miércoles, 24 de octubre de 2018

La Virgen María de Guadalupe y la Diosa Madre Tonantzin-MEXICO-La historia de Juan Diego


La historia no pudo ser más sencilla: la mañana del sábado 9 de diciembre, el macehual Juan Diego, bautizado hacía cuatro o cinco años, originario de Cuauhtitlán y avecindado en Tuletlac, caminaba por el cerro de Tepeyac cuando en uno de los senderos occidentales con vista al oriente fue sorprendido por el canto melódico de aves tan variadas y dulces que se levantó a lo que daban sus ojos para saber de qué pájaros se trataba, pues nunca oyó cosa igual ni conoció música que semejara a aquélla que, bordeada de un arco iris, acompañaba a una mujer hermosísima que lo llamó “Hijito Juan” en su lengua y le mandó aproximarse. Pasmado, imbuido de reverencia, el indio avanzó hasta el sitio del resplandor y, a pregunta de ella, respondió que se dirigía a la doctrina que los padres de San Francisco enseñaban en Tlatelolco y que también iba a oír la misa que allí se cantaba a la Virgen todos los sábados.
La Virgen empleó la suavidad distintiva del náhuatl para indicarle al modesto labriego que la que tenía ante sus ojos era María, madre del verdadero Dios y que, con el relato de lo que había visto y oído, fuera a decir al obispo en su nombre que era su voluntad que edificasen allí mismo un templo, donde ella se mostraría piadosa con el propio Juan Diego y con los de su nación, con los devotos y con quienes la buscaran en sus necesidades.
Juan Diego aceptó el mandato con la sumisión distintiva de los mexicanos y no sin dificultad, agravada por su modestia social, consiguió llegar hasta fray Juan de Zumárraga tras varias gestiones en la casa obispal. Humildemente le repitió el recado a sabiendas de que sus palabras causarían suspicacia. El franciscano escuchó, pero cautelosamente lo remitió a un nuevo encuentro para investigarlo entre tanto y examinar con madurez su respuesta.
Allá se fue el macehual otra vez, a darle noticia a la aparecida y a pedirle que escogiera a otra persona de más digno crédito para que el hueitheopixqui u obispo hiciera más caso. La Virgen, lejos de cambiar de opinión, confirmó al indio al atardecer, durante la segunda entrevista; que agradecía su obediencia, le dijo, y que, aunque otros hubiera, era su voluntad que él mismo repitiera el recado a la mañana siguiente. 
Juan diego regresó ante Zumárraga asegurando entre lágrimas que la Virgen lo enviaba. Dada la pusilanimidad de los indios y la firme seguridad con que hablaba, comenzó a dudar el obispo y a inclinarse a que podía ser verdad lo que le decía. Así que mandó pedirle a aquella Señora una señal que certificara su petición y lo obligara a creer que demandaba su templo. Por si acaso, hizo seguir subrepticiamente a Juan Diego por dos personas de confianza para conocer lo que hacía en la cumbre del Tepeyac.
Allá se fue el indio por la calzada con la respuesta ignorante de los espías, pero éstos lo perdieron de vista al llegar al puente de cierto arroyo que pasaba cerca del cerro. Asombrados, lo buscaron por todos los rumbos, rodearon senderos y, al no encontrar rastro del macehual, regresaron ante el obispo para exigir un castigo bajo el cargo de hechicería. 
Entre tanto Juan Diego, con su habitual humildad, confió a la Señora, quien ya lo aguardaba en el mismo sitio, que fray Juan de Zumárraga demandaba una prueba que acreditara su aparición. Aquí, entre la respuesta de Ella de que al día siguiente le otorgaría el pedido, y los acontecimientos que tratarían de impedir un desenlace sencillo, se tendió el mismo puente de obstáculos que en todos los mitos ponen a prueba al héroe. Uno tras otro descubrió escollos el indio al regresar a su casa: encontró enfermo de gravedad a su tío y esa noche más la jornada siguiente tuvo que encargarse de sus cuidados. Olvidado de su preciosa encomienda, en vez de acudir a su cita con la virgen corrió al alborear del día 11 rumbo a Tlatelolco en busca del curandero y del sacerdote porque le pareció que Juan Bernardino moría.
Tan distraído estaba con su aflicción que hasta no atravesar los cerros y salir al llano que miraba a México recordó que tenía que cruzar por el sitio donde el día anterior en vano lo había esperado la Señora. Distinto a la actitud general de los santos, cuya modestia parece acentuada por el portento, y diferente a la aventurada temeridad de los héroes profanos, el comportamiento de Juan Diego, por no haber acudido a recibir la señal convenida, correspondió en su totalidad a la psicología mexicana: acobardado, temió que la Virgen lo regañara y trató de esconderse. En vez de tomar el camino real de occidente, eligió por oriente la vía hacia Texcoco para esquivarla, sin saber que para la Madre de Dios no existen rutas largas ni cortas. Macehual como era, se dobló de vergüenza casi en la punta del cerro porque la Virgen vino a salirle al paso. Se excusó entonces con abundancia de fórmulas por no haber venido el día anterior por estar ocupado en asistir el enfermo y en buscar sacerdote que lo confesara. “No tengas cuidado de la enfermedad de tu tío teniéndome a mí, que lo tengo de tus cosas”, repuso ella con suavidad, y agregó: “Ya tu tío Juan Bernadino está bueno y sano”. Y luego, dando algunos pasos con él hasta el manantial que manaba a borbotones, sitio donde se edificaría la primera ermita, le indicó que subiera a la parte donde otras veces la había visto. Allí encontraría diversas flores y rosas que debía cortar, recoger en su tilma y traerlas al pozo, donde le diría qué hacer con ellas.
Era el 12 de diciembre por la mañana, fecha en que sólo crecen abrojos, pero confiado en el divino mandato subió hasta encontrar el hermoso jardín anunciado. Una a una cortó las flores y, salpicadas aún de rocío, las llevó en su manta para que ella misma las compusiera mientras él escuchaba su comisión: “Estas rosas son la señal que has de llevar al obispo para que te crea: dile de mi parte lo que has visto, y que haga luego lo que te pido. Llévalas con cuidado y no las muestres a nadie, ni las descubra a persona alguna, sino al obispo”.

Como sería de esperar, Juan Diego fue detenido a la puerta de la casa obispal y se negó a mostrar su carga a los criados. Ellos, audaces, jalaron su tilma que despedía una intensa fragancia. Cuando intentaron desprenderle las flores, las hallaron de tal manera adheridas que a voces corrieron a describirle la maravilla al obispo, Fray Juan de Zumárraga, entonces, hizo pasar al indio para observar el prodigio. Escuchó su relato no únicamente con pormenores, sino con la certeza de que en aquella región algo misterioso estaba ocurriendo.
El resto es historia conocida: al soltar Juan Diego el doblez de la manta, que con burdo nudo colgaba de su cuello, comenzaron a caer las flores al tiempo que asomaba la sagrada imagen de María. Húmeda aún, intensamente perfumada, la última rosa dejó al caer la figura radiante de la Virgen en el ayate que se venera en la basílica. Admirados, el prelado y los presentes se hincaron llorosos ante ella y devotamente le rogaron para sí y la Nueva España su protección y amparo. Luego colocó el obispo la tilma en su oratorio y prometió construir un santuario sin tardanza.
El 13 de diciembre de 1531 visitaron el sitio del milagro prelados, autoridades, familiares y vecinos encabezados por Zumárraga y Juan Diego. Marcaron el lugar y después se encaminaron hasta el pueblo donde, sano y salvo, salió a recibirlos Juan Bernadino con la nueva de que el día anterior vio a su cabecera un resplandor iluminando a una hermosa y apacible señora, quien al librarlo de sus dolores le dijo que la imagen que su sobrino Juan Diego llevara entre flores a la casa obispal debía permanecer en el templo donde, a partir de entonces, sería llamada Santa María de Guadalupe.
Milagrosa, si las hubo, se le atribuyó el singular prodigio de haber acabado con la idolatría. Desplazó a la temida Tonantzin de los contornos de México y en vez de invocarla a la usanza de Madre Nuestra, los naturales la recordaban ya como Tonanzini ya como Teotenatzin, pero no más como la madre de todos los dioses que fuera acreedora de innumerables calamidades. Si por acaso la Guadalupana se adueñó de su templo ancestral y a sus pies se postraron los mexicanos como única Señora y Madre de Dios.
Así, al modo de las historias pintadas de los nahuas remotos, su imagen selló la juntura de dos tiempos que lucharon por coexistir y que, al no atinar con un símbolo civil, armado o mesiánico, intensificaron el mito y su referencia revelada para consagrar, más a favor del vencido, la única esperanza de salvación de una Nueva España que carecía de destino propio.

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