miércoles, 24 de octubre de 2018

Vírgenes-y-Diosas-de-América-Latina


Ivone Gebara Camaragibe, octubre de 2004

Buscar las divinidades o las figuras ancestrales femeninas que subyacen en las diferentes vírgenes de América Latina fue una tarea que reveló una parte oculta de nuestra historia cultural y personal. ¿Cuántas de nosotras pueden rehacer su historia educacional y religiosa al contacto de estos relatos? ¿Cuántas de nosotras percibimos hasta qué punto la hegemonía de los símbolos cristianos relegó u olvidó valores culturales religiosos presentes en otras tradiciones, como la indígena y la africana, que hicieron la historia de América junto con la española y la portuguesa? ¿Cuántas de nosotras nos preguntamos sobre el sentido de los mitos antiguos y de su fuerza aún tan viva en el presente?
 El texto que acabamos de leer, en su riqueza y diversidad, nos coloca en contacto con algunos aspectos de esa compleja realidad de los símbolos dentro y fuera de nosotras, realidad llena de preguntas sin muchas respuestas, realidad siempre actual que nos interpela y que apenas comenzamos a explorar.
Es a partir de las interpelaciones y provocaciones que esta lectura causó en mí que comparto con ustedes algunas breves reflexiones a título de epílogo. Un epílogo que no es más que el reconocimiento final del valor del trabajo realizado y una llamada de atención sobre algunos aspectos presentes en las diferentes reflexiones presentadas. Ésta será mi tarea en este texto de finalización de un trabajo colectivo de gran mérito para la historia cultural de América Latina.
Todas nosotras sabemos que, en estos últimos años, muchos movimientos sociales e intelectuales influyeron en el rescate de la historia femenina y, muy particularmente, en la revisión del papel social de “madres” que la sociedad patriarcal nos asignó, así como las formas de interiorización y legitimación de ese papel. Sin duda, el feminismo y el ecofeminismo tuvieron y tienen un papel importante en la “desocultación” de esa historia y en los procesos de valorización de nuestra identidad y autoestima.
Entre tanto, más allá de la interpretación patriarcal que se ha hecho de la figura de María como Madre y Virgen, más allá de las imágenes de diosas en diferentes culturas y de las críticas feministas que podemos hacer al papel que estas imágenes ejercieron en la formación de una identidad femenina sumisa y en la relación de dependencia entre mujeres y hombres, es preciso recordar que la referencia a lo femenino simbolizado por las mujeres Madres, Vírgenes y Diosas tiene que ver con una experiencia humana primordial y primitiva.
Introducir la necesidad de recordar esto, no significa disminuir el impacto de la crítica feminista a la cultura patriarcal, sino sólo intentar percibir, al interior mismo de esta cultura plural, una experiencia profunda y real que puede ser encontrada de diversas formas y en diferentes culturas. En otros términos, mi reflexión lanza la hipótesis de que la dimensión femenina de la humanidad es la que de cierta forma garantiza la presencia de las fuerzas de cohesión, de agregación, de integración y de comunión en los sistemas vitales. Estas fuerzas reaparecen también en forma simbólica de diferente modo a lo largo de la historia humana. Así sea de forma subalterna, como en el caso de la sumisión de la Virgen en el catolicismo o de forma indirecta en el caso de la feminización de ciertos atributos divinos en el protestantismo, en el mundo patriarcal la dimensión femenina de la vida consiguió guardar su extraordinaria fuerza y creatividad. Y esta dimensión no puede morir porque ella es la condición misma de supervivencia de la vida.
Como otras pensadoras y pensadores, insisto en situar la experiencia primordial o primitiva como algo constitutivo o algo fundante de este ser que somos, de este ser en el que nos convertimos a lo largo de nuestra evolución histórica, biológica y cultural. No se trata aquí de trabajar a partir de esencias preestablecidas ni de esforzarnos por llegar a establecerlas, sino de que acojamos algo de la propia evolución vital de nuestro ser humano colectivo. Esto significa también que los procesos evolutivos podrían haberse desarrollado de otra forma, pero fue así que acontecieron. Del mismo modo, podríamos decirnos a nosotras mismas:.yo podría haber hecho otra cosa de mi vida, pero las circunstancias y mi decisión personal me llevaron a elegir esto y no aquello. Por lo tanto, es a partir de aquello en que nos convertimos que buscamos comprender nuestra propia realidad presente y pasada.
Esta afirmación equivale a decir que somos lo que nuestra compleja historia biológica, psicológica y cultural hizo de nosotras y lo que, en nuestra diversidad personal y cultural, hicimos de ella. Actuamos, interactuamos y reaccionamos a lo que recibimos y a lo que encontramos en nuestro medio. Y así la vida continúa y la historia se hace.
La experiencia primordial toca por un lado la necesidad de protección, de cuidado, de seguridad, de consuelo inherente al ser humano –femenino y masculino– en que nos convertimos. Y esta necesidad primordial se direcciona a una figura femenina, conectada de forma inmediata a la experiencia primera de la vida intrauterina y, de forma mediata, a algo más remoto y profundo. Es en ella que nos sentimos abrigadas, nutridas, protegidas. Esa experiencia primordial se manifiesta también en la relación “religiosa” con los diferentes rostros de la madre, la Virgen María, relación materna y filial de dependencia, protección y afecto
Por otro lado, la experiencia primordial toca igualmente nuestros miedos, temores, ansiedades, angustias. Y en esto, en particular, también la figura femenina representada especialmente por la Madre ocupa un lugar destacado. La madre acoge en el interior de aquello que representa, nuestros miedos profundos y, de cierta forma, ella también los provoca. Y los provoca por la situación misma en que nos encontramos de dependencia e independencia en relación con su propio ser. Este lado tal vez más sombrío parece ser lo opuesto de la seguridad, del apaciguamiento y del afecto que buscamos. Es como si, también, a partir de la madre fuésemos acuñadas en un miedo original, un miedo que se traduce en las diferentes pérdidas que experimentamos, en las diferentes rupturas que acontecen a lo largo de la vida, en las diferentes amenazas que vivenciamos, y esto desde el inicio de la vida. Es como si existiésemos como “monedas” con dos caras, una manteniendo a la otra y sin poder existir sin la otra. Monedas que al ser giradas por la propia vida mezclan protección con miedo, pasividad con agresividad, amor y odio, vida y muerte.
La figura de la Madre guarda, por tanto, una ambivalencia indisociable –amor/temor, vida/muerte– que emerge en las personas individuales y colectivas de las diferentes sociedades humanas. Esa ambivalencia que proyectamos en la relación con la Madre es parte de nuestro ser y, por lo tanto, es parte de aquello en que nos convertimos en el largo y complejo proceso evolutivo vivido.
Por eso pedimos protección a la Madre, pedimos que ella no nos abandone, que vuelva hacia nosotros sus ojos misericordiosos, que nos ampare, nos acoja, que no tenga en consideración nuestras faltas, que nos purifique. Pedimos a la Madre que proteja nuestro sembrado y nuestra cosecha, nuestra tierra y nuestra prole, nuestra vida y nuestra muerte. Nuestros pedidos tienen la doble marca del afecto y del temor como si, en relación con ella, la “desigualdad” y la asimetría fueran las marcas más importantes. Es como si le atribuyéramos una superioridad ética y una fuerza existencial de las cuales estamos muy distantes. Es como si ella fuera lo que nunca podremos ser, al mismo tiempo que nada podemos hacer sin su amparo y protección, sin su ayuda y comprensión. Es a partir de esas múltiples experiencias con la “Madre” en diferentes espacios y tiempos que le damos nombres, como si estos nombres fueran su atributo principal y su propia identidad.
¿Estaría esta Madre/Virgen fuera de nosotras? ¿Existiría como una entidad en nosotras, pero al mismo tiempo, y sobre todo, separada de nosotras? Todo depende de nuestra experiencia personal, de nuestra cosmovisión y de nuestra antropología. Por eso, estas son cuestiones complejas que apenas podemos señalar en este corto espacio de reflexión.
Muchas de nosotras interpretamos con frecuencia la “distancia” o la aparente ruptura existencial en relación con María –o en relación con la figura de las diosas– como obra del patriarcado. En parte esto es verdad, pero en parte me parece falso. Creo que necesitamos intentar abrir nuevas pistas de comprensión para nuestros comportamientos y evitar algunos equívocos.
El primer equívoco y, tal vez, el más importante a ser evitado tiene que ver con la identificación de la Virgen Madre con la mujer María, madre de Jesús. En realidad si en María hay algo de la Virgen Madre, la Virgen Madre, símbolo que refiere a la realidad originaria, es más que María. La historia cristiana lee a María también a partir de esta simbología mayor aunque no lo admita explícitamente.
Algunas teólogas y algunas feministas quisieron afirmar esa identidad y de esta forma quisieron buscar una especie de eliminación de la distancia entre la María histórica y una simbología cósmica presente en la idea de la Virgen Madre. Igualmente, quisieron limitar a María de Nazaret, la madre de Jesús, a una mujer con una historia común y con eso aproximarla, sobre todo a las mujeres pobres. Pensemos, por ejemplo, en la versión de que María habría sido violada por un soldado romano. Para muchas tal interpretación colocaría a María muy próxima a todas las mujeres que pasaron por ese sufrimiento y por tantos otros. Con eso piensan que se elimina la distancia entre la Virgen Madre y las mujeres.
Pero hay algo, particularmente en el mundo de los pobres, que parece resistir la eliminación de esa distancia.
Es interesante notar que estas hipótesis de eliminación de la distancia surgen mucho más de las investigaciones intelectuales que de la relación popular con la Virgen Madre. Las intelectuales tenemos una racionalidad muy limitada a un modelo fuertemente racionalista e inmediatista. Por eso, aun si todas estas hipótesis históricas en relación con la madre de Jesús fueran confirmadas no deberíamos perder la simbología mayor de la Diosa Madre y Virgen presente en muchas tradiciones y agregada a la tradición cristiana. Es ella, según mi parecer, la que cuestiona las bases patriarcales de la religión y en particular del cristianismo patriarcal.
Desde el punto de vista antropológico, cuando afirmamos la distancia entre la imagen poderosa de ciertas diosas, e incluso de María Madre y Virgen, en relación con los comportamientos de sumisión, de humildad y de obediencia enseñados a las mujeres, estamos afirmando por supuesto una estructura de dominación que hay que criticar. Pero también, de forma indirecta a través de esa representación, afirmamos una especie de pertenencia a algo mayor, a algo más amplio y más abarcador. Ese algo es llamado “relación materna y relación filial” en el sentido cósmico y antropológico. Todos los seres humanos, más allá de la conciencia que tengan de ello, vienen de una red mayor de relaciones, provienen de una realidad más amplia que la relación inmediata con los genitores biológicos.
Por esa razón, la reflexión del arquetipo de la Madre/Dadora no puede reducirse a una relación casi simétrica con otras mujeres o con los hombres, porque ese arquetipo representa en cierto sentido la fuente de donde todas y todos provienen. Esta representación y conciencia será más o menos clara, según la historia individual y cultural de cada persona. Aquí, una vez más, no se trata de hacer la lectura a partir de la mala distribución del poder patriarcal desde la conquista o la ocultación de las divinidades femeninas presentes en las culturas indígena y africana.
Si la crítica patriarcal nos sirve para verificar la historia política de nuestras relaciones, la filosofía de la religión nos remite a algo mayor que apenas se trasluce en nuestras vivencias y que de cierta forma no es inmediatamente pensado por nosotras. Lo que quiero subrayar es el dinamismo de nuestra memoria colectiva capaz de hacer presente en forma simbólica algo que tiene que ver con los procesos más primitivos de la formación de la vida. En lo simbólico irrumpe una realidad mayor que lo inmediato. Pero esta realidad mayor que irrumpe se mezcla con  nuestros comportamientos de opresión, manipulación y liberación. No se presenta ni existe de forma pura. Todo se mezcla.
La filosofía que propongo nos remite a la afirmación de la dificultad de pensarnos en una causalidad explicable de todas las cosas. En términos simplificados yo diría que no se puede atribuir todos los males de las mujeres al patriarcado, ni todos los males de la destrucción de las naciones indígenas y africanas al colonialismo. Lo que estoy afirmando es que una complejidad de causas y elementos, algunos hasta inesperados o imprevistos, se conjugan para que surja una situación y no otra. Por eso, en el caso de la Virgen Madre hay que mirar por detrás del símbolo lo que ella representa e intentar rescatar esa fuerza oculta.
Es, por tanto, a partir de esos límites percibidos desde nuestra experiencia personal y colectiva que nos damos cuenta de la complejidad de las experiencias y los sentimientos presentes en relación con la figura de la Virgen Madre y de su irreductibilidad a la historia de una única mujer.
Se intuye aquí la dimensión de la autonomía femenina, inclusive desde el punto de vista de los orígenes de la organización y la reproducción de la vida. Como afirman Monica Sjö y Barbara Mor, en el célebre libro The Great Cosmic Mother, 1 “en el principio existía una mar femenino. Hace dos billones y medio de años atrás en la tierra, todas las formas de vida flotaban en una especie de gran útero, en un océano planetario nutrido y protegido por fluidos químicos”. Y todo nació de este mar femenino, inclusive lo masculino. Esta maternidad primordial que “no conoce varón” es por eso mismo Virgen. La vida se gestaba en este gran océano que contenía en sí mismo las posibilidades de formación de las expresiones más complejas de la vida.
La memoria de esta ancestralidad mayor se proyecta en las figuras femeninas de nuestras múltiples tradiciones. Nuestra memoria colectiva común emerge también en las diferentes imágenes de diosas como para recordarnos nuestro complejo origen.
La imagen de la Virgen Madre indica justamente esta especie de “medio ambiente” femenino del cual todas las formas de vida emergieron. Tal realidad sin duda no nos hace superiores a los hombres, pero ciertamente no nos hace inferiores ni justifica el desarrollo de ninguna teoría biológica y social sobre nuestra pretendida inferioridad.
Mantener la tensión entre nuestra autonomía de mujeres, nuestra lucha por la ciudadanía local y planetaria no debería llevarnos a borrar de nuestra memoria la representación de la fuerza primordial de lo femenino presente en nuestra constitución biológica, histórica y ontológica. Este femenino primordial no es necesariamente un pozo de virtudes patriarcales como tampoco es un pozo de virtudes feministas. En cada momento de nuestra historia colectiva y personal proyectamos en la Divina Madre y Virgen o en las diosas nuestra propia imagen. Justamente su fuerza en nosotras está en la posibilidad de acoger estas diferentes proyecciones que le son atribuidas.
El símbolo de la Diosa Madre y Virgen incluye las múltiples expresiones de nuestra subjetividad y, por eso mismo, no puede erigirse en modelo único de una única subjetividad impuesta a otras mujeres. La tentativa patriarcal de dominar lo femenino, de someterlo a un único modelo reveló, en pleno siglo XX y en el siglo XXI, su fracaso y su pecado. Por eso, nuestra rebeldía es justa y verdadera. Pero, por eso también, no queremos reproducir ninguna forma hegemónica de modelo femenino. Es necesario estar atentas para no perder nuestra fuerza dejándonos absorber, sin la necesaria crítica, por las nuevas ideologías que creamos.
En esa línea es interesante notar cómo la Virgen Madre a través de sus múltiples apariciones en el mundo patriarcal, apariciones criticables sin duda, guarda siempre una especie de irreductibilidad a un modelo único de lo femenino y a un modelo único de humanidad. Ella parece, dentro de las contradicciones de la historia, estar dentro y al mismo tiempo encima de este modelo preciso de humanidad y de mujer que queremos imponerle. Lo que se repite siempre es su grandeza maternal preocupada con el bienestar de sus hijos e hijas, o sea, lo que se repite es esta especie de experiencia primordial, fundante, que podemos recuperar como trigo en medio de un campo de cizaña. A pesar de la ambigüedad y de la utilización ideológica y religiosa de estas apariciones hay que salvaguardar el aspecto simbólico y filosófico que desarrollé anteriormente. 
En esa línea, es necesario guardar siempre la tensión que está presente en todos los símbolos. Ellos se refieren a las subjetividades presentes, pero al mismo tiempo la trascienden en ancestralidad y en “futuridad”. Los símbolos son siempre más que el presente, son siempre más que nuestra limitada experiencia individual y nos abren al aquí y al más allá de todas las cosas inmediatas. No los inventamos solas. Nosotras los encontramos como procesos colectivos presentes en nuestras culturas. Cuando los interpretamos lo hacemos a partir de nuestra propia contingencia y de nuestro propio contexto. Así, nuestro abordaje de los símbolos y también de los mitos está limitada a nuestra contextualidad, o sea, al límite de las preguntas que tenemos sobre nosotras mismas y sobre nuestro tiempo. No hay más respuestas totales que nos satisfagan. Estamos en un proceso de reconocimiento de la belleza de nuestra fragilidad y de nuestra provisoriedad existencial, como expresiones únicas de este universo en estado continuo de gestación. 

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