miércoles, 16 de mayo de 2018

El confesionario católico controla la sexualidad


Haciendo a Jesús Queer: Más Alla del Reformador Activista 
Robert E. Goss
 Cleveland: Pilgrim Press, 2002
 www.pilgrimpress.com 


El libro inicia con un capítulo autobiográfico puesto que la ubicación social es decididamente importante para la comprensión de la teología sexual de su autor. 
La teología sexual siempre incluye al texto de nuestras vidas. 

Su propia vida provee un texto básico desde el cual inicia las reflexiones 
teológicas. 

Fui educado sobre la sexualidad con los sentimientos de culpa normales de un ambiente católico. Podría haber sido una culpa presbiteriana, bautista, luterana o griega-ortodoxa. Todas las iglesias han perfeccionado sus mecanismos rituales y sociales para inculcar culpa sobre el cuerpo y la sexualidad: las escuelas dominicales, las clases de catecismo, las prédicas, las vestiduras de los oficiantes y los codificados mensajes negativos sobre el sexo expresados por las familias y los especialistas religiosos. Las estructuras sociales y educativas y los ritos de las iglesias expresaban un punto de vista moral negativo sobre el cuerpo y la sexualidad. Asimismo, fomentaban un régimen de control del cuerpo y de estricta vigilancia de cualesquiera sensaciones y sentimientos sexuales. La educación católica y el silencio familiar sobre el sexo intensificaron mi terror del cuerpo y la sexualidad.
Recuerdo a mi madre un domingo después de misa, sometiéndose en el comulgatorio a un rito de purificación, anterior al Concilio Vaticano II, que le permitiría volver a comulgar luego del nacimiento reciente de mi hermana. Mi madre se purificaba de “la maldición de Eva”, de los dolores del parto y los rastros de la concupiscencia. El mensaje era suficientemente claro a un muchachito impresionable: el sexo, el nacimiento y las mujeres eran impuros, sucios y pecadores. Advertí que mi padre estaba libre de cualesquiera ritos de purificación. Solamente mi madre debía participar en tales ritos; los padres eran privilegiados. Me di cuenta que, frecuentemente, también otras mujeres los ejecutaban en el comulgatorio. Ya cuando era un niño de cinco años la iglesia católica me había inculcado normas específicas sobre la sexualidad y la impureza. El mensaje de un rito de purificación era que las mujeres, por cierto, no eran iguales a los varones. Las mujeres y la parición eran impuras. La sexualidad era temible pues era peligrosa, te apartaría de Dios e inhibiría, definitivamente, de su gracia.  
La confesión fue el primer discurso público sobre el sexo en el cual estuve comprometido y, ciertamente, no era el discurso sobre sexo más saludable al que podía aspirar un joven católico. La confesión servía para reforzar y subrayar los valores católicos sobre sexualidad y restituir simbólicamente los individuos pecadores a la comunidad. Esto crea una ansiedad personal sobre las formas de inconducta sexual. Los elementos católicos del sacramento de la penitencia, tal como fue practicado en la forma de confesión desde 1216 al presente, consistían en la confesión privada de los pecados, la contrición, la absolución y la reparación de los pecados. El sacerdote tenía el poder de perdonar los pecados porque representaba a Cristo. El confesionario sostenía una distinción clasista de poder entre el penitente y el sacerdote cuya autoridad le confería poder para configurar la dirección de la vida del penitente. En el confesionario el sacerdote podía formar valores, reforzar la culpa y mantener el control sobre la persona penitente. El confesionario era la caja negra donde nos topábamos con la vigilancia de Dios quien requería que dijese la verdad sobre los sentimientos y acciones sexuales. El confesionario católico proveía un modelo de vigilancia en el cual el padre confesor intervenía en la familia y extendía el control de la iglesia católica sobre la sexualidad humana. Para muchas personas católicas, el confesionario no negaba ni silenciaba la sexualidad sino que la hacía expresable y controlable. En la época anterior al Segundo Concilio Vaticano, el rito del confesionario era un instrumento de terror para la juventud católica que entraba en secreto a una caja negra para decir la verdad sobre sus pecados a un representante de Dios en la tierra. Para que la confesión fuese efectiva, la persona penitente debía especificar el número exacto y circunstancias de cada pecado mortal. Si mentía u ocultaba la verdad, la confesión era inválida. Sus pecados no sólo serían imperdonables sino agravados por la mentira a Dios. Hasta mucho después no advertí en que medida el sombrío cubículo del confesionario cerrado generó el encierro en mi propia vida. Clausuró mis mas profundos anhelos y sentimientos sexuales El confesionario se convirtió en un panóptico, literalmente “visión total”, espiritual donde la mirada vigilante de Dios estaba enfocada en uno. Dios veía nuestras acciones y sabía de nuestros más profundos sentimientos e impuros movimientos. La vigilancia de Dios creó una cultura de la culpa y la ansiedad. Recuerdo a una monja que describía el juicio final mostrándome como todos sabrían de los asquerosos pecados que había cometido. “Tus pecados”, decía, “serán proyectados en una pantalla donde todos verán tu falta de amor por Dios”. Cuando joven, esta imagen me aterró. Cualesquiera vería mis sentimientos sexuales y cuán pecador era. En las luchas con el cuerpo y el espíritu, la pubertad presentó una dimensión aterradora. Mis órganos genitales eran el diablo y mi lugar de juegos. Ningún pecado era más difícil de confesar al sacerdote que haber tenido pensamientos impuros, como lo pueden atestiguar las personas católicas catequizadas antes del Segundo Concilio Vaticano. Cuando joven, los sentimientos y los pensamientos eran uno solo en mi mente. Esa situación reflejaba la doctrina moral del catecismo católico donde el deleite en un pensamiento sexual impuro era tan pecado mortal como la comisión de un acto sexual. En aquellos días, los pecados mortales podían cometerse en pensamiento, palabra y obra y eran un seguro camino al infierno. Por suerte, rara vez el sacerdote me preguntó sobre el contenido de esos pensamientos impuros y sólo preguntaba superficialmente: “¿cuántas veces?”. Habría preferido la muerte a contarle el contenido de esos ocultos deseos masculinos que pulsaban en mi atraves de mi cuerpo. Esos deseos eran sucios, más sucios que los de algunos de mis amigos cuyos sentimientos y pensamientos giraban sobre muchachas. Yo era diferente porque mis sentimientos y pensamientos giraban en torno a mis amigos varones. Tenía terror de que me llamasen “puto”. Era uno de los del 10 por ciento y, en esa época, ignoraba el significado de sentir atracción por otros varones. No existía con quien hablar sobre estos profundos sentimientos que Dios veía y condenaba. Recuerdo pidiendo a Dios que apartase de mí esos pensamientos impuros, sentimientos sexuales y atracción por mis amigos varones. Creía que estos pensamientos y sentimientos recurrentes me conducirían de cabeza al infierno. Estaba convencido que estaba destinado al infierno. El infierno era el lugar para el castigo de quienes cometían pecados mortales que como yo mismo carecían de la disciplina interior para controlar sus impulsos sexuales. Posteriormente cuando en el colegio secundario leí Retrato de un artista cachorro de James Joyce, la escena donde el sacerdote jesuita describe vívidamente los tormentos del infierno, repetían mis experiencias infantiles de las monjas y los curas subrayando los castigos del infierno para quienes cometían pecados mortales. Me sentía como el joven Stephen Daedalus aterrado por el infierno y convencido de que mis sentimientos sexuales me llevarían allí.

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