miércoles, 24 de octubre de 2018

La Virgen María de Guadalupe y la Diosa Madre Tonantzin-MEXICO-Tonantzin


El cerrillo de Tonantzin fue templo y culto a la diosa madre desde tiempos inmemoriales. Tonantzin llamaron los indios durante unos 40 años, según fray Bernardino de Sahagún, a la imagen allí consagrada hasta que, hacia 1560, los españoles la comenzaron a bautizar con el único nombre de Guadalupe. Tepeyac se nombraba en lengua local a este monte sagrado al que acudían peregrinos de comarcas alejadas de México para ofrendar a la diosa con sacrificios, fiestas y dones cuya potestad atraía cíclicamente a la muchedumbre que podía renunciar a todo, menos a la necesidad de adorar a su madre Tonantzin, conocida también como Cihuacóatl o “mujer de la culebra”, que daba cosas adversas como pobreza, abatimiento y trabajos, por lo que había que agradarle con extrema solicitud y rendirle la más delicada pleitesía para no provocar su ira ni suscitar descontento en ella.
A Sahagún aseguraron los informantes que Cihuacóatl solía aparecer y desaparecer en lugares públicos como una señora ricamente ataviada en blanco, en el más puro estilo palaciego, y que ella también fue engañada por una serpiente, como la Eva en el caso de Génesis, aunque no sabemos con claridad en qué consistió la empresa de la culebra ni cómo influyó este mito en la conciencia prehispánica. La casualidad sirvió a los frailes para establecer, en función del prejuicio de la mentira y de la debilidad femenina, ciertas analogías sobre las enseñanzas del bien y del mal que seguramente fueron aprovechadas para impartir su doctrina con el auxilio de ejemplos locales, lo que favoreció el sincretismo y seguramente también la perturbación española frente al poder que lo tremendo ejercía en aquellas mentes americanas, creadoras de una vasta genealogía de dioses duales y de signos que, aunados a las disciplinas del cuerpo, al curso de la obediencia y al respeto que profesaban al saber de los viejos, contribuyeron a asentar el culto religioso de una maternidad superior sólo inclinada al bien, a la protección comprensiva y al resguardo de una suavidad tan contraria a la costumbre de adorar una ambigua función de madre castigadora, que no es difícil suponer que en el fervor progresivo a la Guadalupana se concentrara la verdadera síntesis de la cultura naciente, una cultura estrenada en el dolor del vencido, en su indudable sensación de orfandad y en la urgencia de un amparo tan prodigioso que pudiera causar el milagro de la compasión como móvil de resistencia. 
Tonantzin trenzaba sus cabellos arriba, casi junto a la frente, al modo de las mexicanas de hoy, con listones o flores anudados en forma de cornezuelos. De noche bramaba, voceaba en el aire y a cuestas cargaba una cuna, como si en ella llevara a su hijo, al uso de la región. Cuando quería que la honraran, aparecía y desaparecía entre la multitud para abandonar ella misma su cuna en el tianguis con la intención de que las otras mujeres, al asomarse intrigadas creyendo que la olvidaba, descubrieran que en vez de niño la diosa dejaba el pedernal afilado con el que debían practicarse en su honor los sacrificios rituales. 
Venerada y temida, Nuestra Madre o Tonantzin prodigaba males a discreción o los suspendía en la medida en que sus devotos la honraban con ceremonias y festividades. Madre de dioses, con seguridad intercedía poderosamente a favor o en contra de los creyentes, pues no es casual que, de entre la multitud de entidades abominadas por los cristianos, ella fuera la más combatida y en consecuencia de la que menos se hablara en el de por sí escaso registro de aquella singular teogonía. No es tampoco fortuito que, en tratándose de asentar un nuevo credo con la natural resistencia de los conversos, fuera el cerro de Tepeyac o Tepeaquilla, como dijeran los españoles, el sitio adecuado para fundar la tradición mariana. Lo que quizá jamás se esperó es que allí mismo, en su santuario ancestral, resugiera el signo sagrado de la poderosa Tonantzin transmutado en la figura mestiza de una mujer clemente, también hermosamente ataviada, que al elegir a un indio ya bautizado para publicar su mensaje, no únicamente causaba el portento de trastocar los atributos temibles de la astuta Cihuacóatl; sino que, por obra del sincretismo naciente, la siempre Virgen Santa María otorgaba al pueblo desamparado y no suficientemente converso la gracia de un nuevo lenguaje monoteísta de amor, esperanza y apoyo, accesible a los macehuales.
Además del de la propia revelación mariana, el misterio que entraña este culto a la feminidad indulgente en una cultura de espaldas a las mujeres y al reconocimiento de la más elemental equidad, no deja de ser asombroso. Hasta parece que la Virgen de Guadalupe conservara a pesar del tiempo el atavismo de la dualidad de ostentar la más alta virtud maternal en su naturaleza sin mancha. Como Cihuacóatl, la Guadalupana es mujer, pero no esposa, lo que permite universalizar la piedad. Radiante, descansa sobre la luna en cuatro menguante y a sus pies asoma el ángel de la pureza perfecta. Se trata de un ángel triste, mexicanizado y distinto a la figura convencional y barroca. No sufre ni llora, como otras advocaciones, pero su mirada trasluce la hondura de una bondad que dulcifica el dolor que queda después del dolor. Viste la túnica mora, distintiva de la imaginería española del siglo XVI, y en su largo manto despliega los astros, como si la cubriera el techo del cielo.
Así, en revoltura perfecta de elementos mestizos y sobreposiciones sincréticas, se arraigó la leyenda y así cobró vida la devoción a la patrona de México y emperatriz de América, entre actos locales de adoración, con abundancia de milagros desencadenados por la noticia de las apariciones y contra desacuerdos civiles y religiosos respecto de si podían aceptar el testimonio no sólo del indio, sino el suceso mismo que involucraba críticamente todo el sistema de autoridad.
Imprecisa en principio, inclusive sin nombre propio y bajo el misterio del mensaje revelado en lengua mexicana a un pobre hombre del pueblo, macehual que andaba por ahí, caminando en la cumbre del Tepeyac, la Guadalupana deslindó, desde el origen mismo de su inscripción, su distancia litúrgica tanto del resto de las advocaciones como de santos, cultos y ceremonias cristianas para emprender en solitario el despertar de este credo, el cual, 500 años después, aún sorprende por su autonomía y por el vigor de una devoción tan original que siendo europea sólo permite explicarse desde las profundas raíces locales que tras la Conquista brotaron, fortalecidas, allí donde el colonizador pretendió erradicar el rostro y la historia locales.
Por eso fue doblemente significativo el suceso, porque en cierta forma se trataba de aceptar que, entre los vencidos, se engendraba una modalidad religiosa a la sombra de sus propios dogmas, aunque ajena a sus determinaciones litúrgicas y de fe.
Que la Madre de Dios en persona intercediera a favor de los indios era hazaña difícil de creer. De aceptar la versión expuesta al obispo Zumárraga por Juan Diego, se tambalearía el interés de los encomenderos con el cúmulo de prejuicios respecto del pobre sentido de humanidad que recaía sobre los naturales. Que fuera además morena y se hubiera aparecido tres veces seguidas al aborigen Juan Diego, en todo rompía con la decisión de no conceder al vencido ningún signo de identidad que los igualara ante Dios. 
No hay que olvidar que fue prolongado el alegato español sobre si los indios tenían alma o no. La bula del papa Paulo III en que declara que los naturales, aunque fuera de la fe de Cristo, eran gente de razón y no podían ser privados de su libertad ni de sus bienes, se dio en Roma el 9 de junio de 1537, seis años después de la aparición, de la que probablemente el Vaticano tuvo noticia. La bula, sin embargo, fue asimilada con lentitud, ya que contra la ferocidad practicada por los encomenderos, el papa ordenó que los indios fuesen atraídos al cristianismo con la palabra divina y el buen ejemplo; un buen ejemplo que no únicamente se desatendió, sino que derivó en tal salvajismo que, desde entonces, decir colonización equivale a referirse al modelo de saqueo deshumanizado que en el Nuevo Mundo ejercieron los españoles. 
Tales antecedentes demuestran que las apariciones de la Virgen en el cerro de Tepeyac, fechadas del 9 al 12 de diciembre de 1531, cuestionaban y aun radicalizaban los fines devastadores de la colonización en el momento en que franciscanos y dominicos emprendían la ardua tarea de pacificar políticamente a vencidos y vencedores en español y lengua mexicana. De ahí que la Virgen de Guadalupe sea, desde entonces, la frontera simbólica entre la aspiración misionera que no se logró y un virreinato que pasadas las décadas de saqueo y furor, encauzó su propia dinámica hacia el establecimiento de sus clases, demandas y razas locales y después a la consumación de la independencia. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Reseña para "LA FLOR INVERTIDA" - Puntuación: 🌟🌟🌟🌟🌟 5/5

Opinión: Las letras del autor las conocí por su libro "Equipaje Ancestral" que tuve la suerte de ganarlo en un sorteo que realizo,...