos: «El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro». Juan presenta a Pedro como el primero que entra en el sepulcro y lo ve vacío, incluida la ropa funeraria cuidadosamente colocada donde, presumiblemente, habían estado las manos y los pies de Jesús. En Mateo y en los lugares paralelos de los otros evangelios, Pedro es quien hace la primera confesión en Cesárea de Filipo. Siempre se le menciona el primero cuando se habla de los discípulos. En el evangelio de Juan, Jesús dice a Pedro: «Cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos». Es como si Pedro tuviese que ser el primero en ver y tuviese que ser él el que hiciese capaces de ver a los otros. Creo que la primacía de Pedro, a lo largo de toda la tradición evangélica, se basa en el hecho de que él fue el primero cuyos ojos se abrieron para ver lo que significaban Jesús y su Resurrección. Entonces, busqué las pistas de la resurrección en todos los relatos de los evangelios que tuvieran que ver con Pedro. Desde el relato de Juan en el que Pedro, después de alimentar Jesús a la multitud, le dice: «Señor, a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna», hasta aquél en el que Jesús lava los pies de los discípulos y Pedro se resiste primero y luego se ofrece a Jesús para que lo lave entero. Al final, concluí que todas las historias de Pedro deben leerse como historias de resurrección ya que todas muestran a Pedro llegando a la fe. Así fue como llegué a mi primera conclusión: Pedro estuvo en el centro de la tradición de la Resurrección. 

En segundo lugar, encaré la cuestión del «dónde». En este punto, las afirmaciones del Nuevo Testamento se dividen entre las que dan la primacía a Galilea y las que se la dan a Jerusalén. Marcos hace que el mensajero de la Resurrección aconseje a los discípulos que vayan de vuelta a Galilea, con la promesa de que «allí lo veréis». Según Mateo, Cristo resucitado sólo se apareció a los discípulos en Galilea. Lucas, en cambio, afirma que las apariciones de Cristo resucitado tuvieron lugar sólo en Jerusalén y en sus alrededores; con lo que refuta abiertamente la tradición de Galilea. Juan, por su parte, apoya a Lucas e insiste en la primacía de Jerusalén. Pero, entonces, al final del Cuarto evangelio, viene el añadido del Epílogo, que torna a situar de lleno la resurrección en Galilea. Ahora bien, un análisis más profundo de estos textos enfrentados revela que la tradición de Galilea no sólo era anterior sino que era la más primitiva y original. Es de destacar que, en las visiones o apariciones de Jesús, las percepciones más físicas de su cuerpo, la presencia de su carne y el contacto con sus heridas se asocian a la tradición de Jerusalén, que es posterior y segunda. Por tanto, «Galilea» es la respuesta que este estudio me ofrecía a la cuestión de dónde estaban los discípulos cuando la experiencia de la Resurrección. Partiendo de esta conclusión, me fijé en otros relatos que, de algún modo, pudiesen evocar la Pascua: los discípulos que confunden a Jesús con un fantasma que viene a ellos saliendo de la oscuridad, Jesús caminando sobre las aguas, o el pasaje de la Transfiguración, que muestra a un Jesús luminoso Y me di cuenta de que todos estos pasajes estaban situados en Galilea. 

Llegué así a la cuestión del «cuándo» y afronté el tema de esos simbólicos «tres días» que nos son tan familiares. Un estudio del Nuevo Testamento revela que este símbolo es, en el mejor de los casos, ambiguo. Pablo y Marcos dicen «al tercer día». Mateo y Lucas cambian la expresión por «después de tres días», que suena similar pero que, sin duda, no dice lo mismo, pues «al» y «después de» no indican el mismo día final. Si hacemos una lectura literal de los evangelios, el tiempo transcurrido desde el entierro el Viernes Santo hasta el hallazgo de la tumba vacía en el amanecer del Domingo de Gloria, sólo son treinta y seis horas, es decir, un día y medio. Marcos, sin embargo, se limita a hacer decir al mensajero que verán a Jesús en Galilea. Pero debemos saber que el viaje hasta Galilea, desde Jerusalén, duraba entre siete y diez días, de modo que el «ver a Jesús» no pudo ser durante literalmente esos «tres días», ya sea que haya que interpretarlos como «al tercer día» o «después de tres días». En el relato de Lucas, además, las apariciones se prolongan durante cuarenta días y culminan con el primer relato de la Ascensión. Juan tiene relatos de apariciones tras la resurrección y éstos se producen en Jerusalén durante un período de ocho días. Pero después, en el Epílogo, las apariciones parecen suceder en un período de varios meses. Estos fueron los datos que me llevaron a la conclusión de que «tres días» no sólo es un símbolo sino que no pretendió nunca designar una medida de tiempo. Al entender esto, me abrí a la posibilidad de que el tiempo entre la Crucifixión y la experiencia de la Resurrección durase, como mínimo, varios meses. Así llegué a mi tercera conclusión: necesitaba flexibilizar y desliteralizar la simbólica indicación temporal de «tres días», dilatar de forma significativa el tiempo transcurrido entre la Crucifixión y la Resurrección. 

Por último, cuando buscaba el contexto en el que acaeció la Resurrección, encontré la frase clave en Lucas: «lo reconocimos al partir el pan». Esta pista me llevó a buscar rastros de la Resurrección en todos los relatos evangélicos en donde se da de comer. Examiné los relatos en que se alimenta a la multitud con un número limitado de panes y de peces; repasé los diversos relatos de la Última Cena e incluso miré en las parábolas de Jesús que se refieren a un gran banquete. Todos estos pasajes tenían elementos que los mostraban como comidas a través de las cuales se interpretaban momentos en los que Jesús resucitado se dio a conocer y se hizo presente. 

Así pues, mi estudio me llevó a las siguientes conclusiones. En primer lugar, fuese lo que fuese la Resurrección, Pedro ocupó en ella el lugar central; fue el primero en «ver» y, por tanto, fue él quien abrió los ojos de los demás para que también pudieran ver. En segundo lugar, Galilea fue el escenario original en el que emergió el significado de la Pascua; la tradición de Jerusalén era posterior y por eso los relatos de Jerusalén describían a un Jesús "sobrenatural" y entendían la resurrección como una "resucitación" física de Jesús. En tercer lugar, concluí que el momento de la Pascua fue un periodo de tiempo, más o menos largo, que abarcó varios meses tras la Crucifixión. Finalmente, llegué a la convicción de que la comida en común de la comunidad se pensó como una recreación litúrgica de lo que fue la experiencia original de la Resurrección; por tanto, la comida litúrgica debió de jugar un papel relevante en el comienzo. Teniendo presentes estas conclusiones, volví a los Evangelios en busca de un relato de la Resurrección que se basase en estas cuatro conclusiones. Y este relato sólo lo encontré en el Epílogo del Cuarto evangelio, que ahora me parece el más auténtico y tal vez incluso el más temprano de los relatos de la Resurrección del Nuevo Testamento. Se habla de Pedro, que lucha en su camino hacia una nueva comprensión. Se sitúa en Galilea. Está claro que sucede algún tiempo después de la Crucifixión. Y concluye sugiriendo que fue, una mañana temprano, en una comida en la playa, cuando la experiencia del Señor Viviente se abrió paso en Pedro primero y después en los doce. 

Así fue como el Epílogo de Juan se volvió mucho más significativo para mí. El estudio que vino luego me abrió a la posibilidad de que este relato procediese de una tradición anterior, que flotaba libremente durante el periodo de la transmisión oral y que encontró dos lugares de asiento muy diferentes: primero uno en Lucas y luego otro en el Epílogo de Juan. Mi sospecha es que alguien, quizás un miembro de la escuela joánica, reconoció su autenticidad y decidió añadirlo al Cuarto Evangelio. Esta decisión preservó, según creo, la memoria más temprana y más auténtica del nacimiento de la Pascua. Fiel al principio joánico, este relato deja claro que esta experiencia no puede entenderse literalmente pues no está ligada al tiempo ni al espacio. Cabe afirmar que, con este relato, el Cuarto Evangelio llega a su segunda conclusión. Por eso Juan dice que «conocer a Jesús es la vida eterna». 

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO Y LA IDENTIDAD DEL «DISCÍPULO AMADO»- John Shelby Spong



 John Shelby Spong

Comenzamos nuestro breve estudio sobre Juan afirmando que el autor de este Evangelio había escrito un relato de Jesús de Nazaret marcadamente interpretativo y simbólico. Su relato lo compuso unos 65 o 70 años después de los hechos que cuenta y que marcaron el final de la vida terrena de Jesús. El autor sugiere a sus lectores, una y otra vez, que sus palabras no deben interpretarse literalmente. De hecho, se burla de las tendencias literalizantes con las que se topa en la comunidad religiosa de su tiempo. Para afrontar este tema todavía con más claridad, voy a fijarme en dos relatos que sólo encontramos en Juan y que ningún otro texto de la tradición ni siquiera menciona. El primero es el de la resurrección de Lázaro y el segundo es la serie de pasajes que introducen en la tradición cristiana común la extraña y enigmática figura del «discípulo amado» o del «discípulo a quien Jesús amaba». El modo en que estas dos figuras, en apariencia independientes, resultan estar conectadas es interesante y significativo. 

Para empezar, señalemos el importante lugar que el autor del Cuarto Evangelio adjudica a la resurrección de Lázaro dentro del conjunto de su obra pues ella es el catalizador que acelera el camino a la crucifixión y el autor viene a comparar ambos episodios, el de la resurrección de Lázaro y el de la resurrección de Jesús, es decir, el punto álgido de todo su Evangelio. 

Comencemos nuestro sondeo planteando una pregunta: es posible que el autor del Cuarto Evangelio diese pie a que sus lectores pensasen en la posibilidad de que hubiese algo histórico en su narración de la resurrección de Lázaro? La respuesta es simple: ni por asomo. Consideremos los hechos. Primero, María y Marta, es decir, dos hermanas de Betania, que forman parte de la memoria cristiana desde hace ya tiempo, que incluso han protagonizado un pasaje del Evangelio de Lucas pero que, sin embargo, en ningún lugar de la tradición se recuerda que tuviesen un hermano llamado Lázaro. La razón es que Juan crea a Lázaro en función de sus intenciones narrativas. Segundo, para Juan la resurrección de Lázaro es un suceso bastante público; mucha gente, incluidos amigos y enemigos de Jesús, acude a llorar la muerte de Lázaro. No es un milagro privado cuyos detalles sólo con el tiempo se van difundiendo y ampliando. Los testigos presenciales son muchos, y los prolegómenos del relato lo disponen todo de forma que el suceso cause gran asombro. Jesús, por ejemplo, según se nos dice, pospone su viaje a Betania hasta que le llega la noticia de que Lázaro ha muerto. Cuando llega, el entierro ya se ha terminado pues ya era el cuarto día después de la muerte. Marta y María expresan su disgusto y reprenden a Jesús por no haber venido antes, cuando, según sugieren, quizás hubiera podido usar de sus poderes y salvar a Lázaro y devolverle la salud. Sin embargo, no hay ni rastro, en ningún sitio de la tradición anterior, de alguien que hubiera oído hablar de este episodio. Por consiguiente, debemos asumir lo que esto significa. Estamos ante un suceso presenciado por una multitud, en el que un hombre, que lleva cuatro días muerto, ya ha sido enterrado en una cueva cuya entrada tapa una gran losa. Jesús, el predicador itinerante, a su llegada, procede a revertir esta muerte a pesar de que el cadáver ya está en proceso de descomposición. Para obrar el milagro, el maestro hace caso omiso de la objeción de las hermanas del difunto (pues Marta le dice que el cadáver «ya apestaba», según la versión de la Biblia del Rey Jacobo) y ordena retirar la piedra y a Lázaro le llama  para que salga fuera. Entonces, la multitud contempla asombrada cómo el cadáver de Lázaro avanza tambaleándose y sale del sepulcro, cubierto todavía con las vendas funerarias que le sujetaban las manos y los pies, y que estaban generosamente ungidas con mirra. Jesús, por ultimo, ordena: «desatadle y dejadle partir». De haber sido todo esto histórico, cabe pensar que el suceso permaneciese ignorado hasta el punto de que no haya ni rastro de él antes de que Juan decidiese relatarlo, tres generaciones más tarde? No, la resurrección de Lázaro no fue un suceso histórico. Pero, entonces, cómo debemos leer este relato y cuál fue su origen?

 En el Nuevo Testamento, sólo se llama Lázaro al personaje de una parábola que sólo aparece en Lucas, «la parábola de Lázaro y del rico Epulón». Esta parábola trata sobre el juicio. Lázaro, un mendigo que está a la puerta de la casa del hombre rico, muere y también muere el hombre rico, que, al parecer, nunca «vio» al mendigo. Lázaro entra en «el seno de Abraham» mientras que el hombre rico va a parar a la tortura de los condenados. En medio de su tormento, Epulón ruega a Abraham que envíe a Lázaro con agua para calmar su sed y Abraham le responde que la distancia que hay entre él y Lázaro es insalvable. Entonces, Epulón le ruega a Abraham que, al menos, envíe a Lázaro a sus hermanos, para advertirles de que deben enmendar sus vidas y evitar así acabar también en aquel lugar de tormento. Pero Abraham le replica: «tienen a Moisés y a los profetas; si no los escuchan, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite». Juan toma esta parábola de Lucas, la convierte en una narración y demuestra su verdad en la vida de Jesús: la resurrección de Lázaro no hace surgir la fe en quienes lo presencian ni los lleva al cambio de su comportamiento. En realidad, sólo sirve para tornar en inevitable la crucifixión de Jesús. El personaje de Lázaro es una creación literaria del autor del Cuarto Evangelio, basada en la parábola de Lucas, que Juan usa como un signo destinado a aquellos que ven a Dios en Jesús, que responden a esta experiencia y que, a partir de su experiencia religiosa pasada, pasan a la conciencia nueva que Jesús les hace accesible. 

Si seguimos y nos fijamos en el «discípulo amado», observamos varios elementos cruciales en esta misma narración de Lázaro. En primer lugar, Lázaro es el único del que el autor del Cuarto Evangelio dice que Jesús lo amaba. En efecto, el aviso que Marta y María envían a Jesús, notificándole la enfermedad de su hermano y urgiéndole a que acuda pronto, es: «Señor, aquel a quien amas está enfermo». A continuación el texto añade: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Más tarde, el autor describe a Jesús llorando cuando camina hacia la tumba, por lo que la gente dice: «Mirad cómo lo amaba». Si Jesús tuvo un único «discípulo amado», es interesante que el Evangelio de Juan nunca sugiera que pudiese tratarse de otro distinto de Lázaro. En segundo lugar, también es cierto que, en el relato joánico, no aparece la denominación «uno de sus discípulos, aquél al que Jesús amaba» antes del episodio de la resurrección de Lázaro. Sólo entonces se incluye al «discípulo amado» entre los presentes en la Última Cena, «recostado sobre el pecho de Jesús». Él es el único al que Pedro pide que le pregunte a Jesús acerca de quién era el traidor. Después, Juan sitúa al «discípulo amado» al pie de la cruz, donde Jesús, ya agonizante, le encomienda que cuide de su madre. Podría ser la madre de Jesús un símbolo del judaísmo, «madre» del cristianismo, y podría ser el discípulo amado un símbolo de quien comprende tan a fondo lo que significa Jesús que puede trasladar su mensaje a un nuevo contexto en el del mundo gentil, sin perder su judaísmo «materno» en el proceso? Rudolf Bultmann, probablemente el mayor experto en materia de Nuevo Testamento del siglo XX, parece pensar así y ha apuntado esta posibilidad en su monumental comentario, titulado, sencillamente, El Evangelio de Juan. 

La siguiente ocasión en la que este evangelio menciona al «discípulo a quien Jesús amaba» es el relato de la Pascua. Él es quien acompaña a Pedro a la tumba que María Magdalena les ha informado que está vacía. María Magdalena sospechaba que alguien había asaltado la tumba y había robado el cuerpo de Jesús, lo que representaría una última afrenta a su memoria. Pedro y «el discípulo amado» corren juntos. Pedro, el mayor, que está enraizado en la tradición del judaísmo, corre más lento. El discípulo amado es más joven y es, por tanto, quien llevará el mensaje de Jesús a su futura universalidad; es quien corre más rápido y llega antes a la tumba. Pero no entra, se detiene a la entrada. El judaísmo debe ser el que da el primer paso hacia el interior de este nuevo lugar, antes de que el movimiento cristiano pueda hacer lo mismo. La nueva tradición debe edificarse sobre la antigua. Sólo puede nacer de ella. La religión siempre evoluciona trascendiendo los límites del pasado y dando a luz una conciencia nueva. Pedro, que llega tarde y presumiblemente sin aliento, entra en el sepulcro primero. Ve los signos: las vendas bien colocadas, exactamente en los lugares que corresponderían a la cabeza, las manos y los pies del Señor, ya muerto. Esta resurrección no era como la de Lázaro, cuya «resucitación» lo devolvió a la vida en este mundo, sujeto aún por su mortaja. Esta resurrección es una experiencia transformadora en la que se trasciende la muerte, se traspasan los límites y se alcanza una nueva vida. Luego, detrás de Pedro, entra en el sepulcro «el discípulo a quien Jesús amaba». Como Pedro, también ve. Pero él, además, da el paso crucial: lo que ve le hace creer! Ambos regresan a casa y el evangelio de Juan dice que aquella noche Jesús se les apareció, a ellos dos y a los demás discípulos. Juan describe a Jesús resucitado de forma muy física pero, al mismo tiempo, se nos dice que entró en la casa a pesar de que las puertas estaban cerradas y las ventanas atrancadas. Una vez dentro, Jesús comunica a los discípulos el aliento vivificante de Dios. Es el mismo aliento que había dado la existencia a Adán en la primera creación. Ésta de ahora es la nueva creación, y es el «discípulo amado» el que, por primera vez, entra en ella. Está claro que el «discípulo amado» es un símbolo y no una persona. Representa las vidas en las que el significado de Jesús desborda los límites de la mentalidad religiosa de antaño, por la que la gente ha intentado siempre controlar la maravilla del ser que Jesús vino a traer. 

En el Epílogo del Evangelio de Juan, todavía se menciona otra vez al «discípulo amado». Es la última. Cuando este capítulo se escribió y se añadió al Evangelio, ya existía la tendencia literalizante, de modo que el símbolo del «discípulo amado» se identificó con uno de los doce, uno en particular que, evidentemente, ya había muerto. Según parece, se había extendido la idea de que el «discípulo amado» iba a vivir hasta la segunda venida de Jesús. Así que hubo que explicar su muerte, y esto es lo que, entre otras cosas, el Epílogo pretende hacer. La idea es que Jesús viene de nuevo cada vez que una persona entra en la nueva vida, en la nueva conciencia que Jesús vino a traer. Lázaro y el «discípulo amado» son uno y el mismo, son símbolo de los resucitados a la nueva vida, de aquellos que, en Cristo, son capaces de dar un paso más allá del pensamiento religioso tradicional y entrar en una conciencia nueva. 

lunes, 17 de diciembre de 2018

EL EVANGELIO DE JUAN- John Shelby Spong



 John Shelby Spong

Si tuviera que proponer a mis lectores una clave para desbloquear el Cuarto Evangelio y dejar fluir lo mejor de él, esta clave sería que hay que leer el Evangelio de Juan teniendo siempre muy en cuenta que su autor no escribió ni un relato histórico ni una biografía. De suyo, el propio autor ridiculiza a quien interpreta literalmente su mensaje, o entiende mal su uso de los símbolos o intenta tomar al pie de la letra las palabras que él atribuye a Jesús. Puede alguien imaginar, siquiera por un momento, a un profeta itinerante como Juan Bautista, decir textualmente, la primera vez que se encuentra con Jesús: «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», y después proclamar que ese hombre es un ser divino preexistente? Sin embargo, esto es lo que hace Juan Bautista en el primer capítulo del Cuarto Evangelio. Este pasaje fija el patrón que el autor quiere seguir en todo el Evangelio. Qué significa llamar a Jesús «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»? Qué significa reclamar para él una condición pre-existente? Qué experiencia está tratando de comunicarnos el autor? Tal es la cuestión a la que el lector se enfrenta ya en el capítulo inicial del libro. Y esto es sólo el comienzo.

 En el segundo capítulo volvemos a encontrar unas palabras enigmáticas. Se nos dice que, en un banquete de boda, Jesús convierte el agua en vino para que la celebración pueda continuar. Puede alguien imaginar unas circunstancias en las que este relato pueda ser verídico tal cual? Alquimistas medievales intentaron, durante siglos, convertir el hierro o el plomo en oro y no lo consiguieron. A la vista del precio de un buen vino hoy, quizá les hubiera ido mejor si hubiesen seguido el ejemplo de Jesús y hubiesen tratado de convertir el agua en vino. Seguro que Juan no pensó que esto era un relato real, ni pretendió sugerir que la calidad del caldo fermentado por Jesús era tan superior a la del servido antes que Jesús, con ello, invirtió la costumbre de la época, que era servir primero el vino de más calidad y luego, cuando los invitados estaban ya bebidos, sacar el «vino de garrafa». Por eso, lo único que debemos preguntarnos es: qué trató de comunicarnos Juan cuando inició su segundo capítulo con este relato y lo consideró «el primer signo» del ministerio público de Jesús, que así «comenzó a manifestar su gloria»? El propio autor nos da otra pista de que su escrito no debe tomarse al pie de la letra cuando comienza este relato con la expresión «al tercer día», que debía de estar cargada de significado para los creyentes a los que se dirigía.

 En el episodio siguiente, Jesús está en Jerusalén y expulsa del Templo a los cambistas. En los otros evangelios, este relato de la purificación del Templo es un acto final provocativo que lleva directamente a la crucifixión. Juan, en cambio, lo sitúa al comienzo del ministerio público. Y una vez más, las palabras de Jesús son muy significativas. Un judío las relacionaría enseguida con el libro de los Salmos, uno de cuyos versos (69:9) dice que al Mesías, le domina un gran celo, un celo devorador por la casa de Yahvé; y también sabría que Juan en este episodio no cuenta algo que pasó realmente sino que hace un anuncio mesiánico con él. Los lectores de Juan debían de estar familiarizados con el relato del libro de Zacarías que dice que, cuando llegue «el día del Señor», «cesará de haber comerciantes en la casa del Señor de los Ejércitos» (14:21); referencia que sólo es la primera entre otras muchas que Juan tomará del libro de Zacarías; un libro que influyó en el relato de la vida de Jesús mucho más de lo que la mayoría se imagina. 

Juan, en el capítulo tercero, presenta a Jesús diciendo a alguien llamado Nicodemo: «a no ser que nazcas de nuevo, no podrás ver el Reino de Dios». Nicodemo queda desconcertado pues toma estas palabras al pie de la letra, y se pregunta cómo puede ser que un hombre nazca de nuevo cuando ya es viejo: «Puedo volver acaso al vientre de mi madre y nacer por segunda vez?» Literalmente entendida, la frase de Jesús no tiene sentido. Pero Juan no escribe un relato cuyo sentido sea literal.

 En el capítulo cuarto, Juan sitúa a Jesús junto al pozo de Jacob, conversando sobre el agua con una mujer samaritana. Jesús pregunta a la mujer si le da de beber agua del pozo y, cuando ella vacila y mantiene las distancias, propias entre judíos y samaritanos, Jesús le dice: «Si supieras quién es el que te está pidiendo de beber, tú misma le hubieras pedido a él que te diera a ti de beber, y él te hubiera dado a beber agua viva». La mujer responde con la perplejidad normal debida a una comprensión textual de lo escuchado: «Pero si ni siquiera tienes un cubo!» Y entonces, el Jesús de Juan dice: «Quien beba del agua que yo le daré nunca volverá a tener sed». Pero la mujer, aún cautiva por la literalidad, responde: «Estupendo. Dame de ese agua y así nunca más tendré que volver al pozo, lo cual hará más fácil mi vida!» 

Como si todo esto aún no fuera bastante para advertir que todo el libro no debe leerse al pie de la letra, Juan insiste y cuenta entonces el regreso de los discípulos, quienes interrumpen la conversación de Jesús con la mujer. Urgen al maestro para comer y Jesús les responde: «Mi alimento, vosotros no lo conocéis»; y los discípulos, cegados por el literalismo, se preguntan entre sí, al haber escuchado las palabras de Jesús: «Acaso alguien le ha traído comida?». Sigue pues adelante en Juan el tema del anti-literalismo. 

Jesús, en el capítulo sexto, transmite su mensaje mediante un lenguaje eucarístico, pero, de nuevo, la gente entiende sus palabras literalmente. Jesús dice: «el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí», y los discípulos, con su mentalidad literal, sienten rechazo ante una propuesta como de canibalismo, y por eso se echan atrás y el seguimiento les empieza a fallar. Una y otra vez, el autor del Cuarto Evangelio comunica la misma verdad: su libro es una interpretación y no un relato literal; un libro simbólico y no una crónica histórica o un escrito biográfico. Nadie puede leer el Cuarto Evangelio desde una perspectiva literal sin perder lo esencial de su mensaje. Sin embargo, este libro se ha leído así, literalmente, a lo largo de la historia del cristianismo; y esta lectura incorrecta ha servido de apoyo a la causa de la ortodoxia, los credos obligatorios y unas doctrinas eclesiásticas racionalmente incomprensibles si se comprenden realistamente, como suele hacerse con la Encarnación o la Trinidad. 

Otra cosa que sólo encontramos continuamente en Juan es que Jesús se designa a sí mismo en él con el nombre que, según el libro del Éxodo, Dios reveló como suyo propio a Moisés en la zarza ardiente. Diles dijo Dios a Moisés- que «Yo soy» te envía. Por eso Juan hace decir a Jesús: «Antes que Abraham fuese, Yo soy». Y, «cuando veáis al Hijo del Hombre levantado, entonces sabréis que Yo soy». Esta última frase no se completa con un «él» («yo soy él»), aunque los traductores lo añadan a veces porque no entienden lo que el autor trata de decir. Cuando el arresto de Jesús en plena noche, al otro lado del torrente Cedrón, Juan cuenta que Jesús se acerca al grupo de soldados y a la guardia del Templo guiada por Judas, y les pregunta: «A quién buscáis?». Y, cuando ellos responden: «A Jesús de Nazaret», entonces Jesús les dice: «Yo soy», y una vez más, algunos traductores añaden: «Yo soy él» porque no entienden. No obstante, el contexto hace inútil el arreglo porque Juan continúa: «Cuando él dijo "Yo soy", ellos retrocedieron y cayeron a tierra». Comportamiento bien extraño, por cierto, en una guardia armada que se enfrenta con alguien desarmado y de carácter más bien político, si este hombre les hubiera dicho, simplemente, algo tan trivial como: «Yo soy él». Pero, si lo que indica Juan es que Jesús pronuncia el nombre de Dios y se lo auto-atribuye cuando van a detenerlo, entonces, la cosa cambia. 

«Yo soy» es un concepto clave en el Cuarto Evangelio, que lo repite una y otra vez. Sólo el Evangelio de Juan pone en boca de Jesús cosas como: «yo soy el pan de vida»; «yo soy la puerta»; «yo soy el camino, la verdad y la vida»; «yo soy la vid»; «yo soy el buen pastor» y «yo soy la resurrección». Con esta reivindicación de «yo soy», Jesús afirma incluso ser el único camino hacia Dios («nadie viene al Padre sino por mí») y esto es algo que se ha empleado, en el cristianismo, para justificar las peores formas de imperialismo religioso, así como los proselitismos más desconsiderados.

Si uno quiere entender el Evangelio de Juan, lo único que no debe hacer es leerlo e interpretarlo literalmente. La interpretación de la vida de Jesús que hace este Evangelio es muy profunda, incluso mística, y está escrita por alguien muy arraigado en el judaísmo palestino. Sus palabras están pensadas para llevar a los lectores más allá de la letra, hacia una relación vivificante con Dios. La historia enseña que, en cambio, el empeño de los cristianos en interpretar literalmente este evangelio nos ha costado muy caro. En el Concilio de Nicea, la comprensión literal del Evangelio de Juan sirvió para justificar la ortodoxia de Atanasio, cuya doctrina envolvió el mensaje cristiano en un sistema jerárquico y autoritario, y lo convirtió en una ideología opresiva e insensible todo menos algo vivificante. Sin embargo, cuando nos libramos del literalismo, el Evangelio de Juan enriquece nuestra vida, abre nuestras mentes y nos conduce a una nueva forma de relación con aquel que, en sus afirmaciones más profundas, se muestra a sí mismo como camino hacia una nueva experiencia de aquel que es santo, transcendente y totalmente otro. La llamada que formula el Jesús de Juan no nos compromete con un ser sobrenatural, creado a nuestra imagen, que de algún modo vive más arriba del cielo y que se limita a hacerse pasar por humano en la persona de Jesús. Por supuesto, esto que digo tiene algo de caricatura, pero sólo un poco. El Evangelio de Juan es una obra en la que hay que adentrarse, un aire en el que hay que llegar a respirar, un camino hacia una vida que hay que vivir. No se escribió para que pudiésemos jugar el juego más viejo y más belicoso de la religión: «Mi Dios es mejor que tu Dios y yo controlo la puerta de acceso a la fe verdadera porque nadie puede ir a Dios si no es a través de mi sistema de creencias». 

Hubo un tiempo en el que sentí rechazo hacia el Cuarto Evangelio por eso: porque me relacionaba con él como si fuera un documento que había que interpretar literalmente y ello era contrario a mi inteligencia, que rechazaba las consecuencias que se desprendían de dicha literalidad. Cuando me liberé de aquella forma de pensar, encontré en este evangelio una comprensión, no sólo de Dios y de Jesús, sino de la vida misma, que me pareció verdadera. Espero poder expresar este pensamiento con más detalle algún día. Por ahora, debo contentarme con esbozar una visión renovada de este evangelio, suficiente para que todos lo puedan apreciar. 

Reseña para "LA FLOR INVERTIDA" - Puntuación: 🌟🌟🌟🌟🌟 5/5

Opinión: Las letras del autor las conocí por su libro "Equipaje Ancestral" que tuve la suerte de ganarlo en un sorteo que realizo,...