Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
viernes, 23 de noviembre de 2018
T E S I S 1: El teísmo-John Shelby Spong-3
A principios del siglo XX, un médico alemán llamado Sigmund Freud empezó a sondear la mente humana con su estudio de la naturaleza del inconsciente, las emociones y las actividades de lo que una vez llamamos “el alma”. Con este estudio, Freud hizo entrar al pensamiento occidental en una comprensión completamente nueva de la condición humana. Muchos de los símbolos que una vez estuvieron en el núcleo del relato cristiano parecían ahora muy diferentes, al ser analizados desde la perspectiva freudiana. ¿Era el “Dios Padre” del cielo una mera proyección de la autoridad paterna humana? ¿Era el poder de la culpa, en el que una parte tan importante de la vida cristiana había estado basada, algo más que una forma de control del comportamiento humano? Esta poderosa fuerza de la culpa se había proyectado también hacia la otra vida, vida de eterna bienaventuranza o de llamas eternas, pero ahora, de forma bastante repentina, parecían no proceder de la revelación divina, sino de desórdenes psíquicos. Dios, concebido como juez, empezó a ser reconocido como una más de las formas que tenemos los humanos de tratar con nuestra propia falta de autoestima y bienestar mental. El temor de Dios, que conformaba buena parte del Cristianismo, con sus imágenes del cielo y el infierno, empezó a desaparecer. La retirada de Dios hacia la irrelevancia ante los nuevos conocimientos casi se había completado.
También en el siglo XX, un físico alemán llamado Albert Einstein, que pasó buena parte de su vida adulta en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, empezó a estudiar lo que llegaría a llamarse “relatividad”. Se descubrió que el tiempo y el espacio no eran infinitos, sino finitos, y relativos siempre el uno al otro. Dado que la vida humana se desarrolla en el espacio y en el tiempo, también se desarrolla en medio de la relatividad. Todo lo que hacemos y decimos, lo hacemos y lo decimos en medio de la relatividad del espacio y el tiempo. Esto significa que no hay algo así como una verdad absoluta. Incluso si hubiese una verdad absoluta, no podría ser pensada ni expresada en el marco de la experiencia humana. Tras esta conclusión, todas las pretensiones religiosas de objetividad desaparecían. No hay algo así como “la verdadera religión” o “la verdadera Iglesia”. No hay algo así como un Papa o una Biblia infalibles. No hay algo así como un credo eterno ni una doctrina particular que pueda definirse como verdadera para todos los tiempos. La vida humana se vive, más bien, en un mar de relatividad. La vida es un viaje sin fin que nos sumerge en lo que quiera que en definitiva sea lo real, pero nadie que esté atado al tiempo puede conocer y abarcar plenamente esa realidad. Así pues, la Iglesia cristiana nunca podrá ofrecer a nadie la seguridad de las certezas. Ninguna institución humana, incluida la Iglesia, posee la verdad eterna, ni puede poseerla. Los seres humanos y sus instituciones solo pueden, por decirlo con palabras de Pablo, «ver oscuramente, como en un espejo, en enigma» (I Cor. 13:12).
Esta crónica de la articulación del conocimiento humano desde el siglo XVI hasta hoy, tan breve y, por tanto, tan imperfecta, nos hace al menos conscientes de que la forma en que los seres humanos hemos pensado a Dios en el pasado se ha visto sacudida en lo fundamental. Y, sin embargo, en las liturgias de todas las Iglesias Cristianas seguimos usando esos conceptos del pasado como plantilla sobre la que se diseña el culto. Pero, intelectualmente, dichos conceptos están ya desechados. Así, decimos todavía: «Padre Nuestro que estás en el cielo». Esa es la oración que se dirige a un Dios concebido como ser de un poder sobrenatural, que habita por encima del cielo de un universo dividido en tres niveles y del que, de algún modo, se cree todavía que controla nuestro mundo. A este Dios le pedimos aún «nuestro pan de cada día», el establecimiento de su reino en la tierra, el perdón y la tutela. Todavía nos acercamos a este Dios, concebido como juez, de rodillas, suplicando misericordia, pidiendo favores y buscando salud. Cuando la tragedia nos golpea, todavía nos preguntamos por qué, y todavía preguntamos si esa tragedia es un reflejo de los deseos de Dios de que seamos «castigados por nuestros pecados». “¿Qué he hecho para merecer esto?», decimos.
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