miércoles, 29 de agosto de 2018

DREWERMANN ANTE LA ANGUSTIA DEL HOMBRE


Drewermann devant l' angoise de l' home, Etudes 377 (1992) 539-547.

 La prensa y algunas traducciones han dado a conocer recientemente a Eugen Drewermann. En Alemania se le conoce desde hace tiempo. Teólogo y psicoterapeuta, a sus cincuenta y tantos años, ha publicado casi una treintena de libros, de los que se han vendido varios centenares de miles de ejemplares. La gente se sorprende de tanto éxito. ¿A qué expectativa responde ese teólogo psico-terapeuta? ¿por qué sus libros provocan a la vez entusiasmo y polémica? 

El punto de partida 

Tras seis años de seminario en Münster y Paderborn, se encontró Drewermann, en la parroquia, con los que se dirigían a él para hablar de sus dificultades. "Fue para mí - confiesa - un tremendo conflicto. Deseaba ayudarles. Pero me sentía impotente". El no se resigna. ¿No eran los marginados y los que se sentían perdidos los que acudían a Jesús? Llega a la conclusión de que se ha de cuestionar él mismo. Constata que existe una inadecuación fundamental entre los problemas actuales del hombre moderno y la palabra de la Iglesia que pretende responder a ellos. Él propondrá un camino para superar ese divorcio y salir del ghetto eclesial. Primera constatación: la Iglesia no reconoce "el derecho a lo trágico". Sucede que un buen día, sin poderlo ni prever ni evitar, uno comete una falta. Algo así como lo que ocurre en las tragedias griegas. "Hay ocasiones en que se ha de cometer una culpa para evitar otra mayor". Drewermann cuenta el caso de una mujer que, tras dieciocho años de casada, encuentra el amor auténticamente compartido con un hombre. Un día descubre que espera un hijo de ese hombre. Pero él también está casado. Y con una mujer muy frágil, que está al borde del suicidio, y que ha retenido a su marido a base de darle cuatro hijos. Es más que probable que, si el niño llega a nacer, ella se entere de la relación de su marido y, desesperada, se suicide. ¿Qué hacer? En este caso ¿no es el aborto una falta necesaria? Drewermann pasa revista a otras situaciones semejantes, inevitables, en las que se imponen a nosotros unas fuerzas superiores, esas fuerzas que los antiguos llamaban destino o fatalidad. Sí, hay en la existencia un factor trágico: el hombre "se siente incapaz de realizar el bien" (véase Rm 7,1821). Ante ese tipo de situaciones la pastoral hace aguas. Se limita a repetir que la gracia nunca se nos niega, sobre todo para cumplir lo que manda la Iglesia. "La religión actúa como si todos estuviéramos salvados, en conjunto e individualmente. Pero no se preocupa del sufrimiento". Ese discurso moralizador y voluntarista mantiene la impotencia: no le permite al ser humano superar su angustia. San Agustín, Lutero, Pascal, Kierkegaard, ellos sí que experimentaron esa angustia y advirtieron que sólo la fe, y no las buenas obras, pueden hacer de un hombre o una mujer un ser justificado en su existencia contingente. Cuando uno se siente forzado a cometer una falta, lo decisivo es confiar con más fuerza todavía en el amor indefectible de Dios. Este salto, este puro confiar en Dios, puede curar la angustia, que es la causa de la neurosis. Pero - se pregunta Drewermann - ¿cómo ayudar a dar ese paso? Es preciso reconocer de nuevo la insuficiencia del discurso religioso actual, esta vez por parte de la exégesis moderna. Su método histórico-crítico exige que uno se olvide de sus propios problemas y que no lea más que los que el texto bíblico le plantea. Gracias al estudio de los géneros literarios, todo está en resituar el texto en su propio contexto de lugar y tiempo: la verdad habla históricamente. Este método, que nos saca de nuestro propio contexto, resulta aburrido para el espíritu y seca el corazón. Es el discurso académico, propio de nuestra civilización científica. Drewermann replica: "Los relatos bíblicos hay que comprenderlos más poética que históricamente". Se trata de arrancar la verdad de su origen único (tal persona, tal pueblo), para hacerla presente a mi propia vida, dado que se dirige a toda mujer y a todo hombre. ¿Por qué seguir al exegeta moderno que teme que cada uno identifique su propia historia con la de los personajes del relato? Ese temor ahoga los nuevos profetas. Sólo importa la lectura afectuosa hecha con los ojos de la fe, como cuando se lee una novela, se canta un poema, se contempla un cuadro: nuestra angustia se transforma en esperanza. ¿No es así como los campesinos de Nicaragua o de Bolivia leen su propia liberación actualizando las promesas de Yahvé a su pueblo? Urge hacer lo mismo: el universo científico en el que vivimos "no responde a ninguna de las preguntas que nos planteamos". El texto bíblico sí responde. A condición de que comprendamos que tiene la misma relación con la historia que la que mantiene toda obra de arte: ¡para todo y para todos!

 Lo precristiano originario

 ¿Cómo realiza esta trasformación interior con un texto que nos resulta exterior? ¿No se necesita una iniciación? Aquí apela Drewermann a la psicología profunda de Jung. Existen en el psiquismo humano arquetipos, imágenes primordiales, esquemas innatos, de orden colectivo y supraindividual, para los que no rige la distinción psíquicocósmico. Estos arquetipos que están en el fundamento de toda cultura se actualizan de dos maneras. Ante todo en los mitos religiosos, las sagas, las leyendas. Allí, arte y religión se unen indisolublemente. Por la sensibilidad artística a las imágenes podemos captar mucho más lo irreductible de esos arquetipos que por la filosofía y por la ciencia. Además, estos arquetipos, que constituyen un inconsciente colectivo, se transmiten de generación en generación y hoy se revelan en el claro-oscuro de los sueños de cada uno. Esos arquetipos los encontramos en los relatos religiosos de todos los pueblos, pues proceden de Dios, creador del universo. Drewermann apela a un texto de San Agustín: "La realidad misma que hoy llamamos religión cristiana existía ya entre los antiguos. Nunca ha faltado desde los comienzos de la humanidad hasta la encarnación de Cristo" (Retractationes, I, XII, III). Y Drewermann comenta: allí donde la Iglesia penetra, Dios le ha precedido con una revelación primordial y universal. Habiéndosele adelantado de esta forma, ella no aporta la verdad, sino que la acoge y la sella con su nombre. Estos arquetipos están también en el fundamento de los símbolos naturales e implican una relación unívoca e inmutable entre tal significante y tal significado. Por ejemplo: la Tierra es Madre. Esta relación natural ha desaparecido por obra y gracia de nuestro lenguaje de orden instrumental y utilitario, en el que el significante no significa nada, si no es referido a los otros significantes. Deslizándose en ese plano inclinado de significantes, el sentido acaba perdiéndose. Los símbolos naturales descansan sobre el simbolismo de la relación entre dos principios - uno masculino, el otro femenino-, cada uno de los cuales tiene lo que el otro no tiene y así se completan mutuamente. Las religiones de la fecundidad y de la naturaleza inscriben, sacralizándola, esa relación sexual en los mitos biocósmicos y en los ritos colectivos. Es con ese tipo de sacralización con lo que el judaísmo rompió. Pero - afirma Drewermann - "la polémica del conjunto del AT contra las religiones míticas nos ha costado cara". Es por miedo a las religiones de la fertilidad por lo que el AT se niega a atribuir a la sexualidad un carácter sacramental divino. Y el cristianismo, al aplicar al mito la misma negación, no ha podido dejar de "ver en él un obstáculo a la fe. Y es así como nos hemos pasado dos milenios teniendo miedo de nosotros mismos, apelando casi exclusivamente a la razón". El cristianismo no podrá responder a la llamada del hombre moderno sino reencontrando "lo que el judaísmo había excluido": la sacralización de la sexualidad por un "retorno a los mitos antiguos", según los arquetipos que residen en las honduras de nuestro ser. Con la ayuda del psicoanálisis de Jung, el cristianismo podrá salir adelante. De hecho, muchas de sus ideas no nacieron en suelo judío, sino en el de la historia de las religiones, en especial la griega y la egipcia. "Dios se puso en busca nuestra desde el momento en que nos creó" y no sólo exclusivamente, a partir de la historia de Israel. "Imposible, pues, restringir nuestra investigación a un pueblo definido, a una forma precisa". No tengamos miedo de encontrar finalmente todas las formas arquetípicas de las que Dios ha impregnado nuestra alma para hacernos salir de la angustia. Esto es, ni más ni menos, reasumir el gran proyecto de Jung, tal como él mismo se lo expresó a Freud: "Un orden ético míticamente nulo, deshabitado por toda fuerza pulsional arcaica e infantil, es puro vacío". Por el contrario, el cristianismo recuperará toda su fuerza original por medio del psicoanálisis. La religión - sigue diciendo Jung - "podrá reavivar en el intelectual el sentido de lo simbólico y de lo mítico, volver a transformar poco a poco a Cristo en ese dios adivino de la viña que él era y canalizar así las fuerzas pulsionales extáticas del cristianismo ( ... )". Freud comunica a Jung sus reservas: "mis intenciones no van tan lejos". Las de Drewermann sí van. Para él, el psicoanálisis debe "enriquecer" al cristianismo, el cual, como contrapartida, podrá abrirlo a lo que sólo garantizará su éxito: la confianza en un Dios de gozo y de amor y no de culpabilidad y de tristeza.

 La extraña paradoja 

Es necesario preguntarse sobre los medios con que cuenta ese maravilloso proyecto. ¿A qué conduce, de hecho, esta práctica? ¿A recuperar nuestros arquetipos? Pero la "observación científica", de la que jamás se apartó Freud, lleva a reconocer que esos famosos arquetipos están irremisiblemente ausentes de nuestro inconsciente de hombre o de mujer del siglo XX. No es que los rechace. Es que, desde hace mucho tiempo, no están. La clínica da, a diario, testimonio de esto. Hablando del análisis de tres jóvenes médicos togoleses venidos a París, reconocía Lacan: "No he podido encontrar ni rastro de los usos y creencias tribales". Lo que sabían de los mitos y ritos de su cultura africana no era un "saber autóctono", sino el propio del etnógrafo. Y este saber etnográfico y universitario sólo se adquiere cuando el mito ha muerto, cuando ha pasado de la creencia reservada a los iniciados al estatuto de un saber abstracto y transmisible a cualquiera. Como contrapartida, el inconsciente de esos tres togoleses funcionaba de acuerdo con las reglas de Edipo corrientes en Europa, o sea, un inconsciente - dice Lacan - "que les habían vendido al mismo tiempo que les habían impuesto las leyes de la colonización". ¿Qué puede hacer entonces el analista que sigue a Jung? Dado que el inconsciente no habla ya arquetípicamente, es el analista el que va a aplicar a las formaciones del inconsciente del que se analiza una interpretación de acuerdo con los arquetipos primordiales. Y esto a partir del único saber de que dispone: el de los libros. Él destilará en la persona que se analiza el saber libresco de los mitólogos y etnógrafos de su tiempo. En una palabra: realiza la tarea de adoctrinamiento hermenéutico transmitiendo una gnosis: lo que se llama el "psicoanálisis aplicado". Pero a partir de aquí se revela en la práctica de Drewermann una extraña paradoja. Él critica en el exegeta moderno el método que consiste en leer la Biblia, históricamente, no poéticamente. El ironiza a propósito del exegeta que, preocupado por la verdad referencial, piensa que Jesús realmente anduvo sobre las aguas. Pero ¿no hace él algo por el estilo cuando interpreta un sueño o una obra de arte en función de la historia, de la autobiografía de la persona o del autor? Un ejemplo. Tras seis meses de terapia una mujer tiene el sueño siguiente: "Ve el retrato de una mujer etrusca, un fresco cuyo contorno está casi borrado. Luego, en un café de Roma, ve la misma imagen de mujer, pero esta vez cubierta de un velo de casada. Un poco más tarde se ve ella misma en una cuna y a uno y otro lado una religiosa que hace las veces de comadrona y un trapo blanco que se tiñe completamente de un rojo de sangre". ¿Cómo lo interpreta Drewermann? De hecho, histórica y no poéticamente. Este sueño sería el reflejo, la traducción, de lo que habría estado la existencia de esta mujer: una "violación prolongada". Drewermann haría de esa mujer una víctima que ahoga sus sentimientos de rebeldía "bajo el velo de la moral cristiana". En cambio, es incapaz de ver el auténtico reto de ese sueño en su contenido latente: que se opera una transmisión de mujer de pie a mujer acostada "en una cuna". Freudianamente hablando, esta formación del inconsciente que es el soñar no es la pura repetición del pasado, sino una articulación nueva de sus elementos. Es una creación de la imaginación que realiza un deseo. Sin entrar en detalles de la interpretación simbólica - y no histórica - de este sueño, lo que sí interesa aquí es indicar que la interpretación "historicista" de Drewermann es del todo arbitraria, psicoanalíticamente hablando. mismo habría que decir, por Ej., de la interpretación que hace del Petit Prince de SaintExupéry, como una "autobiografía", como una "memoria codificada". Hay aquí una ingenuidad, de la que Freud se guardó mucho: "La esencia de la realización artística - afirmaba él - nos resulta, psicoanalíticamente, inaccesible". La biografía del autor no nos explica la obra de arte. Es más bien el psicoanalista el que ha de aprender del artista lo que es una creación del inconsciente. No es el psicoanalista, sino el artista el que va por delante. Asimismo el rechazo freudiano se confunde con la represión social. Drewermann atribuye la neurosis a la ley moral dictada por la autoridad familiar o religiosa. Freud, por su parte, mostró claramente que el problema no está aquí: "Un niño educado con gran dulzura -afirmaba - puede elaborar una conciencia extremadamente rigurosa". El auténtico problema es éste: ¿qué hacer con la sexualidad, supuesto que ésta no surge sino a partir de una u otra "perversión infantil"? ¿cómo responder a ese destino originario de una forma que no sea con una neurosis? De ésta, que es la apuesta propiamente freudiana, Drewermann no quiere saber nada. De hecho, su interés está en otra parte. Se trata de devolver la fuerza y la vida a la religión de ese fin de milenio y su éxito se debe a que estigmatiza la modernidad europea y la complicidad eclesial con ella. Cuando el lenguaje se reduce a instrumento de comunicación, la relación amorosa a una higiene sexual, el tejido social a un anonimato burocrático y la ley moral a un acto de voluntad sin ningún afecto ¿qué va a aportar de nuevo una religión conducida por esa modernidad? Cuando uno no se resigna y tiene todavía la vida por delante, es muy tentador dejarse arrastrar por un profeta que despierta en nosotros la nostalgia de una época intacta que no había sufrido aún la triple "perversidad": la del judaísmo, que desacralizó el mundo; la de la teo-filosofía, que, al exaltar el concepto, ha hecho de la imagen una pura herramienta pedagógica o publicitaria; y la de la ciencia, que, por sus efectos tecnológicos, nos ha sometido a la ley de hierro de la plusvalía en detrimento de la creación artística, confinada en museos para los paseantes de final de semana. Drewermann encontró en Jung un aliado que pretendía reencontrar "los instintos profundos de la raza". Freud no está de su parte. El método analítico no es una vuelta a la particularidad de la sangre y de la tierra. Todo lo contrario: supone que se tienen en cuenta las exigencias de nuestra modernidad. En efecto, el inconsciente no es el arquetipo atribuido a un alma colectiva. El inconsciente es un saber al cual un sujeto puede acceder. ¿Qué sujeto? El mismo de la ciencia, el que nació con el cogito cartesiano y que, más allá de los saberes establecidos y de las opiniones comunes, se engendra en el movimiento de conquista de un nuevo saber, para avanzar con certeza en este camino. Querer enraizar al sujeto más acá conduce al error, de buena o de mala fe. De ese error, la obra de Drewermann es un síntoma inquietante. No es ciertamente por la vía de las condenas por la que se trata un síntoma, sino más bien escuchando la pregunta que ese error nos plantea: ¿cómo lograr que "el sujeto de la ciencia salga con la empresa" de manera satisfactoria? Es la pregunta de finales del siglo XX: de occidental se ha convertido en planetaria. El mérito de Drewermann consiste en haberla planteado claramente. Las soluciones que él preconiza no nos  parecen responder a ella. Pero esto no significa que no haya que escucharla atentamente... en espera de una solución mejor. 

Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA

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