miércoles, 24 de octubre de 2018

La Virgen María de Guadalupe y la Diosa Madre Tonantzin-MEXICO-


Oportuna si las hay, portadora de una fuerza vivificante sobre la que se levantaría el único símbolo indiscutible de la patria, la Virgen de Guadalupe es también una de las respuestas religiosas más inteligentes de la evangelización colonial. Su presencia en el Valle del Tepayac, zona sagrada de la región de Anáhuac, mitiga el baño de sangre que derramaron los conquistadores españoles durante años de saqueo y cruel sujeción en nombre de la grandeza imperial de la península; después, al instaurarse como creencia legítima de un pueblo que en su rostro moreno reconoce la cara de su espiritualidad, su culto emprende por sí mismo el camino en ascenso de una devoción colmada de misterio que no solamente se desprende de su tronco católico al fortalecerse por el prodigio que representa, sino que súbitamente supedita a su divinidad la expresión complementaria de un cristianismo que a la fecha ha persistido por la intensidad secular de la fe, no por su doctrina ni por la obra institucional de los prelados.
No es casual, en este sentido, que el fervor popular por la Guadalupana coincida en sus mayores ascensos con las expresiones fechadas de independencia o de unidad nacional. Con ser enigmáticos, lo que confirma su vitalidad milagrosa, los orígenes de la hermosa y sencilla tradición que eleva a Nuestra Señora de Guadalupe a signo protector de identidad no coinciden con el desarrollo histórico de su figura frente a la injusticia que, paradójicamente, aumenta a medida que se enriquece el culto de una feligresía que durante 500 años sólo ha padecido, en lo fundamental de su vida, el dolor que hoy, como ayer, alimenta sus rogativas. 
A sus pies se han sollozado carencias de siglos y penas embebidas en lágrimas que no parecen tener fin. Quieta, como su gesto enternecido, en su mirada cabe la tristeza que de noche y de día asciende desde lo más profundo del corazón hasta su figura casi descolorida y siempre pendiente allá, enmarcada en plata y oro, en la altura inalcanzable de un santuario que, construido a modo de corredor adverso, no incita al recogimiento ni ofrece el ámbito de religiosidad de su basílica primitiva, pero que sin embargo vence, por el poder de la fe, el peso nefasto de su arquitectura. Y eso también acentúa su prodigio porque, a pesar de que el ámbito que la envuelve se antoja contrario a la religiosidad, ella confirma su noble función de depositaria y reflejo de un sentimiento de vaciedad tan inagotable que entenderlo equivale a entender el carácter de una cultura concentrada en su sensación desvalida, fiel a su orfandad ancestral y en alerta al acto reparador que sólo Ella, por su infinita piedad, puede causar.
Su culto, en esta manera incrementa su ambigüedad enigmática a través de lo que sería el guadalupanismo, en lo nacional, si consideramos su ponencia unificadora como madre y emblema de un pueblo desprovisto de otras divisas de identidad dotadas de su importancia; y, en lo particular, la devoción domiciliaria a su misericordia para atender las rogativas personales de las que dan fe millares de exvotos, apenas testimonio de una maravillosa confianza que habla, crece y se explica por sí misma, a pesar de las inútiles investigaciones que han pretendido inquirir el portento desde la espiritualidad unívoca de nuestra cultura ancestral.
Dotada de un vigoroso trasfondo esperanzador, la Guadalupana es más que imagen revelada en la ermita de Tepeyac, y el guadalupanismo mexicano mucho más mito fundador de la identidad mestiza. Ella es la madre bienaventurada de una vida interior que, desde su aparición en el ayate del indio Juan Diego, brindó consuelo a una raza doliente que nada entendía de símbolos interpuestos entre la espada y la cruz, pero supo todo lo que tenía que saber en tratándose de encauzar su primitiva orfandad. Es la mujer radiante que ofrece a los indefensos un noble motivo de adoración. Luz en medio de la tiniebla, otorga gracia, perdona y cobija al desasistido sin exigirle más sacrificio que el que voluntariamente se le quiera ofrendar. Es la figura femenina por excelencia en tierra de huérfanos. Madre de Dios, omnipresente y caritativa, pudo o no suplantar el culto a la local y prestigiada Tonantzin, pero sin tardanza probó su legítima regencia sobre un Nuevo Mundo que nadie, misionero, virrey o soldado, podía gobernar.
La fuerza justiciera de la Guadalupana se consuma en el instante en que Miguel Hidalgo esgrime su imagen como divisa de Independencia 
frente a la Generala de Virreinato, como los españoles llamaban a la Virgen de los Remedios. De tal modo, 1810 es cifra del símbolo patrio que se opone al régimen de la Nueva España en todas sus expresiones, desde lo religioso hasta lo racial y político. Su imagen reaparece con los zapatistas, en 1914, al entrar a la ciudad de México; hecho que, asociado a los antecedentes de su aparición del 9 al 12 de diciembre de 1531, la confirma como patrona de las luchas populares, en tres episodios históricos que marcan la voluntad popular: el primero, que reacciona con fervor imparable al suceso de su aparición, en medio de rosas y flores locales, contra el abuso esclavista de los encomenderos; luego, el 16 de septiembre de 1810, con el grito de Hidalgo: “¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la América por la cual vamos a combatir!”, que emprende el brote independentista que funda la nación a la vez que vincula a la Virgen con la idea de la independencia de América; finalmente, la lucha de los campesinos por sus tierras que principia el movimiento revolucionario de 1910.
Ésta es la vertiente política de un guadalupanismo que el clero común se ha negado a aceptar y que, sin embargo, prevalece en la hondura de la conciencia social de un sincretismo que jamás se ha separado de la lucha por la justicia. Y la patria, en este aspecto, es hija orante del dolor y la necesidad; es también arraigo simbólico a una tierra bañada con sangre y esperanza, sobre todo esperanza, que sólo ha podido colmar la sagrada figura de una entidad femenina que, aunque mestiza por su apariencia, ostenta los atavíos de la cultura adquirida. La idea de patria anuda por sobre todo las expresiones inamovibles de una remota religiosidad que, como en ningún otro aspecto, adquiere esplendor al fundir su espíritu de sacrificio a la radiante Guadalupana. 
Casi apoteósicos, los minutos finales del peregrino que hasta lo posible se aproxima de rodillas al pie de su altar, con pencas de nopal espinosas atadas en pecho y espalda o con la piel atravesada por las prehispánicas púas del maguey, los del martirizado por adentro y por fuera y con los ojos entornados de tanto recogimiento, transmiten el más perfecto sentimiento de patriotismo guadalupano que sin distingo de santuario, fecha o país y aún por encima de cualquier pretensión política o clerical, dota de fuerza espiritual al indocumentado o al mexicano que partió de su tierra tres generaciones atrás, al campesino harapiento y al narcotraficante, al burócrata o al empresario, al artesano y al raterito, al preso, a la prostituta o a la monja enclaustrada. Nada se iguala a esta veneración supernatural. Ningún otro símbolo se manifiesta con similar furor ni es ostensible, en la vida social de los mexicanos, otro motivo de exaltación como el que inspira la Virgen de Guadalupe. 
Asolados por todos los frentes, los naturales oraban en vano a sus propias deidades para que los libraran del yugo armado, de la muerte masiva y de la esclavitud; pero en vez de atender su clamor, los otrora temibles dioses desaparecían con sus signos bajo el doble poder del acero y de la voz que, traída por mar, nombraba y echaba a andar un mundo que no comprendían. Necesitaban un signo creador para vencidos y vencedores, una respuesta a su desamparo y algún cobijo que, siendo propio, también mereciera el respeto del amo. Aparecida o creada, la imagen de la que todos llamaron Nuestra Señora fue la primera y más aguda actitud compasiva que la Virgen María otorgaba a su pueblo elegido. Su portentosa benevolencia fechaba lo más apretado de una batalla de sujeción con la victoria del signo mestizo que, desde una ermita serrana en las alturas tlalocas, por igual asombró a propios y extraños por la cantidad de limosnas y ofrendas que recibía, en especial de comida, en medio de devociones que ni la prestigiada advocación de Loreto o la Guadalupe de Extremadura habían merecido por los recién bautizados.
Único milagro reconocido, la Guadalupana se transformó en surtidor de una fe inseparable de la piedad a sólo 10 años de la caída de Tenochtitlan. Orar fue aprendizaje anterior al de hablar. Así, mucho antes de que el español se impusiera como lenguaje dominador, ella se infiltró en las conciencias vencidas para reinar en la región de dolor; allí, precisamente, donde carecía de rival, en la zona quebrantada del alma, donde ni siquiera el Crucificado podía asentarse por su imposibilidad de competir con el signo maternal que legaba la pérdida de su amada Tonantzin. Por eso cedieron a su pesar las autoridades del Virreinato y, controversiales o no, acabaron por aceptar que si algún poder habría de instaurarse legítimamente, ése sería el de la Virgen del Tepeyac.  

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