miércoles, 29 de agosto de 2018

Otro Dios es posible - 1


Reflexiones desde Nicaragua sobre el cristianismo, el poder y las mujeres

 María López Vigil 

Universidad Centroamericana, Nicaragua

 marialv@ns.uca.edu.ni 

En su libro Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación: Providencialismo, pensamiento político y estructuras de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua (2003), Andrés Pérez Baltodano señala cuál es la más gruesa y escondida de las raíces que explican el atraso de Nicaragua, el obstáculo que le ha impedido, y le sigue impidiendo, ser un Estado moderno. Lo identifica: se trata del providencialismo religioso, generador de una cultura política a la que él llama "pragmatismo resignado". Pérez Baltodano propone como tarea urgente, para ir arrancando esta perniciosa raíz, la transformación de la idea de Dios.

 La idea de Dios como supremo poder que gobierna el mundo y el país, la vida colectiva de todos y la vida individual de cada quien, marcando su destino a naciones y a personas, el Dios que ordena a cada instante la realidad de forma inapelable, impredecible también, repartiendo premios y castigos, cosmovisión que promovió la Conquista y consolidaron en la Colonia hacendados y capitanes -propietarios y militares- con la bendición de las jerarquías eclesiásticas católicas -prelados y sacerdotes-, todos ellos varones, todos ellos para conservar su poder, domina las conciencias nicaragüenses hasta el día de hoy. En una encuesta de hace unos años realizada en Nicaragua, más del 80% de los encuestados -de todas las edades y clases sociales- afirmó que el destino de su vida dependía "de la voluntad de Dios" (La Prensa, 2002).

 Este providencialismo y este pragmatismo resignado han construido Estados pre-modernos, con gobernantes incapaces de asumir las riendas de un cambio y con gobernados incapacitados para reclamarles que lo hagan, han consolidado Estados no laicos, con políticas públicas imbuidas de creencias, dogmas y moralismos carentes de racionalidad. Esta cosmovisión genera resignación, conformismo, impotencia, alimenta la parálisis social y explica la asombrosa facilidad con que tantísima gente es leal a los caudillos-dioses de la clase política, a quienes entrega su voluntad, confiando en que sean ellos quienes organicen el destino nacional y les concedan favores. Es religiosa esta visión de la política. Campea en los partidos de derecha y también en los de izquierda. Esta cultura política impide el desarrollo de la sociedad civil y la construcción de ciudadanía.

Instalados aún en la Conquista, herederas aún de la Colonia

Para que otra Nicaragua y otro mundo sean posibles, para que la política no sea ni ejercida ni vista como una vía para el ejercicio del rango y del poder arbitrario y autoritario, para "acercar la hora en que el iracundo no tenga ya sitio en el mundo" -como lo expresó Pablo Neruda- y con la llegada de esa hora disminuyan los niveles de violencia que signan la historia de la humanidad, para que la apuesta por la paz le gane espacios a las guerras en lo público y también en lo privado, para que todo esto pueda ser, lo más urgente es construir ciudadanía dentro de Estados nacionales que sean auténticamente laicos. Esa meta no podrá alcanzarse sin dar pasos previos para cambiar la idea de Dios que prevalece en la mente humana. 

Pienso y escribo esto desde Nicaragua, desde Centroamérica, desde sociedades del "Occidente cristiano" que en su conciencia colectiva no han superado aún los traumas de la Conquista de hace quinientos años ni el entramado jerárquico de los siglos de Colonia que siguieron. A diario lo comprobamos. Somos países que hace poco más de siglo y medio se hicieron independientes formalmente, pero que siguen albergando a millones de personas, la mayoría, que carecen de autonomía personal, que nunca la han saboreado. Somos sociedades con la institucionalidad -y también con la teatralidad- de la democracia (separación de poderes, elecciones periódicas, instituciones, cargos, delegados en los organismos internacionales, costosos procesos de modernización estatal), pero que desconocen todo o casi todo de la cultura democrática. 

Y todo esto es así no sólo porque el modelo económico que padecemos en estos tiempos del cólera globalizador concentra la riqueza, profundiza la pobreza, ahonda las inequidades, produce migraciones masivas y niega oportunidades a la mayoría. No, no carecemos aún de ciudadanía sólo por causa de estos problemas objetivos, evidentes y lamentables. En lo más hondo de nuestra no-ciudadanía pervive una realidad subjetiva, cultural, con raíces tan profundas y enredadas como las de una ceiba adulta. Perviven ideas religiosas que deben ser entendidas, tenidas en cuenta, analizadas, revisadas.

 Primera reflexión: en Nicaragua la religión carece de historia

Partamos de la historia, siempre maestra. ¿Quiénes cristianizaron a nuestros indígenas, a nuestros antepasados? Españoles católicos del siglo XVI, de una España "armada" contra los reformadores protestantes, en contrarreforma -es decir, en una batalla campal- contra los "errores" religiosos que se extendían por Europa, convencidos de su verdad, de que su Dios era el verdadero. Y por lo tanto, había en aquellos hombres tendencias y actitudes intolerantes, autoritarias, injustas, crueles. La idea de Dios que imponían, que transmitían, rezumaba las características de sus propias ideas excluyentes y avasalladoras. Aun los mejores de entre los conquistadores hablaban seguramente de un Dios que tenía poder y abusaba de él para ganar adeptos.

 La cultura religiosa que nació de este encontronazo de culturas se basó en verdades que se imponían y no en sentimientos que se compartían, menos aún en compromisos que se asumían para organizar la sociedad. Dios se impuso en Nicaragua militarmente, con la espada, con el expolio de tierras y con la violación de mujeres. Y arrasó así con la cultura religiosa anterior a los españoles, que tampoco debemos magnificar como positiva y mejor, porque muy poco la conocemos. 

Tantos traumas, asociados al origen de nuestra cultura religiosa, perviven en la memoria colectiva. En las pesadillas colectivas. ¿Queda algo de todo esto? Considero que queda muchísimo. Y es la ignorancia profunda sobre nuestra propia historia la que nos impide reflexionar sobre estos orígenes traumáticos para sacar conclusiones. 

Nuestra religión no tiene historia, no tiene ni tiempo ni tiene espacio. Es a-histórica, atemporal y a-espaial. No la explica ningún proceso histórico. Mayoritariamente pensamos que así fue, así es y así será. ¿Cómo inició en la humanidad la idea de Dios? ¿Cambian las ideas de Dios a medida que cambia la humanidad? ¿Y cómo cambian? ¿Y cómo nos llegó a Nicaragua la idea de Dios que hoy tenemos? ¿Y ha cambiado o no esa idea que nos llegó? ¿Es posible hablar de una "historia de Dios"? Son preguntas que ni se formulan. Que sorprenden y hasta producen estupor. Porque pensamos a Dios inmutable.

 En esa inmutabilidad, no se contrasta nunca la idea de Dios que hoy tenemos con las ideas con que la ciencia, en permanente evolución, nos va explicando la realidad. Ignoramos los avances científicos y los descubrimientos de la ciencia no se incorporan a nuestras palabras sobre Dios, no forman parte de nuestra reflexión sobre Dios, no alteran nuestra idea de Dios. Todo lo que, como humanidad, hemos aprendido científicamente queda fuera de nuestra cultura religiosa, que, por eso, resulta a menudo irracional, irrelevante para los no creyentes, incapaz de construir una mentalidad laica. Para mucha gente en Nicaragua, Dios sigue arriba, enviando rayos y lluvias, castigando con sequías o terremotos a una tierra que sigue siendo centro del universo y a nosotros, los seres humanos, que seguimos siendo amos y señores de la tierra. 
Tampoco contrastamos suficientemente nuestra idea de Dios con las ideas que, también en permanente evolución, nos va aportando la misma teología. Si no vinculamos al Dios en quien creemos con la ciencia que explica el mundo del que creemos Dios fue el Creador, tampoco nos interesamos por lo que dicen y piensan quienes en el mundo están recreando y transformando continuamente la idea de Dios.
 Naturalmente, estas desconexiones tienen mucho que ver con la historia. Con que nuestra ideas religiosas nos fueron impuestas, nunca fueron vivencias asumidas en profundidad, mucho menos reflexionadas y discutidas. El tiempo las ha ido transformando en un conjunto de supersticiones mágicas superpuestas sobre las visiones también mágicas de nuestros antepasados indígenas.
 Más grave es la a-temporalidad referida a Jesús, un hombre en la historia, que habló en un tiempo y en una geografía, desde una cultura y desde una patria, y al que identificamos con ese Dios inmutable. Entendiendo que esto es un tema muy delicado, que requeriría de más palabras de las que puedo compartir aquí, considero que esa equivalencia mecánica, dogmática y aprendida que nos lleva a identificar a Dios con Jesús de Nazaret y a Jesús de Nazaret con Dios nos impide toda posibilidad de una reflexión cristiana auténtica. Nos impide transformar la idea de Dios. Si el Cristo de la fe se superpone sobre el Jesús de la historia y si ese Cristo de la fe se identifica simplistamente con Dios, no lograremos transformar la idea de Dios con la que hoy pensamos y nos movemos.
 Para una mayoría de gente en Nicaragua, Jesús es también un ser a-histórico. Es un ser mítico, como un aerolito caído del cielo, un Dios disfrazado de hombre, algo así como el Supermán todopoderoso y hacedor de prodigios que, disfrazado con saco y corbata, trabaja en una oficina como Clark Kent. Nuestro Colochón es un fetiche, un icono, una imagen.

 ¿Quién fue Jesús de Nazaret? Muy pocas cosas podemos decir de los rasgos de su personalidad según se desprende de los relatos de los evangelios, poco sabemos de las contradicciones políticas, sociales, culturales, también religiosas, que tuvo que enfrentar en su tiempo, de las decisiones que tomó, del ambiente en que vivió y desarrolló sus novedosas y provocadoras ideas sobre Dios.

 Gravísima es también la a-temporalidad que trasladamos a la Biblia, un libro que consideramos escrito directamente por Dios, quien habría dictado su contenido a unos escribientes en un espacio y un tiempo también mítico. Poco sabemos de los condicionamientos culturales de los autores de la Biblia, de las profundas contradicciones que hay entre los libros y los textos de los textos, de los añadidos y supresiones, por no decir del origen de las diversas traducciones de este libro de libros. 

Y como a Dios nadie lo ha visto jamás y como Jesús está tan lejano como Dios, el aferramiento a-temporal a la Biblia, la a-temporalidad con la que nos situamos ante la Biblia como inmutable "palabra de Dios" supera a menudo esas mismas actitudes referidas a Dios y a Jesús. No sabemos ir "más allá de la Biblia" para entenderla y para entender el tiempo en que nos ha tocado vivir, muchos de cuyos desafíos no tienen respuesta en la Biblia. 

Necesitamos situar nuestra fe en la historia. Necesitamos emprender un éxodo: de la religión sin historia a la fe en la historia. Del Dios fuera de la historia, del Jesús sin historia y de la Biblia sin contexto histórico al Dios de Jesús, que está más allá del mismo Jesús y de la misma Biblia. 

Necesitamos la temporalidad, necesitamos la historia para entender el mundo y para entender nuestra fe. Desde la historia entenderíamos por qué y en qué los protestantes no piensan como los católicos y cuándo empezaron a pensar diferente. Entenderíamos por qué Jade y Said, Mohamed y Latifa, los queridos personajes de "El Clon", creen en Dios llamándole a Alá y lo veneran de distinta manera a nosotros. Entenderíamos la base religiosa de la guerra entre israelíes y palestinos o por qué las noticias de Irak nos hablan de clérigos chíitas. Entenderíamos muchas cosas. 

La a-temporalidad basada en la ignorancia histórica y en la ignorancia científica abona el terreno a las mediocres predicaciones con que a menudo nos alimentan obispos, sacerdotes y pastores. Y alimenta, sin duda, tendencias a la intolerancia. Nos creemos poseedores de la verdad, porque no conocemos otras verdades.

 Situando a Dios, a Jesús y a la Biblia en la historia, en el tiempo, entenderíamos que Dios está más allá de nuestros esquemas teológicos y bíblicos y entenderíamos también que conociendo otros esquemas religiosos nuestra fe se enriquece. Entenderíamos aquello que Aiban Wagua, un sacerdote de la etnia kuna de Panamá, expresó sabiamente en un encuentro pastoral celebrado en México en 1992: “Dios es muy grande y no lo podemos abarcar por completo. Cada pueblo conoce una parte de Él. Y es necesario que esa parte se mantenga como diferente de las demás para que, al juntar todas las partes esparcidas por los pueblos, se llegue a la verdad completa de Dios” (Aiban Wagua, 1992).

 Naturalmente, esta a-temporalidad en la que se mueven nuestras creencias religiosas, afecta profundamente a las mujeres. Porque es desde una total falta de historia, atrapados hombres y mujeres en mitos a-temporales, dados, fijos, fuera del espacio y del tiempo, pero defendidos como "certezas eternas" que asumimos el pecado de Eva, la mujer nacida de la costilla de Adán y tantas otras leyes y costumbres "divinas", sin saber ubicarlas en su contexto histórico, y en el más amplio conjunto de la historia patriarcal, aquella en la que hemos convivido mujeres y hombre desde hace milenios, sin tomar conciencia del altísimo precio que pagamos en infelicidad por vivir en ella.  

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