Mi síntesis no pretende dar a entender que todas las sociedades primitivas están organizadas de este modo para impedir a las madres que intervengan en la actividad económica. Sabemos, gracias al estudio de las sociedades primitivas pasadas y actuales, que los grupos tienen formas diversas de estructurar la división del trabajo para el cuidado de los niños y, de esta manera, dejar tiempo a las madres para una gran variedad de actividades económicas. Algunas madres se llevan consigo a sus hijos cuando cubren trayectos largos, en otros casos los niños mayores y los ancianos se encargan de vigilarlos. Es obvio que el lazo entre la maternidad y la crianza para las mujeres viene determinado por la cultura y está sujeto a la manipulación social. Quiero insistir en que la primera división sexual del trabajo, por la cual las mujeres optaron por unas ocupaciones compatibles con sus actividades de madres y criadoras, fue funcional y por consiguiente aceptada a la par por hombres y mujeres.
La prolongada y desvalida niñez humana crea el fuerte lazo que hay entre madre e hijo. La evolución fortaleció esta relación socialmente necesaria durante los primeros estadios de desarrollo de la humanidad. Enfrentados a situaciones nuevas y cambios en el entorno, las tribus y grupos en que las mujeres no hacían bien de madres o que no protegían la salud y la vida de las mujeres núbiles, seguramente no pudieron sobrevivir. O, visto de otra forma, los grupos que aceptaron e institucionalizaron una división sexual del trabajo funcional tenían más posibilidades de sobrevivir.
Tan sólo podemos hacer conjeturas acerca de las personalidades y la forma en que se pueden ver a sí mismas las personas que vivan en condiciones como las que prevalecieron en el neolítico. La necesidad debió de refrenar a hombres igual que a mujeres. Hacía falta tener coraje para dejar la protección de una cueva o una cabaña y enfrentarse con unas armas primitivas a los animales, vagando lejos de casa y arriesgándose a un tropiezo con tribus vecinas potencialmente hostiles. Hombres y mujeres debieron reunir el coraje necesario para defenderse y defender a los más jóvenes. A causa de su decidida tendencia cultural a centrarse en las actividades masculinas, los etnógrafos nos han dado muchísima información acerca de las consecuencias del desarrollo de la confianza en sí mismo y la suficiencia del hombre cazador. Basándose en evidencias etnográficas, Simone de Beauvoir ha especulado que fue de esta primera división del trabajo de la cual surgiría la desigualdad entre los sexos y la que ha destinado a la mujer a la «inmanencia» -en un trabajo diario, rutinario-, frente a las osadas proezas del hombre que le llevaban a la «trascendencia». La fabricación de herramientas, de las invenciones, el desarrollo de las armas, todo se ha descrito como producto de las actividades masculinas para subsistir. Pero el desarrollo psicológico de las mujeres ha recibido una atención menor y por lo general se ha descrito con términos más propios de un ama de casa contemporánea que de un miembro de una tribu de la Edad de Piedra. Elise Boulding, en su visión general del pasado de las mujeres, ha sintetizado los estudios antropológicos para presentar una interpretación considerablemente diferente. Boulding halla en las sociedades neolíticas un reparto igualitario del trabajo, en el que cada sexo desarrolló las habilidades adecuadas y el conocimiento esencial para la supervivencia del grupo. Ella nos explica que la recolección de alimentos exigía un profundo conocimiento de la ecología, las plantas, los árboles y las raíces, de sus propiedades alimentarias y medicinales. Describe a la mujer primitiva como la guardiana del fuego doméstico, la inventora de los recipientes de arcilla y de los cestos, gracias a los cuales se podían guardar los excedentes alimentarios de la tribu en previsión de los tiempos de penuria. La describe como la que ha quitado los secretos a las plantas, los árboles y los frutos para transformar sus productos en sustancias curativas, en tintes, cáñamo, hilo y ropas. La mujer sabía cómo transformar las materias primas y los cadáveres de animales en productos alimentarios. Sus habilidades han sido tan variadas como las de los hombres y seguramente igual de esenciales. Sus conocimientos eran quizá superiores o al menos iguales a los de él; es fácil imaginar que le debía de parecer más que suficiente. Formó parte tanto como él en el desarrollo de rituales y ritos, de la música, la danza y la poesía. Y aun así se debía saber responsable de dar vida y de criar los hijos. La mujer de la sociedad pre-civilizada debió de ser igual al hombre y sin ningún problema se podía sentir superior a él.
La literatura psicoanalítica y, más recientemente, la reinterpretación feminista que hizo Nancy Chodorow nos brindan unas descripciones muy útiles del proceso a través del cual, partiendo del hecho que son las mujeres quienes cuidan los niños, se crea el género. Veamos si estas teorías tienen validez cuando se describe un proceso de desarrollo histórico. Chodorow argumenta que «la relación con la madre difiere de una forma sistemática en chicos y chicas ya desde las primeras etapas». Niños y niñas aprenden a esperar de las mujeres el amor infinito, sin reparos, de una madre, pero también asocian con ella sus temores de impotencia. A fin de encontrar su identidad los niños crecen apartados de la madre, se identifican con el padre, vuelven la espalda a la expresión de las emociones y dirigen la vista a la acción en el mundo. Puesto que son las mujeres las que cuidan los niños, Chodorow dice:
Las chicas en edad de crecimiento se definen y se ven a sí mismas como continuación de las otras; su experiencia de sí mismas tiene unos límites del ego más flexibles y permeables. Los chicos se definen como separados y distintos, tienen una mayor sensación de las fronteras rígidas del ego y de la diferenciación. El sentido femenino básico de la personalidad está conectado con el mundo, el sentido masculino básico de la individualidad está aparte.
A causa de la forma en que su individualidad se define por oposición a la de su madre que les educa, los chicos se preparan para su participación en la esfera pública. Las chicas, identificadas con la madre y conservando siempre su estrecha relación primaria con ella, a pesar de que transfieran sus intereses amorosos a los hombres, se preparan para una mayor participación en la «esfera de las relaciones». Chicos y chicas, definidos según el género, son preparados «para asumir los papeles de género adultos que sitúan principalmente a las mujeres en la esfera de reproducción en una sociedad sexualmente desigual».
La sofisticada reinterpretación feminista de Chodorow de la explicación freudiana de la creación de personalidades acordes al género está basada en la sociedad occidental y en las relaciones de parentesco y familiares que se dan en ella. Dudo que se la pueda aplicar incluso a la gente de color que vive en esa misma sociedad, lo que debería precavernos ante las generalizaciones que se saquen de ella. Aun así, ello plantea un argumento de las bases psicológicas sobre las cuales se asientan las relaciones sociales y las instituciones. Tanto ella como otras autoras argumentan de forma convincente que debemos fijarnos en la «maternidad» en la sociedad patriarcal, su estructura y las relaciones que engendra, si queremos alterar las relaciones entre los sexos y acabar con la subordinación de las mujeres.
Yo diría que el tipo de formación de la personalidad que Chodorow describe como resultado de que las mujeres cuiden a los niños en las sociedades industriales del presente no se dio en las primitivas sociedades del neolítico. Al contrario, las actividades de hacer de madres y educadoras, asociadas a su autosuficiencia en la recolección de alimento y su sentido de la competitividad en muchas y variadas técnicas esenciales para vivir, debieron de ser experimentadas por hombres y mujeres como una fuente de fortaleza y, probablemente, de poder mágico. En algunas sociedades las mujeres guardaban celosamente sus «secretos» de grupo, su magia, sus conocimientos de las hierbas curativas. La antropóloga Lois Paul, en un trabajo sobre un poblado indio guatemalteco del siglo XX, dice que el misterio y reverencia que rodean a la menstruación contribuye a que las mujeres tengan «la sensación de estar incluidas en los poderes místicos del universo». Las mujeres manipulan el miedo de los hombres a que la sangre menstrual amenace su virilidad convirtiendo la menstruación en una arma simbólica.
En la sociedad civilizada son las chicas las que tienen más dificultades para formarse una personalidad. Diría que en la sociedad primitiva este peso recaía sobre los chicos, cuyo miedo y temor ante la figura de la madre tenía que transformarse a través de la acción colectiva en una identificación con el colectivo masculino. Si las madres con sus niños pequeños se unían a otros grupos de madres y niños para la recolección y preparación de alimentos o si los hombres tomaban la iniciativa de llevarse a los chicos jóvenes en su grupo, pertenece al reino de las conjeturas. Las evidencias procedentes de las sociedades primitivas que sobreviven en el presente prueban que hay muchas formas diferentes de estructurar la división sexual del trabajo en las instituciones sociales que unan a los jóvenes con los adultos: una preparación aparte, según el sexo, durante los ritos de iniciación; ser miembro de las logias del mismo sexo y la participación en rituales del mismo sexo son sólo algunos ejemplos. Inevitablemente, las bandas para cazar presas de mayor tamaño hubieran conducido a un vínculo masculino, que se habría reforzado con las guerras y la preparación necesaria para convertir a estos chicos en guerreros. Así como las dotes maternales de las mujeres eran esenciales para asegurar la supervivencia de la tribu y por consiguiente debieron de ser muy apreciadas, también lo sería la habilidad en la caza y la guerra de los hombres. Se puede defender fácilmente que aquellas tribus que no preparaban hombres dotados para la guerra y la defensa acababan con el tiempo sucumbiendo ante las tribus que promovían dichas aptitudes entre sus hombres. Ya se han planteado otras veces estos argumentos evolucionistas, pero aquí estoy abogando también a favor de un argumento psicológico basado en el cambio de las condiciones históricas. La formación del ego en el varón, que puede haberse producido en un contexto de miedo, temor y quizás aprensión ante la mujer, debe de haber conducido a los hombres a crear instituciones sociales que animaran sus egos, fortalecieran la confianza en sí mismos y respaldaran el sentido de su propia valía.
Los teóricos han ofrecido gran variedad de hipótesis para explicar la aparición del guerrero y la propensión masculina a crear estructuras militaristas. Van desde explicaciones biológicas (los niveles más altos de testosterona y la mayor fuerza física de los hombres les hacen ser más agresivos) a psicológicas (los hombres compensan su incapacidad de tener hijos con el dominio sexual de las mujeres y la agresión a otros hombres). Freud vio el origen de la agresividad masculina en la rivalidad edípica entre padre e hijo por el amor de la madre y afirmó que los hombres construyeron la civilización para compensar la frustración de los instintos sexuales en su primera infancia. Las feministas, comenzando por Simone de Beauvoir, han estado muy influidas por estas ideas, lo que posibilitó que se explicara el patriarcado como consecuencia de la biología o la psicología masculinas. De este modo, Susan Brownmiller cree que la capacidad que poseen los hombres de violar a las mujeres conduciría a su propensión a violarlas, y muestra cómo esto ha conducido al dominio masculino sobre las mujeres y a la supremacía masculina. Elizabeth Fisher argumentaba ingeniosamente que la domesticación de los animales enseñó a los hombres cuál era su papel en la procreación y que la práctica de cruzar animales les dio la idea de violar a las mujeres. Ella defiende que la brutalidad y la violencia ligadas a la domesticación animal condujeron a los hombres a la dominación sexual y a una institucionalización de la agresión. Más recientemente, Mary O’Brien ha elaborado una minuciosa explicación del origen de la dominación masculina basada en la necesidad psicológica de los hombres dé compensar su incapacidad de tener hijos a través de la construcción dé instituciones dé dominación y, al igual qué Fisher, fecha este «descubrimiento» en el período del comienzo dé la domesticación animal.
Estas hipótesis, aunque nos lleven por caminos interesantes, adolecen dé una tendencia a buscar explicaciones unicausales, y aquéllas que basan su argumentación en los descubrimientos ligados a la ganadería son dé hecho erróneas. La cría de animales sé introdujo, al menos en el Próximo Oriente, hacia él 8000 a.C. y tenemos indicios de sociedades relativamente igualitarias, como la dé Catal Hüyük, qué practicaban la ganadería unos 2.000 a 4.000 años después. Por tanto, no puede haber una relación causal. Me parece mucho más probable que el desarrollo dé la guerra entré tribus durante períodos de escasez económica propiciara él ascenso al poder de hombres con éxitos militares. Como veremos más adelante, su mayor prestigio y reputación pudieron acrecentar su propensión a ejercer la autoridad sobre las mujeres y luego sobré los hombres de su misma tribu. Pero éstos factores solos no son suficientes para explicar los vastos cambios sociales ocurridos con él advenimiento del sedentarismo y la agricultura. Para entenderlos en toda su complejidad, nuestro modelo teórico ha de recurrir ahora a la práctica del intercambio dé mujeres.
El «intercambio de mujeres», un fenómeno observado en numerosas sociedades tribales dé muchísimas áreas distintas del mundo, ha sido identificado por el antropólogo Lévi-Strauss como la causa principal dé la subordinación femenina. Puede adoptar formas distintas, como la de separar por la fuerza a la mujer dé su tribu (el rapto de la novia); la desfloración o violación ritual; o los matrimonios acordados. Va precedido siempre por tabúes relativos a la endogamia y del adoctrinamiento de las mujeres, ya desde su primera infancia, con vistas a que acepten sus obligaciones para con sus familiares y consientan a éstos matrimonios forzados. Lévi Strauss dice:
La relación global de intercambio que es el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer ... sino entre dos grupos de hombres, y la mujer figura sólo como uno de los objetos de intercambio y no como una de las participantes ... Esta afirmación sigue siendo igualmente válida incluso cuando se tienen en cuenta los sentimientos de la joven, como habitualmente suele pasar. Al aceptar la unión que se le propone, ella precipita o permite que tenga lugar el intercambio, pero no altera su naturaleza.
Lévi-Strauss dice qué con este proceso se «cosifica» a las mujeres; sé las deshumaniza y sé las trata más como a cosas que como a seres humanos.
Varias antropólogas feministas han aceptado esta postura y han trabajado en el tema. La matrilocalidad estructura dé tal modo él parentesco qué un hombre abandona su familia de origen para ir a residir con su esposa o la familia dé ella. La patrilocalidad estructura del tal modo él parentesco qué una mujer ha de abandonar a su familia dé origen y residir con su esposo o la familia dé él. Esta constatación ha llevado a la asunción dé qué él paso de matrilinealidad a patrilinealidad en las relaciones dé parentesco debió de constituir un viraje decisivo dé las relaciones entre ambos sexos, y debe de coincidir con la subordinación dé las mujeres. Pero, ¿cómo y por qué sé originó este tipo dé organización? Ya hemos discutido él argumento por el cual los hombres, recién llegados al poder gracias a sus cualidades marciales, coaccionaron a unas mujeres que estaban poco dispuestas a ello. Pero, ¿por qué se intercambiaron mujeres y no hombres? C. D. Darlington nos lo explica. Él cree que la exogamia es una innovación cultural, aceptada porqué supone una ventaja evolutiva. Defiende el deseo instintivo entre los humanos dé mantener a la población en «la densidad óptima» dé un entorno. Las tribus lo consiguen gracias al control sexual, mediante rituales que estructuran a hombres y mujeres dentro de los papeles sexuales adecuados, y recurriendo al aborto, al infanticidio y la homosexualidad cuando sea necesario. Según este razonamiento, de esencia evolucionista, el control de población obligaba a regular la sexualidad femenina.
Existen otras posibles explicaciones: suponiendo que se intercambiasen varones adultos entre las tribus, ¿qué podría asegurar su lealtad a la tribu a la que eran entregados? El lazo de los hombres con su descendencia no era por entonces lo suficientemente fuerte para asegurar su sumisión por bien a sus hijos. Los hombres podrían realizar actos violentos contra los miembros de la tribu ajena; gracias a su experiencia en la caza y en los viajes a gran distancia podrían escaparse fácilmente y regresar como guerreros en busca de venganza. Por otro lado, sería más fácil coaccionar a las mujeres, seguramente violándolas. Una vez casadas o cuando ya fueran madres, permanecerían leales a sus hijos y a los parientes de sus hijos, creándose de esta manera un vínculo potencialmente fuerte con la tribu de afiliación. Esta fue de hecho la manera en que históricamente se originó la esclavitud, como veremos más adelante. Una vez más la función biológica de la mujer hacía que se pudiera adaptar más fácilmente a su nuevo papel de peón, una creación cultural.
También se podría defender que podría haberse usado como peones a los niños de uno y otro sexo en vez de las mujeres con el propósito de asegurar la paz entre tribus, como frecuentemente hicieran las elites dirigentes en los tiempos históricos. Posiblemente, la práctica del intercambio de mujeres empezó de ese modo. Se intercambiaban niños de uno y otro sexo y cuando llegaban a adultos contraían matrimonio en el seno de la nueva tribu.
Boulding, que insiste siempre en la «agencia» de mujeres, asume que eran ellas (en su función de guardianas del hogar) las que llevaban a cabo las negociaciones necesarias para concertar los matrimonios entre tribus. Las mujeres desarrollan flexibilidad y sofisticación cultural gracias a su papel de ser quienes vinculan tribus. Las mujeres, alejadas de su propia cultura, navegan entre dos culturas y aprenden las costumbres de ambas. El conocimiento que de ello sacan les puede permitir tener poder y ciertamente ser influyentes.
Encuentro que las observaciones de Boulding son útiles para reconstruir el proceso gradual por el cual las mujeres pueden haber iniciado o participado en el establecimiento del intercambio de mujeres. En la literatura antropológica contamos con varios ejemplos de reinas que, en su posición de jefes de estado, adquieren varias «esposas» a las cuales conciertan matrimonios que puedan servirles para incrementar sus riquezas e influencia.
Si se intercambiaban chicos y chicas, haciendo de peones, y su descendencia quedaba incorporada a la tribu a la que se les había entregado, es obvio que la tribu que tuviera más chicas que chicos incrementaría más rápidamente su población que la tribu que aceptase a más chicos. Mientras los niños de uno y otro sexo supusieran una amenaza para la supervivencia de la tribu o, como mucho, un estorbo, estas distinciones no se hubieran percibido o no habrían importado. Pero, si a causa de cambios en el entorno o en la economía de la tribu, los niños se convirtieron en una baza cara a un poder laboral en potencia, sería de esperar que el intercambio de niños de uno y otro sexo diera paso al intercambio de mujeres. Los factores que condujeron a este desarrollo están bien explicados, en mi opinión, por los antropólogos estructuralistas marxistas.
El proceso que ahora estamos tratando tiene lugar en distintas épocas y áreas del mundo; sin embargo, muestra una regularidad en cuanto a causas y resultados finales. Aproximadamente en el momento en que la caza y recolección o la horticultura dan paso a la agricultura, los sistemas de parentesco tienden a pasar de la matrilinealidad a la patrilinealidad, y surge la propiedad privada. Existe, como hemos visto, un desacuerdo respecto a la secuencia de los sucesos. Engels y quienes le siguen creen que la propiedad privada aparece primero, ocasionando «la histórica derrota del sexo femenino». Lévi-Strauss y Claude Meillassoux opinan que es el intercambio de mujeres el que origina finalmente la propiedad privada. Meillassoux ofrece una detallada descripción del estadio de transición.
En las sociedades cazadoras y recolectoras, hombres, mujeres y niños de uno y otro sexo participan en la producción y en el consumo de lo que producen. Las relaciones sociales entre ellos tienen carácter inestable, son desestructuradas e involuntarias. No hay necesidad alguna de estructuras de parentesco o de intercambios estructurados entre tribus. Este modelo conceptual (del que resulta algo difícil encontrar ejemplos en la actualidad) da paso a un modelo de transición, una etapa intermedia: la sociedad horticultora. La cosecha, basada en tubérculos y tala, es inestable y está sujeta a las variaciones climáticas. La incapacidad de estos pueblos para conservar los cultivos durante algunos años les obliga a depender de la caza, la pesca y la recolección como alimentos suplementarios. Durante este período, en el que proliferan los sistemas matrilineales y matrilocales, la supervivencia del grupo exige un equilibrio demográfico entre hombres y mujeres. Meillassoux argumenta que la vulnerabilidad biológica de las mujeres en el momento del parto indujo a las tribus a procurarse más mujeres de otros grupos, y que esta tendencia al hurto de mujeres condujo a constantes guerras entre las tribus. En el proceso surgió una cultura guerrera. Otra consecuencia de este robo de mujeres es que las cautivas eran protegidas por los hombres que las habían conquistado o por toda la tribu vencedora. Durante este proceso se trataba a las mujeres como posesiones, cosas -se las cosificaba-, mientras que los hombres se convertían en los que cosificaban pues ellos conquistaban y protegían. Por primera vez se reconoce la capacidad reproductora de las mujeres como un recurso de la tribu. Luego, a medida que van surgiendo las elites dominantes, la adquiere en propiedad un grupo de parientes en particular.
Ello ocurre con el desarrollo de la agricultura. Las condiciones materiales de la agricultura cerealística exigen una cohesión de grupo y una continuidad temporal, lo que refuerza la estructura de la unidad doméstica. Para obtener una cosecha, los trabajadores de un ciclo productivo están en deuda con los trabajadores del ciclo productivo anterior por los alimentos y las semillas. Puesto que la cantidad de alimentos depende de la disponibilidad de trabajo, la producción se convierte en el principal interés. Ello tiene dos consecuencias: refuerza la influencia de los varones ancianos e incrementa el incentivo de las tribus a adquirir más mujeres. En una sociedad completamente formada y basada en la agricultura de arada, las mujeres y los niños son indispensables en el proceso de producción, que es cíclico e intensivo. Los niños son ahora una baza económica. En esta etapa las tribus prefieren adquirir el potencial reproductivo de las mujeres y no a éstas. Los hombres no tienen hijos de una forma directa; por tanto, serán mujeres y no hombres lo que se intercambie. Esta práctica queda institucionalizada en el tabú del incesto y las pautas de un matrimonio patrilocal. Los hombres ancianos, que dan continuidad a los conocimientos concernientes a la producción, mistifican ahora estos «secretos» y ejercen poder sobre los hombre jóvenes controlando los alimentos, el saber y las mujeres. Controlan el intercambio de mujeres, restringen su conducta sexual y adquieren la propiedad privada de ellas. Los jóvenes han de ofrecer servicios laborales a los ancianos a cambio del privilegio de poder acceder a las mujeres. En estas circunstancias ellas pasan también a ser parte del botín de los guerreros, lo que alienta y refuerza el dominio de los hombres ancianos sobre la comunidad. Por último, «la histórica derrota femenina» es posible por medio de la abolición de la matrilinealidad y la matrilocalidad, resultando ventajosa a aquellas tribus que la logran.
Hay que advertir que en el esquema de Meillassoux el control de la reproducción (la sexualidad femenina) precede a la adquisición de la propiedad privada. De esta manera, Meillassoux pone en la picota a Engels, proeza que Marx realizó con Hegel.
La obra de Meillassoux abre horizontes nuevos al debate en torno a los orígenes, aunque las críticas feministas objeten su modelo androcéntrico en el que las mujeres sólo figuran en el papel de víctimas pasivas. También hemos de señalar que el modelo de Meillassoux aclara que lo que se cosifica no son las mujeres sino su capacidad reproductiva y, sin embargo, él y otros antropólogos estructuralistas continúan hablando de la cosificación de las mujeres. La distinción es importante, y hablaremos de ella más adelante. Hay otras cuestiones que su teoría no responde. ¿Cómo adquirieron los ancianos el control sobre la agricultura? Si nuestras primeras especulaciones acerca de las relaciones sociales entre ambos sexos en las tribus cazadoras y recolectoras son correctas, y si el hecho comúnmente aceptado de que fueron las mujeres quienes desarrollaron la horticultura es exacto, entonces sería de esperar que fueran ellas quienes controlasen el producto de la labor agrícola. Pero aquí entran otros factores a los que hay que prestar atención.
No todas las sociedades atravesaron un estadio de horticultura. En muchas sociedades la ganadería y la cría de animales, solas o combinadas con las actividades de recolección, precedieron al desarrollo de la agricultura. La ganadería fue seguramente desarrollada por los hombres. Era una ocupación que llevaba a la acumulación de excedentes en ganado, carne o pieles. Sería de esperar que los acumulasen aquellos que los generaban. Es más, la agricultura de arada exigía inicialmente la fuerza masculina y, ciertamente, no era la ocupación que habrían escogido las mujeres embarazadas o las madres lactantes, excepto de forma auxiliar. Así pues, la práctica económica de la agricultura reforzó el control masculino sobre los excedentes, que también podían adquirir mediante conquista durante las guerras entre tribus. Otro posible factor que habría contribuido al desarrollo de la propiedad privada en manos de los hombres pudo ser el reparto desigual del tiempo libre. Las actividades hortícolas son más productivas que la recolección y dejan más tiempo libre. Pero el reparto de ese tiempo de ocio es desigual: los hombres se benefician más que las mujeres por el simple hecho de que las actividades femeninas de preparar la comida y cuidar de los niños prosiguen igual. Así es que, posiblemente, los hombres podían emplear este nuevo tiempo de ocio para desarrollar oficios nuevos, iniciar rituales que les dieran un mayor poder de influencia, y administrar los excedentes. No quisiera insinuar la existencia de un determinismo o una manipulación consciente; todo lo contrario. Las cosas fueron por unas vías y luego han tenido unas consecuencias que ni hombres ni mujeres esperaban. Ni tenían que ser conscientes de ello, igual que no lo fueron los hombres modernos que dieron nacimiento al mundo feliz de la industrialización con sus consecuencias de contaminación y sus efectos ecológicos. En el momento en que pudo surgir una conciencia del proceso y de sus consecuencias era ya demasiado tarde para detenerlo, al menos para las mujeres.
El antropólogo danés Peter Aaby señala que las evidencias de Meillassoux partían en gran parte del modelo europeo, que incluye la interacción de la actividad hortícola y la cría de ganado, y de ejemplos tomados de los indios de los llanos de Sudamérica. Aaby menciona casos, como el de las tribus cazadoras australianas, en los que existe un control sobre las mujeres en ausencia de actividad hortícola. Luego cita el caso de los iroqueses, una sociedad en la que las mujeres no fueron cosificadas ni dominadas, como ejemplo de horticultores que no acaban en dominio masculino. Sostiene que en condiciones ecológicamente favorables sería posible mantener un equilibrio demográfico dentro de una tribu sin tener que recurrir a la importación de mujeres. No sólo las relaciones de producción sino también «la ecología y la reproducción social-biológica son factores determinantes o decisivos». De todas formas, y puesto que todas las sociedades agrícolas han cosificado la capacidad reproductiva de las mujeres y no la de los hombres, se llega a la conclusión de que estos sistemas tienen una ventaja en lo que respecta a la expansión y apropiación de excedentes por encima de aquellos basados en una complementariedad entre sexos. En estos últimos no se dispone de medios para forzar a los productores a incrementar la producción.
Las herramientas neolíticas eran relativamente sencillas, así que cualquiera podía fabricarlas. La tierra no era un recurso escaso. Por tanto, ni herramientas ni tierra ofrecían oportunidad alguna para que alguien se apropiase de ellas. Pero ante una situación en la que las condiciones ecológicas y las irregularidades en la producción biológica amenazasen la supervivencia del grupo, las personas buscarían más reproductores, o sea, más mujeres. La apropiación de hombres en calidad de cautivos (que se da sólo en una etapa posterior) simplemente no cubriría las necesidades para la supervivencia del grupo. De esta manera, la primera apropiación de propiedad privada consiste en la apropiación del trabajo reproductor de las mujeres.
Aaby concluye diciendo:
La conexión entre la cosificación de las mujeres por un lado y el estado y la propiedad privada por otro es exactamente la contraria a la que proponen Engels y sus seguidores. Sin la cosificación de las mujeres como una característica socioestructural dada históricamente, el origen de la propiedad privada y el estado seguiría siendo inexplicable.
Si seguimos el argumento de Aaby, que encuentro muy persuasivo, debemos concluir que en el curso de la revolución agrícola la explotación del trabajo humano y la explotación sexual de las mujeres quedaron inextricablemente ligadas.
La historia de la civilización es la historia de los hombres y las mujeres que hacen frente a las necesidades, desde su desvalida dependencia de la naturaleza, hacia la libertad y el dominio parcial sobre aquélla. En esta lucha las mujeres se encontraban más afectadas por las actividades esenciales de la especie que los hombres y eran, por tanto, más vulnerables a quedar en una disposición desventajosa. Mi argumento distingue claramente entre la necesidad biológica, a la cual hombres y mujeres se sometían y adaptaban, y las costumbres e instituciones de origen cultural, que forzaron a las mujeres a desempeñar papeles subordinados. He intentado mostrar cómo pudo suceder que las mujeres aceptaran una división sexual del trabajo, que al final las colocaría en desventaja, sin ser capaces de prever sus ulteriores consecuencias.
La afirmación de Freud, a la que he aludido ya en otro contexto, de que para las mujeres «la anatomía es el destino» es errónea porque es ahistórica y busca el pasado en el presente sin hacer concesión alguna a los cambios temporales. Peor, esta afirmación ha sido tratada como una receta para el presente y el futuro: no sólo la anatomía es el destino para las mujeres, sino que debería serlo. Lo que Freud habría tenido que decir es que para las mujeres la anatomía fue una vez su destino. Esta afirmación es correcta e histórica. Lo que fue en su día ya no lo es y no tiene porque serlo nunca más.
Con Meillassoux y Aaby nos hemos trasladado del reino de la especulación pura a la consideración de evidencias fundamentadas en los datos antropológicos de sociedades primitivas en época histórica. Hemos tenido en cuenta evidencias materiales tales como la ecología, el clima y los factores demográficos, y hemos insistido en la compleja interacción entre diversos factores que pudieron afectar los avances que estamos intentando comprender. No hay manera de que podamos aportar pruebas consistentes para referirnos a estas transiciones en la prehistoria que no sea a través de las inferencias y las comparaciones con lo que ya conocemos. Como luego veremos, se puede verificar en varios puntos la hipótesis explicativa que hemos propuesto con evidencias históricas.
Hay unos pocos hechos acerca de los cuales podemos estar seguros con los datos arqueológicos. En algún momento durante la revolución agrícola, unas sociedades relativamente igualitarias, con una división sexual del trabajo basada en las necesidades biológicas, dieron paso a unas sociedades muchísimo más estructuradas en las que tanto la propiedad privada como el intercambio de mujeres basado en el tabú del incesto y la exogamia eran comunes. Las primeras sociedades fueron a menudo matrilineales y matrilocales, mientras que las últimas sociedades sobrevivientes eran predominantemente patrilineales y patrilocales. No existen en ningún lugar pruebas de un proceso contrario, que pase de la patrilinealidad a la matrilinealidad. Las sociedades más complejas presentaban una división del trabajo que ya no sólo se basaba en las diferencias biológicas, sino también en las jerárquicas y en el poder de algunos hombres sobre otros hombres y todas las mujeres. Varios especialistas han concluido que el cambio descrito aquí coincide con la formación de los estados arcaicos. Es entonces en este período donde hay que acabar con las especulaciones teóricas y empezar la investigación histórica
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