Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
viernes, 23 de noviembre de 2018
T E S I S 1: El teísmo-John Shelby Spong-1
El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.
Dado que esta tesis es determinante para todas las demás, le dedicaré más tiempo y ocuparé más espacio tratándola que con cualquiera de las otras. Es importante que los cristianos admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.
La persona que, en mi opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en una época tan lejana como el siglo XVI. Sin embargo, pocos en aquel momento fueron conscientes de los descubrimientos de Copérnico ni de sus conclusiones, de modo que, en realidad, murió sin haber desafiado nunca la conciencia de la Iglesia. Nadie entendió la profundidad de la revolución que él había comenzado, y así fue hasta el punto de que a su muerte se le acogió en el seno de la Madre Iglesia.
Sin embargo, el sucesor intelectual inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. No solo tenía una hija monja, sino que él mismo era conocido en los círculos más altos del Vaticano, que confiaban en él. Era un verdadero amigo del que por entonces ejercía de Papa, sentándose en la silla de Pedro. Galileo había construido su propio telescopio y, al igual que Copérnico, estudió el movimiento de los cuerpos celestes, buscando siempre entender la relación de unos con otros y de todos con la Tierra. La teoría de Copérnico de la localización del sol en el centro del Universo era algo de lo que Galileo había llegado a convencerse. Aunque pareciese radical y revolucionario, Copérnico estaba seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”. Galileo, sin embargo, a diferencia de Copérnico, no vivía en el claustro. Era un conocido científico, toda una figura pública. Ni se le ocurriría abstenerse de escribir y publicar sobre sus hallazgos. Fue precisamente al hacerlo cuando descubrió que sus escritos estaban provocando debate y controversias que inevitablemente lo llevarían a un conflicto directo con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquel momento histórico, la Iglesia era aún una poderosa fuerza política. Su poder estaba en su pretensión, ampliamente aceptada, de que tenía la autoridad para hablar en nombre de Dios. Eso significaba que los líderes de la Iglesia Católica tenían tanto una necesidad política como un deseo ególatra de controlar el pensamiento, para definir la verdad y para interpretar la realidad para todo el mundo. Ciertamente, una duda que –viniese de donde viniese- pareciera erosionar esa parte del papel de la Iglesia, sería un desafío a su autoridad.
La verdad poseída y preservada por la Iglesia se decía que había sido recibida como resultado de la revelación divina. Se había enseñado a la gente a creer que esta verdad no solo se había revelado en Jesucristo, sino que también se había plasmado en términos de lo que estaban bastante seguros que era una cosmología no cuestionada e incuestionable. Esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no solo del universo, sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas las acciones y fechorías de cada ser humano. Se guardaban libros de registro de las acciones humanas, los cuales constituían la base sobre la que cada existencia humana se juzgaría al final de los tiempos. Ese era también el momento en que se decidiría el destino eterno de la persona. La Iglesia y su sistema de fe funcionaban así como un sistema de control increíblemente poderoso del comportamiento humano. Eso era, en esencia, lo que tanto Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente. Era un desafío, no solo a lo que se percibía como la verdad, sino también al poder político. No se podía ignorar. Así, se acusó a Galileo de Herejía. Al final, fue condenado. El castigo habitual por la herejía en aquel tiempo era la muerte por el fuego, es decir, que el hereje era quemado en la hoguera.
El juicio de Galileo tuvo mucha publicidad. Sus ideas no solo se atacaron con severidad, sino que los eclesiásticos que realizaron la investigación las ridiculizaron. Se acusaba a la visión de Galileo de ser contraria a la “Palabra de Dios” tal como se reveló en las Sagradas Escrituras, que, en aquel momento, se creía que eran las palabras de Dios dictadas con un sentido literal. Si Galileo estaba en lo cierto, la Biblia y la Iglesia se equivocaban. Esa era la conclusión eclesiástica que sellaría el destino de Galileo. Casi en cada página de la Biblia había un relato según el cual Dios vivía por encima del cielo, en el estrato superior de un universo organizado en tres niveles. Dios había mandado la lluvia desde el cielo en tiempos de Noé y el diluvio (Gen. 7). En el libro del Génesis la gente quiso construir la Torre de Babel, tan alta que alcanzaría al cielo, donde se creía que vivía Dios (Gen 28). Se decía de Moisés que había recibido la Tora de Dios, que bajó del cielo a la cima del Monte Sinaí para entregarle directamente aquellas tablas de piedra que contenían los Diez Mandamientos (Ex. 20). En el libro de Josué, el sucesor de Moisés había rogado a Dios, en medio de los rigores de la batalla, que detuviese el sol en su movimiento celeste alrededor de la tierra, para que su ejército dispusiese de más horas de luz en las que destruir a sus enemigos (Jos. 10). Elías fue transportado al cielo, al reino de Dios, en un carro mágico ardiente tirado por caballos igualmente mágicos, y fue impulsado hacia la gloria por un poderoso torbellino que, enviado por Dios, venía del cielo (2 Re. 2).
Los presupuestos bíblicos que apoyaban la idea de que Dios vivía por encima del cielo no estaban solo en lo que los cristianos llamaban el Antiguo Testamento. Cuando Jesús nació, según el Evangelio de Mateo, Dios puso una nueva estrella en el cielo para anunciarlo (Mat. 1). El autor del Evangelio de Lucas había escrito que unos ángeles aparecieron en el cielo, de entre la oscuridad del cielo de medianoche, para anunciar su llegada a los pastores que estaban en una ladera (Lc. 2). Se dijo luego que Jesús ascendió al cielo, por encima de la tierra para estar con Dios (Hch. 1). Todas las secciones de la Biblia presuponían que la tierra estaba en el medio de un universo con tres niveles. Galileo había desafiado esta antigua y universalmente aceptada visión del mundo y, en el proceso, había desestabilizado este saber tradicional, solidamente asentado hasta entonces. Había alterado la forma del universo. La intuición de Galileo desplazaba a Dios de su divina morada y, a fin de cuentas, lo convertía en un sin-techo. Si Dios no habitaba por encima del cielo, ¿dónde estaba? Los seres humanos no podían imaginar a Dios viviendo en ningún otro sitio. Por tanto, el pensamiento de Galileo sacudía los cimientos de la visión cristiana del mundo. No sorprende que en el juicio fuese hallado culpable de herejía. Se le condenó a morir quemado en la hoguera. Sin embargo, debido a su avanzada edad y a su frágil salud, y ayudado por sus conexiones con las altas esferas del Vaticano, se llegó a un acuerdo con la acusación. A Galileo le tocó renunciar a sus propias conclusiones y admitir públicamente que se había equivocado. También se avino a no publicar sus ideas nunca más en ningún medio de comunicación. Finalmente, aceptó una condena de arresto domiciliario para el resto de su vida. A cambio de estas considerables concesiones, el tribunal vaticano le perdonó la vida. La crisis se había superado, o eso pensaban al menos los líderes eclesiásticos. La verdad, sin embargo, no puede rechazarse simplemente porque no resulta conveniente, y los hallazgos de Galileo tenían a la verdad de su parte. En diciembre de 1991 el Vaticano anunció finalmente que ahora creía que Galileo estaba en lo cierto. En aquel momento, se habían iniciado los viajes espaciales. Los descubrimientos en astronomía y astrofísica habían aumentado exponencialmente. Se había diseñado el telescopio Hubble, y la verdadera vastedad del Universo comenzaba a abrirse paso en la conciencia humana, de un modo incontrovertible. El resultado de esta controversia en torno a Galileo era que se había desplazado a Dios definitivamente. Las antiguas interpretaciones sobre la configuración del mundo y sobre el concepto de Dios vinculado a ese mundo empezaron a desvanecerse. Las nuevas definiciones aún no se habían aclarado del todo, eran aún difíciles de asumir intelectual y emocionalmente. El Cristianismo y su autoridad, sin embargo, empezaron a tambalearse. Este tambaleo habría de hacerse más intenso, mucho más de lo que se percibía entonces, a medida que, en la conciencia humana, comenzaban a abrirse paso otros hallazgos, de otras disciplinas. Galileo había provocado que el mundo experimentase un periodo de rápida transformación y crecimiento y, al precipitarse todos estos cambios sobre la conciencia humana, pronto se haría obvio que el Cristianismo, tal como se había entendido tradicionalmente, ya no encajaba en este nuevo mundo que nacía.
El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton en la región Northumbria, en Inglaterra. Fue ante todo un matemático, pero las matemáticas lo llevaron a una nueva comprensión de cómo funcionaba el Universo. Estudió la causalidad, la gravedad, y la interrelación de todos los seres vivos. No había lugar en el universo de Newton para un Dios exterior que interviniese de modo sobrenatural en la historia humana. El margen para la realización de eso que llamábamos “milagros” se reducía sensiblemente. El concepto de “milagro” pronto empezaría a desaparecer del vocabulario humano y, al final, de todas nuestras expectativas. Este impacto se dejó sentir en muchos aspectos de la vida.
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