miércoles, 10 de abril de 2019

Carta abierta de un periodista gay al papa Francisco

He visto la entrevista que le dio usted al periodista Jordi Évole, en la que nuevamente habló de los gays, corrigiendo que no nos mandaría al psiquiatra desde niños, como había dicho antes, sino apenas al psicólogo, como sin fuese tan diferente, y diciendo que nuestros padres deberían vigilar si hacemos "cosas raras". Dijo también otras cosas que solo entienden quienes leen entre líneas y conocen el perverso catecismo de la Iglesia, pero pasan muchas veces inadvertidas para muchos. Ya escribí varias veces sobre esa costumbre suya, esa capacidad de decir una cosa y lo contrario al mismo tiempo, pero quería esta vez hablarle a usted, aunque no sé si algún día leerá esta carta.
Antes que nada, Francisco, para ser sincero, yo no le creo nada.No le creía antes, cuando aún se llamaba Jorge y llamaba a la guerra santa contra nuestro derecho a contraer matrimonio civil –en privado, usted le echaba la culpa a monseñor Aguer, pero después repitió el mismo discurso del arzobispo de La Plata en su famosa carta a las monjas, que yo hice publicar en los diarios–, y tampoco le creo ahora.
Escribí en mi último libro sobre lo que dijo usted en aquel vuelo de regreso desde Río de Janeiro, sobre el patético final de esa comedia de enredos que fue el sínodo de la familia, sobre su silencio después de la masacre de Orlando, sobre sus amagues que quedan en nada. Tenemos un amigo en común que trató de convencerme de que tiene usted buenas intenciones, pero prefiero los hechos a las palabras, las evidencias a la fe. Y lo que los hechos muestran, una y otra vez, es que usted no ha cambiado. A diferencia de su archienemigo en la interna eclesiástica argentina, es usted un hombre muy inteligente, con una habilidad política sensacional. No creo que sea homofóbico. Creo que es ambicioso y oportunista, y repite el discurso homofóbico de la Iglesia porque es su trabajo, aunque trate de matizarlo para preservar su face, como enseña la sociolingüística, porque quizás, en el fondo, le dé un poquito de vergüenza.
Sí, debe dársela. Usted es un hombre culto, leído, que sabe muy bien la diferencia entre las pavadas que dice su Iglesia sobre la sexualidad y lo que la ciencia, de forma unánime, sabe sobre ella. No es un fanático encerrado en su propio dilema, como su antecesor, ni un perverso muerto de miedo, como los pedófilos con los que convive en el Vaticano. Usted sabe que la Iglesia dice barbaridades cuando habla de los gays y probablemente le den vergüenza ajena los que, a diferencia de usted, las dicen convencidos. Yo no le creo que usted se crea esas barbaridades, aunque finja creerlas. Vamos, le digo esto porque lo respeto, aunque no lo quiera. Usted sabe perfectamente lo que debería hacer si quisiera, de verdad, acabar con la conducta criminal, cínica, hipócrita, cruel y perversa que la Iglesia mantiene hace tanto tiempo contra la dignidad humana de los homosexuales. Pero no lo hace. Apenas trata, con palabras bien calculadas, de escribir el capítulo sobre sí mismo en los futuros libros de historia, sin arriesgar para merecer lo que espera que recuerden de su papado, sin decirle basta a tanta hipocresía, a tanta maldad.
Le escribo, aunque no le crea, porque respeto su inteligencia. Porque reconozco en usted a un interlocutor racional, de quien podría esperar un diálogo que sería imposible con un fanático como Benedicto. Creo que quienes tenemos un espacio en los medios de comunicación –que a usted, como buen político que es, siempre lo han obsesionado– deberíamos acorralarlo más, para que ser hipócrita le resulte más difícil. Esa vocación de parte de la prensa por besarle el anillo papal se la pone a usted demasiado fácil. Y, aunque me parece casi imposible que dé el brazo de la Iglesia a torcer, creo que el periodismo debería ir a fondo, ponerlo en un brete, empujarlo a preguntarse si, al final de cuentas, no le conviene a usted decir de una vez por todas la verdad y reconocer que, durante todo este tiempo, la Iglesia ha dicho barbaridades sobre nosotros, que causaron mucho dolor y cegaron muchas vidas. Pedir perdón, esa cosa tan cristiana. Hacerlo, aunque más no sea, para pasar a la historia mereciéndolo. La prensa debería dejar de ser obsecuente y cuestionarlo como hacemos con los políticos. Y si eso no es suficiente en su caso, que cree el clima para que sea su sucesor quien finalmente diga la verdad.
Hay gente que me pregunta, Francisco, por qué me preocupa tanto lo que hacen usted y su Iglesia, si yo no creo en Dios. Es irrelevante lo que yo crea. Lo cierto es que su Iglesia y usted mismo tienen un poder gigantesco, que viene siendo usado en todo el mundo para difamarnos, para tratarnos como menos gente, menos dignos, anormales, pecadores, enfermos, para negarnos derechos civiles básicos, para presionar a gobiernos y parlamentos para que nos mantengan como ciudadanos de segunda. El catecismo de su Iglesia enseña desde chicos a millones de personas a creer que "los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados (…), son contrarios a la ley natural, cierran el acto sexual al don de la vida, no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual, y no pueden recibir aprobación en ningún caso". Es textual, Francisco. Esa es la porquería que les meten a los chicos en la cabeza para tomar la comunión. Usted, que es un tipo inteligente y culto, sabe que eso es una atrocidad. Sabe que la ciencia es unánime en decir que la homosexualidad es apenas una orientación sexual, ni mejor ni peor que la heterosexualidad y la bisexualidad, ni más ni menos normal, ni más ni menos saludable, apenas diferente. Una característica absolutamente natural, que forma parte de la diversidad biológica de nuestra especie y de muchas otras, como tener la piel blanca o negra, los ojos verdes o café, el pelo morocho o rubio, o ser diestro o zurdo. No se elige ser homosexual, ni puede cambiarse, ni es necesario, porque no hay nada de malo en serlo. Usted lo sabe, no se haga el tonto. No le creo cuando finge demencia.
Usted sabe, Francisco, que no importa lo que cada uno de nosotros crea sobre Dios: la prédica homofóbica de su Iglesia provoca sufrimiento a millones de personas desde su niñez, sean católicas o no; retira derechos, justifica la violencia que sufrimos, nos ofende y discrimina, nos transforma en blanco del desprecio de otros que creen el lo que dice su catecismo, lleva a muchos padres a creer que sus hijos homosexuales son "raros", como acaba de decirles usted, y los traten como tales, y autoriza a políticos populistas a usar el discurso de su Iglesia como justificación para sus propias políticas de odio. Usted sabe el daño que todo eso hace, Francisco. Por su culpa, por su grandísima culpa.
Ahora, hablemos de lo que usted le respondió a Jordi Évole. El periodista le recordó aquella vez que usted dijo eso de "quién soy yo para juzgarlos" y su respuesta, Francisco, confirmó lo que muchos habíamos cuestionado entonces, leyendo su frase completa, que al final remitía al catecismo. "Las tendencias no son pecado", le dijo usted al periodista, y luego agregó: "Si vos tenés tendencia a la ira, no es pecado, pero si sos iracundo y le hacés daño a la gente, el pecado está allí”. Por si no quedaba claro, usted resumió: el pecado es "actuar una tendencia". Es decir, para que la homosexualidad no sea pecado, la condición es la castidad, como dice el catecismo. Que significa, en buen castellano, que, si a mí me gustan los hombres, debería haberme mantenido virgen para siempre, negar mi sexualidad, reprimir mis deseos, no enamorarme, no tener pareja, no formar una familia (esa familia que ustedes tanto dicen defender), ser una persona infeliz, frustrada, solitaria, que rechaza una parte constitutiva de sí mismo.
Eso, Francisco, ha llevado al suicidio a muchos de los que creen en la porquería que enseña su Iglesia. Y a otros los ha llevado a la doble vida, al fingimiento, a la mentira, inclusive dentro de la institución que usted gobierna. Además, cuando usted dice que lo que es pecado no es la tendencia, sino el acto, eso alcanza como justificación para toda la violencia ejercida contra nosotros, para toda la negación de derechos. Porque, en definitiva, cuando un país no reconoce nuestros matrimonios, está condenando el acto de vivir libremente nuestro amor, no apenas una tendencia, y cuando un homofóbico se siente autorizado a darle una paliza a una pareja gay en la calle, lo que le molesta no es la vivencia interior de esos maricones, sino que fuesen por ahí de la mano o se dieran un beso en público, desafiando la imposición de la castidad y transformando la vergüenza en afirmación y orgullo. Lo que nos condenan es que seamos felices.
Cuando el periodista le recordó que usted recomendó a los padres que, si sospechaban que su hijo es homosexual, lo mandasen al psiquiatra, usted se puso en modo "no fue eso lo que quise decir". Culpó a la prensa por haber dado la noticia, por haberlo acusado injustamente de querer tratarnos como enfermos mentales. Pero al querer arreglarla, la empeoró, porque mostró que lo que quería cambiar no eran sus palabras, sino apenas la forma en que los medios lo criticaron por ellas. Dijo que "toda persona tiene derecho a tener un padre y una madre" (ya que estamos, no dos padres, ni dos madres), "venga como venga el crío o la cría". Ay, Francisco, ¿cómo es eso de "venga como venga"? Entre líneas, otra vez, usted está diciendo que nosotros y nosotras vinimos defectuosos.
En la parte que los que le creen van a resaltar, usted dijo que "nunca se echa del hogar a una persona porque tenga tendencia homosexual". Es un típico ejemplo de esas frases suyas que pueden ser leídas de maneras opuestas. Sus admiradores dirán que es revolucionario que un papa les pida a los padres que no echen a sus hijos gays de casa, como si eso fuese lo máximo que usted puede decir en el siglo XXI. Pero usted dijo "porque tenga tendencia homosexual". Volvamos a lo anterior. Si en vez de apenas tener "tendencia", tiene novio, ¿ahí qué hacemos, Francisco? Usted mismo se lo explicó al periodista, y esa fue la peor parte: "Cuando una persona es muy joven o pequeña y empieza a mostrar síntomas raros. Ahí conviene ir… yo dije psiquiatra", pero fue la maldita prensa que se aprovechó de sus palabras para criticarlo, así que rectificó: “… ir a un profesional, a un psicólogo, que más o menos vea a qué se debe eso, antes del diagnóstico”. ¿Cuál sería, en este caso, la diferencia entre un psicólogo y un psiquiatra? ¿Qué diagnóstico, por el amor de tu dios, Francisco?
Usted no es tonto, repito. Es un hombre culto, inteligente. Usted sabe que no hace falta ningún diagnóstico, porque la homosexualidad no es ninguna anomalía o enfermedad, ni nada "raro". Es una orientación sexual –repitamos, por si alguien no lo entendió–, ni más ni menos normal, ni más ni menos natural, ni mejor ni peor. Es parte de la diversidad biológica de la especie humana, entre otras. Lo es, como la tierra es redonda. Pero al hablar de cosas raras, psicólogo y diagnóstico, lo que usted está haciendo, Francisco, es sugerir que, si un padre descubre que su hijo es gay, debería tratar de "corregirlo", porque hay algo en ese chico que "está mal". Es justamente eso lo que lleva a muchos padres a no aceptar a sus hijos, cuando entienden que no podrán cambiar esa "tendencia", que tendrán que aceptar los "actos" que naturalmente vienen con ella (por ejemplo, que su hijo tenga novio y quiera llevarlo a cenar a la casa de sus padres, que quiera ser feliz siendo lo que es y no fingiendo, mintiendo, escondiéndose). No hay nada que sus padres puedan hacer para cambiar lo que no se puede cambiar, como no podría "corregirse" la heterosexualidad y obligar a un hijo hétero a que le gusten los hombres. Pero sí hay algo que pueden hacer para no joderle la vida: amarlo sin condiciones.
Usted sabe, Francisco, que en esas palabras suyas sobre rarezas, síntomas y psicólogos está el germen que ya produjo tantos suicidios, tanta violencia, tanto odio, tanta discriminación. Que es justamente basándose en esas palabras que obispos de su Iglesia, como está ocurriendo ahora en España, promueven "terapias" anticientíficas de "reversión de la homosexualidad" que no pasan de sesiones de tortura y dejan daños psíquicos gravísimos en quienes son sometidos a ellas y no se suicidan o salen corriendo. Son esas palabras suyas que autorizan a políticos populistas a hablar de la homosexualidad como algo “raro”, antinatural, anormal, promoviendo políticas y leyes discriminatorias, justificando la violencia contra nosotros y nosotras.
Cuando Jordi Évole, un muy buen periodista, le cuestionó sus palabras, le mostró lo espantoso que era hablar de "cosas raras" o pedir a los padres que lleven a sus hijos gays a un psicólogo, usted insistió: "Para una familia es raro, algo fuera de lo normal". Es más, dijo que había que distinguir entre ese momento de dudas sobre los "síntomas raros" de sus hijos y aquel en el que "la actitud homosexual está fijada". Otra vez, como si hubiese alguna forma de cambiar la orientación sexual de una persona. Usted sabe que no la hay, ni tampoco se justifica intentarlo, porque no hay nada de malo en ser gay o lesbiana. Repito: usted es una persona inteligente, no se haga el tonto.
El periodista le cuestionó, al final, que lo que usted presentaba como gestos positivos sobre este asunto podía ser, para mucha gente, insuficiente. "¿Qué más falta?", preguntó usted, poniéndole punto final a la discusión, porque Jordi no supo responderle. Es ahí que quería llegar, Francisco. Falta mucho, muchísimo, y usted lo sabe.
Falta, en primer lugar, que usted y su Iglesia reconozcan algo que a esta altura es tan evidente como que la tierra no es plana y el sol no gira a su alrededor. Que usted y su Iglesia reconozcan, de una buena vez, que no hay absolutamente nada de malo en ser homosexual, que no es una elección, ni una enfermedad, que es tan normal y saludable como ser hétero, que no es una cuestión moral, y que las personas homosexuales tienen derecho a ser tratadas con el mismo respeto y a gozar de los mismos derechos que los demás. Falta, para eso, que usted y su Iglesia paren de presionar a los gobiernos, a los parlamentos y a los jueces, en diferentes lugares del mundo, para que nos nieguen derechos tan básicos como el matrimonio civil, para que las escuelas implementen políticas contra o bullying homofóbico, que tanto daño le hace a tanta gente, que tantos suicidios provoca alrededor del mundo, para que promuevan el respeto y la celebración de la diversidad, para que eduquen contra el prejuicio.
Falta, Francisco, que corrijan esa parte horrible y perversa del catecismo que dice las barbaridades que cité más arriba, que son terriblemente ofensivas, además de estúpidas. Que dejen de meterles esa porquería en la cabeza a los chicos que van a hacer la comunión. Que dejen de decirles a los padres que si sus hijos son homosexuales eso es raro, o que necesitan llevarlos al psicólogo. Falta que no permitan más que tantos curas, obispos y cardenales digan barbaridades mucho peores, que se parecen a las que los nazis decían de los judíos, y que, si las dicen, los echen de la Iglesia. Y ya que estamos, que echen a los pedófilos, que hacen cosas mucho peores. Falta que pidan perdón por todo el odio que desparramaron, por todo el dolor que provocaron, por todo el daño que hicieron. Falta, Francisco, que decir barbaridades sobre los homosexuales deje de ser una de las principales ocupaciones de la Iglesia y pase a ser un pasado por el que se disculpan con el mundo, para que les creamos que por fin aprendieron a ser buena gente.
Falta, Francisco, que usted deje de fingir y reconozca la verdad. Que admita que es usted inteligente y sabe que todo esto que le digo aquí es cierto. Que reconozca que es difícil, porque su Iglesia ha mantenido esta hipocresía durante demasiado tiempo, insultando en público a los homosexuales y haciendo lobby político contra sus derechos, mientras hacen orgías con taxi boys en los palacios del Vaticano. Y que a muchos les cuesta cambiar y reconocerlo, porque tienen miedo de que se sepa. Falta que reconozca que han mentido y que dejen de hacerlo, porque eso sí, Francisco, me parece que es pecado. Porque lo han hecho siempre invocando el nombre de Dios en vano.
Falta todo eso y mucho más, Francisco. Y es por ello que no le creo nada. Porque sé que usted lo sabe. Y sabe que sabemos que lo sabe. Porque, a diferencia de su antecesor, no es usted un fanático. Pero, justamente por eso, usted es peor. Porque si yo le creyera, como les creo a otros de los suyos que están muy mal de la cabeza, me daría pena. En su caso, Francisco, me da bronca, porque es usted un mentiroso.

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