viernes, 21 de diciembre de 2018

LAS CARTAS JOÁNICAS Y EL LIBRO DE LA REVELACIÓN O APOCALIPSIS -John Shelby Spong


John Shelby Spong 


Esta semana llegamos al final de nuestro recorrido de tres años a través de los 66 libros de la Biblia ( 3 ). Lo haremos hablando del resto de la literatura joánica: las tres Cartas y el Libro de la Revelación o Apocalipsis, que también se le atribuyen. Como ya tratamos con detalle del evangelio y me referí brevemente a estas obras en la introducción a él, no les dedicaré mucho tiempo ahora. Este material joánico no es cronológicamente lo último del Nuevo Testamento aunque lo tratemos al final. Lo último es la Segunda Carta de Pedro que, como ya dijimos, es bastante claro que se escribió a mediados del siglo II. El «corpus joánico» es de finales del siglo I (años 95-100) y ello hace que el Evangelio de Juan sea el último. Además, todo el material joánico siempre se percibió en contraste con los Sinópticos. De ahí la sensación de que el Nuevo Testamento no llegó a estar completo hasta que se le añadieron los escritos de Juan. Por eso he decidido ocuparme de ellos al final.

 A lo largo de la historia del cristianismo, el Evangelio de Juan tendió a dominar la vida de la iglesia. Fue, antes que ningún otro libro, la autoridad a la que se apeló en el desarrollo de los credos y del dogma. Fue la única fuente que citó Atanasio en el Concilio de Nicea, en el año 325, cuando se enfrentó a Arrio, quien, por el contrario, apoyó su argumentación en citas de todos los evangelios. Cuando el Concilio respaldó a Atanasio y rechazó a Arrio, quedó clara la autoridad de Juan, que iba a modelar en adelante el desarrollo del cristianismo. Nada menos que Isaac Newton, en el siglo XVII, fue quien dijo que, en su opinión, la decisión de Nicea, en contra de Arrio, fue «el mayor error» de la historia del cristianismo. Puede que hoy estemos en un proceso de reequilibrio, después de la tradicional preponderancia de Juan, gracias a lo que ha sido fermentado en la teología contemporánea y gracias a los resultados de los estudios críticos de la Biblia. 

Si nos centramos en las tres Cartas que llevan el nombre de Juan, sólo la primera parece ser relevante tanto en extensión como en contenido. En extensión, tiene cinco capítulos, mientras que la segunda y tercera tienen sólo uno. En cuanto al contenido, es un vigoroso tratado que, de modo muy sintomático, se basa en el Evangelio e intenta extraer sus implicaciones éticas. Su similitud con el Cuarto evangelio, tanto en vocabulario como en estilo, ha llevado a muchos a la conclusión de que ambos trabajos son del mismo autor. No puede decirse lo mismo de las otras dos Cartas. Ambas dicen tener como autor alguien que se identifica a sí mismo como «el Anciano» y reflejan una época en la que ya había una verdad definida que dichas Cartas pretenden defender y transmitir. Tal es la tendencia casi fatal de las personas religiosas: creer que, de algún modo, poseen una verdad definitiva. Creo que es justo decir que si las Cartas segunda y tercera de Juan no se hubieran incluido en el canon del Nuevo Testamento, la pérdida no habría sido muy relevante. Es notable que no haya ningún fragmento de ellas en los leccionarios litúrgicos; 3 N. del T. Spong alude a que esta serie sobre los orígenes del NT es continuación de una serie completa que comenzó con los orígenes del AT. En castellano, para empezar, hemos preferido traducir directamente la serie del NT. Nótese, además, que el canon de la Biblia y la ordenación de los libros que la componen no es igual en las diversas iglesias y que, según esto, el cómputo de libros que la componen puede variar. 
 lo cual dice mucho de la percepción que históricamente se ha tenido de ambas.

 No ocurre lo mismo con la primera Carta de Juan, cuya historia ha sido muy fecunda. Se lee y se cita con frecuencia, y es el tema de muchos sermones. Es el principal texto del Nuevo Testamento que define específicamente a Dios como «Amor». Su autor afirma que sólo de alguien que ama puede decirse verdaderamente que «ha nacido de Dios»; uno no puede conocer a Dios si no conoce el amor; la presencia del amor es la manifestación fundamental de Dios. Si nos amamos, es sólo con el amor que Dios nos ha dado y que procede de su propio ser. Y concluye: sólo podemos permanecer en Dios si permanecemos en el amor. No existe el temor en este amor porque «el amor perfecto expulsa al temor». Y, para dejarlo bien claro, la Carta añade que si alguien dice «amo a Dios pero aborrezco a mi hermano» significa que es un mentiroso, pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. El mandato final de esta Carta a sus destinatarios es: «aquél que ama a Dios, también debe amar a su hermano o hermana». La Iglesia ha desobedecido este mandato a lo largo de los siglos, pero el mensaje es tan potente que, para poder ignorarlo, ha tenido que juzgar infrahumanos a aquellos que se convertían en objeto de desprecio y de odio. Así, el antisemitismo secular tuvo que ir acompañado de la idea de que los judíos estaban fuera de los límites de lo humano. En este sentido, pueden leerse los escritos de algunas figuras de la historia del Cristianismo, como Ireneo, Policarpo, Juan Crisóstomo e incluso Lutero. Sus textos describen a los judíos como «gusanos» y como «no aptos para la vida». 

A lo largo de la historia, la Iglesia también trató igual a las mujeres, a los negros y a los homosexuales, de forma que los situó por debajo del umbral de la condición humana. Los dejó fuera del alcance del amor de Dios que, sin embargo, es para todos. A las mujeres, se les negó el acceso a la educación superior a lo largo de los 1900 años de historia cristiana; se les negó el derecho al voto hasta el siglo XX y, todavía en el siglo XXI, en la mayoría de las iglesias, se les niega la posibilidad de ordenarse y ser sacerdotes, pastores u obispos. Las dos mayores instituciones cristianas del mundo, la Iglesia Católico-romana y la Iglesia Ortodoxa, aún prohíben la ordenación de la mujer basándose en la idea de que, de alguna forma, la mujer es físicamente defectuosa (es decir, no totalmente humana) y, por tanto, no puede dirigirse a la gente como representante de Dios. 

A los negros, se les definió como infrahumanos y así se les pudo esclavizar, segregar y privar de la igualdad de derechos, por parte de quienes, en su mayoría, eran cristianos. Sólo en 1954, con el fallo del caso «Brown contra la Junta de Educación», terminó el apoyo a la segregación en Estados Unidos. También a las personas gais, lesbianas, transexuales y bisexuales se les ha considerado depravados e infrahumanos, de modo que se les ha negado la condición de iguales. Durante siglos, se les ha rechazado, oprimido e incluso asesinado por parte de personas que se decían cristianas. La lucha que se ha emprendido en los Estados Unidos a favor de la plena igualdad para las personas y las parejas homosexuales ha encontrado una contundente reacción en contra, procedente de diversos sectores de la Iglesia, especialmente de la rama Católico-romana y de la rama Protestante evangélica. 

Pues bien, la Carta primera de Juan ha sido el texto bíblico más importante en la lucha contra este tipo de segregación y de tiranía religiosa. Por eso me alegro de que este pequeño libro esté dentro del canon del Nuevo Testamento. A través de las palabras de Juan en él, escucho la palabra de Dios y su mandato de amarnos unos a otros como Él nos ama. 

La Biblia termina con el libro de la Revelación o Apocalipsis. Es una muestra de la literatura «del fin del mundo» (apocalíptica). Cabe suponer que el tema impresionó a los líderes de la Iglesia primitiva, que aún creían que el fin del mundo estaba próximo. Esto les hizo pensar que éste era el libro adecuado para cerrar el Nuevo Testamento. Todos los que gustan de anunciar el «día del juicio» consideran el Libro de la Revelación como un regalo del cielo pese a que todos ellos, por cierto, se han equivocado al cien por cien en sus predicciones. También es el libro favorito de los que creen que todo lo que ocurre en la historia moderna es el cumplimiento de las profecías que contiene y ello puede considerarse como la demostración de su vigencia. Toda mi vida he oído identificar, a la bestia del capítulo 13 del Apocalipsis con figuras como Hitler, Tojo, Stalin, Khrushchev o Saddam Hussein, por nombrar sólo a algunos. Mi madre me contó que, durante la Iª Guerra Mundial, al Kaiser Guillermo de Alemania, se le llamó «la bestia del Apocalipsis». Nunca me ha parecido que el Libro de la Revelación merezca el estudio que sería necesario hacer para entender su significado y su contexto. Lo he leído unas cuantas veces pero nunca ha sido un gran apoyo para mí. Lo encuentro casi absurdo. Mi buena y admirada amiga y colega, Elaine Pagels, profesora del Departamento de Religión de la Universidad de Princeton, está escribiendo un estudio sobre el Libro de la Revelación ( 4 ). Lo leeré con gusto cuando se publique pero, personalmente, nunca he sentido el impulso de estudiar en profundidad este texto. Lo veo como una obra propia de la literatura del siglo I y poco más. 

Con todo, puedo añadir que mi fragmento favorito del Libro de la Revelación está en el capítulo 3, donde el autor, cuando escribe a los cristianos de la iglesia de Laodicea, los critica por no ser «ni calientes ni fríos» sino «tibios», y los juzga ser, por ello, «miserables, dignos de lástima, pobres, ciegos y desnudos». Como obispo, he conocido cómo son las comunidades «tibias», que no destacan por nada ni se apasionan por compromiso alguno. Estas iglesias morirán de aburrimiento mucho antes que de controversia. El amor de Dios requiere que nuestro amor rebase nuestros propios límites, se enfrente a nuestros prejuicios y nos lleve a trasformar nuestras vidas. Esto implica que la controversia, y no el aburrimiento, es parte de la vida cristiana. 

Empecé esta serie, sobre el origen y el significado de los libros de la Biblia, en el 2007. Completar la tarea me ha supuesto más de 70 columnas en tres años, intercaladas con las referencias a otros temas del día a día. Este trabajo me ha hecho volver a mi biblioteca y reencontrarme con cada uno de los libros de la Sagrada Escritura; incluso con aquellos que había dejado de lado, mucho tiempo atrás, por considerarlos irrelevantes. También ha hecho que se reavivase mi ya larga historia de amor por este libro de libros; historia que empezó el día de Navidad de 1943 en que mi madre me regaló mi primera Biblia de uso personal. Desde entonces, hasta el día de hoy, la he leído a diario, recorriéndola, de principio a fin, no menos de veinticinco veces. Alguno de sus libros los he leído tantas veces que he perdido la cuenta. A muchos les he dedicado más de un año, concentrando en ellos mi estudio. En este momento, estoy empezando el que es ya mi tercer año de estudio del Cuarto Evangelio. Por debajo de sus palabras textuales, percibo un sentido del carácter sagrado de toda vida, de que toda vida es amada y de que cada uno está llamado a ser todo lo que sea capaz de ser. Éstas son las cuestiones que espero que nuestro mundo nunca pierda de vista. Termino esta serie con las palabras que recogen lo que Jesús significa para mí. Son del Evangelio de Juan (10:10): «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». El amor, que rompe todas las barreras, es la fuerza de vida que encuentro en Jesús. Por eso, para mí, Él ha sido y sigue siendo el Cristo. 

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