viernes, 21 de septiembre de 2018

La creación del patriarcado (Gerda Lerner) - LA ALIANZA-1



La respuesta a la pregunta «¿quién crea la vida?» es la esencia misma de cualquier sistema religioso de creencias. La facultad de engendrar incorpora al mismo tiempo el poder de creación, o la capacidad de crear algo de la nada, como el de procreación, o la capacidad de tener descendencia. Hemos visto que las explicaciones sobre el poder de engendrar han pasado de la diosa-madre como principio único de fertilidad universal a la diosa-madre a quien dioses o reyes humanos acompañan para que sea fértil; y luego al concepto de un poder de creación simbólico expresado primero en «el nombre» y más tarde en «el espíritu creador». También hemos presenciado el cambio experimentado en el panteón de dioses, desde la todopoderosa diosa-madre al omnipotente dios de la tormenta, cuya consorte es una versión domesticada de la diosa de la fertilidad. Al panteón de dioses sólo le queda verse reemplazado por un único poderoso dios masculino y que ese dios incorpore el principio del poder de engendramiento en su doble vertiente. Esta transformación, que se da de muchas maneras distintas en culturas diferentes, en el caso de la civilización occidental se produce en el Libro del Génesis.
El relato de la creación en el Génesis se aparta sensiblemente de los relatos de la creación de los otros pueblos en la región. Yahvé es el único creador del universo y de todo lo que en él existe. A diferencia de los principales dioses de los pueblos vecinos, Yahvé no está vinculado a ninguna diosa ni tiene lazos familiares.La creación del universo y de la vida sobre la tierra ya no tienen un origen maternal, y no hay ningún indicio de que el poder de creación y el de procreación vayan ligados. Todo lo contrario. El acto de creación por parte de Dios no tiene nada que ver con lo que puedan experimentar los humanos.
El gran avance en el pensamiento abstracto que representa la simbolización del poder de creación en «un concepto», un «nombre», el «aliento de vida», tiene su eco en las palabras iniciales: «Dijo Dios "haya luz"; y hubo luz» (Génesis, 1, 3). La palabra de Dios, el aliento de Dios, crean. a metáfora del soplo divino que da la vida está más elaborada en el Génesis, 2,7
«Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices un aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente». Luego Dios forma a los animales del campo y las aves del cielo «y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera» (Génesis, 2, 19). De esta manera, el aliento divino crea, pero el significado y el orden provienen del acto humano de dar un nombre. Y Dios otorga ese poder de dar nombre a Adán. Si leemos la palabra hebrea adam como «género humano», entonces podríamos pensar que Dios dio el poder de dar nombre tanto al varón como a la mujer de la especie. Pero en este caso concreto, Dios otorgó ese poder sólo al varón humano.  Ello podría deberse simplemente a que aún no se había creado a la mujer, pero la pauta se repite tras la creación de Eva, cuando Adán le da un nombre del mismo modo que se lo había dado a los animales: «Entonces éste exclamó: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada"» (Génesis, 2, 23). Aquí dar un nombre no es tan sólo un acto simbólico del poder de creación sino que, de una forma muy especial, define a la Mujer como una parte «natural» del hombre, carne de su carne, en el marco de una relación que resulta ser una peculiar inversión de la única relación entre humanos para la cual podría sostenerse una afirmación de esta índole, es decir, la que existe entre madre e hijo. El Hombre se define aquí a sí mismo como «la madre» de la Mujer: gracias al milagro del poder creador divino se ha creado a partir de su cuerpo a otro ser humano, de la misma forma que una madre da vida con el suyo. La frase siguiente explica el significado del nexo en términos humanos: «Por eso deja el hombre a su padre y a la madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Génesis, 2, 24). Aquí se toma la creación de la Mujer a partir del cuerpo del Hombre para dar una interpretación muy especial a este acontecimiento: la mujer fue creada como parte del hombre, por lo tanto el Hombre debe unirse a ella, ponerla por delante de cualquier otra relación de parentesco, y los dos serán una sola carne. Esa carne, como nos dice la fórmula que el Hombre utiliza para dar un nombre, será de Él, pues aquí a través del acto de creación de Dios y por su propio poder de imponer un nombre ha definido la autoridad que tiene sobre ella: absoluta y obligatoria. Esta autoridad implica también intimidad; conlleva interdependencia y durante siglos de interpretaciones teológicas ha sido usada para dar un mayor valor a la relación matrimonial y con ella a la dignidad de las esposas. La ambigüedad y complejidad del pasaje han sido el motivo de que se interpretara de muchas formas distintas, de las que hablaremos más adelante.
Imponer un nombre es un acto de poder, un símbolo de soberanía. En los tiempos bíblicos, de acuerdo con la antigua tradición oriental, tenía también una cualidad mágica pues daba significado y predecía el futuro. Cuando al hijo de Agar se le da el nombre de Ismael, su destino queda sellado. En la Biblia se da este poder de «dar nombre» tanto a hombres como a mujeres. En los relatos bíblicos, exceptuando circunstancias especiales, el padre o la madre escogen el nombre de sus hijos. Pero hay otra forma de dar nombre, que podríamos llamar «renombrar», y que supone que se ha dado un nuevo y poderoso papel a la persona a quien se le ha impuesto. Hemos mencionado antes los cincuenta apelativos que recibe el joven dios Marduk con su ascenso al poder. De forma similar, Dios da un nuevo nombre a las personas después de un evento importante. Tras la alianza, Él cambia el nombre de Abram por el de Abraham, «pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido» (Génesis, 17, 5), y el de Saray por Sara. Ello añade significado al hecho de que Adán, quien utiliza el poder de dar nombre en el relato de la creación antes citado, rebautiza a la Mujer con el nombre de Eva después de la caída. Se tiene la fuerte y constante impresión de que el varón comparte el poder divino de nombrar y renombrar.
Las metáforas sobre el género más influyentes presentes en la Biblia han sido las de la Mujer, creada de la costilla del Hombre, y Eva, la tentadora que provoca la pérdida de gracia dé la humanidad. Durante dos milenios se las ha citado como prueba del apoyo divino a la subordinación de las mujeres. Como tales, han ejercido gran influencia en la definición de los valores y las prácticas relativas a las relaciones de género. Aunque sea de esperar que las interpretaciones de una composición poética, mítica y localista como el Libro del Génesis varíen según las necesidades de los intérpretes, hemos de señalar que la tradición de traductores ha sido principalmente patriarcal, y que las diferentes interpretaciones feministas que unas mujeres han realizado durante los últimos siete siglos han sido hechas contra una tradición que se ha parapetado y cuenta con una aprobación teológica que viene de antes del cristianismo.
Hay dos versiones, algo contradictorias, del relato de la creación del Génesis. La versión J aparece en el Génesis, 2, 18-25, y fue escrita varios siglos antes de la versión P, que aparece al principio en el Génesis, 1, 27-29. En la versión J, Dios crea a Eva a partir de la costilla de Adán, mientras que en la versión P «él creó al hombre y a la mujer». La crítica bíblica se ha centrado durante siglos sobre las discrepancias entre ambas versiones y los méritos de la una sobre la otra. 
La versión P recuerda al Enuma Elish, el relato de la creación mesopotámico, en detalles varios y en el orden de los sucesos. Ello podría explicar la tesis andrógina de la creación -Él creó al hombre y la mujer-, pues reflejaría la influencia de las ideas religiosas mesopotámicas. Algunos intérpretes han intentado extender esta resonancia andrógina a la versión J al señalar que la palabra hebrea adam, que significa género humano, equivale al término genérico de humanidad, que incluye a hombres y mujeres, y que escribir en mayúsculas el nombre de Adán es un error posterior fundado en supuestos androcéntricos.  La consecuencia de ese «error», impreso en decenas de millares de copias de la Biblia en cada idioma, iba a añadir otro peso a las interpretaciones tradicionales del Génesis, 2, 18-25.
Durante cientos de años se ha interpretado en su sentido más literal la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán para indicar que la inferioridad de las mujeres tiene una procedencia divina. Si la interpretación partía de que la costilla era una de las partes «inferiores» de Adán, lo cual denotaba inferioridad, o del hecho de que Eva fuera creada de la carne y los huesos de Adán mientras que él había sido creado de la tierra, el caso es que el pasaje ha tenido históricamente un profundo significado simbólico patriarcal. A modo de ejemplo podemos citar la interpretación relativamente benigna que hace Calvino:
Puesto que la raza humana ha sido creada en la persona del hombre, la dignidad común de toda nuestra naturaleza no tenía distinción ... La mujer ... no fue más que un añadido al hombre. Claro que no se puede negar que también la mujer, aunque en menor grado, fue creada a imagen de Dios ... Por lo tanto podemos concluir que dentro del orden natural la mujer debe ser la que ayude al hombre. El proverbio vulgar dice que ella es un mal necesario; pero hay que escuchar a la voz de Dios, que dice que ha dado a la mujer como compañera y asociada del hombre, para ayudarle a una vida mejor. 
En otro lugar Calvino comenta que: «Se enseñó a Adán a reconocerse en su esposa, como si se viera en un espejo; y a su vez a Eva a someterse gustosamente a él pues era de quien había salido».
Las feministas, intentando rehuir este significado, han utilizado diversas interpretaciones sutiles. Entre éstas se incluyen un ingenioso argumento planteado por Raquel Speght, de diecisiete años, hija de un clérigo inglés, quien en el año 1617 hizo observar que la mujer fue creada a partir de una materia refinada, mientras que Adán fue creado del polvo. «No se la formó del pie de Adán para que fuera inferior a él, ni de su cabeza para ser su superior, sino de su costado, cerca del corazón, para que fuera su igual». Más de doscientos años más tarde la norteamericana Sara Grimké centró su interpretación en el término «compañera».
Se le dio una compañera, su igual en cualquier aspecto; del mismo modo que él, era un ser libre, con intelecto e inmortal, no era una mera pareja de los deseos animales de él sino que era capaz de entender todos sus sentimientos como ser responsable y moral. Si no hubiera sido así, ¿de qué modo, pues, se habría convertido en su compañera? ... Era una parte de él, como si Yahvé hubiera planeado que la unicidad e identidad del hombre y la mujer fueran perfectas y completas. 
Este argumento, en cierta forma circular aunque se muestre firme en sus supuestos luteranos de libre albedrío y responsabilidad moral del individuo, elude las implicaciones de la imagen de la costilla en la creación de la mujer.
En un audaz intento de «releer (no reescribir) la Biblia sin los anteojos» de la tendencia patriarcal, la moderna teóloga feminista Phyllis Trible nos presenta una provocativa reinterpretación del relato de la creación, del que opina que «está imbuido de la imagen de una deidad transexual». La reinterpretación de Phyllis Trible, del siglo XX, recuerda bastante a la de Grimké aunque parece que desconozca la obra de ésta. Trible encuentra una similitud entre la creación de Adán a partir del polvo y la de Eva a partir de la costilla en que ambos están hechos de una materia frágil que Yahvé ha de trabajar antes de que tengan vida. También considera el hecho de que Eva fuera creada la última como prueba de que fue la obra culminante de la creación.  Otra teóloga feminista subraya la similitud fundamental en la principal afirmación que se hace sobre el hombre y la mujer: «La mujer es junto con el hombre la creación directa e intencionada de Dios y la joya de su creación. El hombre y la mujer están hechos el uno para el otro. Juntos constituyen el género humano, que es bisexual por naturaleza plena y esencial». En un argumento basado en consideraciones lingüísticas, R. David Freedman sostiene que la expresión «voy a hacerle una ayuda adecuada» podría significar «un poder igual al del hombre».  En cualquier caso, casi no hay evidencias en otras partes de la Biblia que secunden estas optimistas interpretaciones feministas.
Pasemos a examinar las diferentes fuentes del relato bíblico de la creación. Entre los elementos sumerios incorporados y transformados en la narración bíblica están el comer de la fruta prohibida, el concepto del árbol de la vida y la historia del diluvio.
La descripción del Jardín del Edén tiene su paralelo en el jardín sumerio de la creación, que también se describe como un lugar bordeado por cuatro grandes ríos. En el mito sumerio de la creación, la diosa-madre Nunhursag permitió que ocho preciosas plantas crecieran en el jardín pero prohibió a los dioses que comieran de ellas. Sin embargo el dios del agua, Enki, las comió y Ninhursag le condenó a morir. A consecuencia de ello, ocho órganos de Enki cayeron enfermos. El Zorro intercedió por él y la diosa accedió a conmutarle la sentencia de muerte. Ella creó una deidad curadora especial para cada uno de los órganos dañados. Cuando llegó a la costilla, dijo: «Para ti he hecho nacer la diosa Ninti». En sumerio «Ninti» tiene un doble significado, o sea, «la que gobierna la costilla» y «la que gobierna la vida». En hebreo la palabra «Javvah» (Eva) significa «la que crea vida», lo que sugiere que puede haber una fusión de la Ninti sumeria y la Eva bíblica. La elección de la costilla de Adán como el lugar del que se crea a Eva puede que simplemente refleje la incorporación del mito sumerio. Stephen Langdon sugiere otra fascinante posibilidad cuando asocia «Javvh» en hebreo con el significado que esta palabra tiene en arameo, que es «serpiente». Tanto si se acepta como si se rechaza el origen sumerio del relato de la creación como explicación válida de la metáfora de la costilla de Adán, es significativo que históricamente se la haya ignorado y haya prevalecido en cambio la más sexista.
El simbolismo del relato del Génesis sugiere una dicotomía entre Adán, creado del polvo, y Eva, sucesora de la antigua diosa de la fertilidad, creada de una parte del cuerpo humano, ambos imbuidos con sustancia divina gracias a la intervención de Yahvé. La dicotomía se refuerza en la historia de la caída, cuando Yahvé decreta la división. sexual del trabajo, esta vez a modo de castigo. Adán trabajará con el sudor de su frente, Eva parirá con dolor y educará a los hijos. Vale la pena señalar que el castigo impuesto convierte el trabajo del hombre en una carga, pero condena al dolor y al sufrimiento no sólo el trabajo de las mujeres sino su cuerpo con el que dan vida, una consecuencia natural de la sexualidad femenina.
Hay otro aspecto del texto del Génesis que merece nuestra atención. La divinidad creadora de la vida humana, que en el relato sumerio era la diosa Ninhursag, es ahora Yahvé, Dios padre y Señor. Puede que, si damos crédito a la versión P, Él «los» creara varón y mujer, pero hizo al varón a su misma imagen y a la mujer de otro modo. 
David Bakan, en una interpretación muy original y sugerente del Libro del Génesis, sostiene que el tema central del libro es que los hombres asumen la paternidad. Cuando los hombres realizan el descubrimiento «científico» de que la concepción proviene de la relación sexual entre ellos y las mujeres, comprenden que tienen el poder de procrear que hasta entonces creían que sólo poseían los dioses. Los hombres, en su deseo por «legitimar las prerrogativas que parecía que les concedía el gran descubrimiento», aprendieron a distinguir entre «creación» (divina) y «procreación» (masculina). Sustituyeron la filiación matrilineal por la patrilineal y, a fin de garantizar la autoridad paterna, exigieron que las mujeres fueran vírgenes antes del matrimonio y absolutamente fieles durante éste. Con esta explicación Bakan sigue el argumento de Engels, del que ya hemos hablado antes, pero añade: «Uno de los grandes dispositivos metafóricos ... es conceptuar como "simiente" a la exudación sexual del hombre. Esta manera de pensar atribuye toda la carga genética al varón y nada a la mujer». Bakan afirma también que durante esta transición los hombres se adueñaron del papel de cuidadores-protectores de los niños, que hasta entonces había sido el papel femenino. Lo denomina el «afeminamiento del varón» 
Aunque la tesis de Bakan me parece convincente y en algunos puntos coincide con mis hallazgos, creo que su razonamiento es excesivamente determinista y que su método es ahistórico y muy subjetivo. Un ejemplo es la lectura que hace del Génesis, 6, 1-4:
Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas. Y entonces dijo Yahvé: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años». Los nefilim existían en la tierra por aquel entonces, y también después, cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: estos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos.
Bakan considera este relato de las relaciones de seres divinos con mortales la pieza clave del proceso que describe en su tesis. Observa que el pasaje se ocupa de las cuatro grandes preocupaciones de los humanos: el origen, la muerte, la propiedad y el poder:
Los versos indican el origen de los hombres de valor. Muestran que la vida tiene término, si bien la muerte les sobreviene después de unos generosos ciento veinte años de vida. Indican la prerrogativa de uso, la esencia de la propiedad, que tienen los hijos de Dios con respecto a las hijas de los hombres, que toman para sí las que más prefieren. Demuestran que los hombres que nacieron de esas uniones fueron hombres con poder. 
Bakan fundamenta su argumento en una de las partes más complejas y controvertidas del Génesis. Gerhard von Rad interpreta este mismo texto de otro modo. Lee «hijos de Dios» (elohim) como «ángeles» y llama a la unión de éstos con las mortales «las nupcias de los ángeles». Los nefilim que nacen de esta unión son los gigantes de las mitologías. Von Rad, que interpreta la Biblia sólo como documento religioso, considera estas «nupcias de los ángeles» un ejemplo de la depravación de las criaturas de Dios (desde la caída, al pecado de Lot, hasta el diluvio). La maldad inherente a los hombres queda ilustrada en estos incidentes, que van seguidos del castigo de Dios, y que terminan con la alianza, gracias a la misericordia redentora divina. 
E. A. Speiser cree que «la naturaleza del fragmento nos impide realizar una interpretación fiable». También considera «seres divinos» a los elohim y para él la unión con las mujeres humanas es una abominación. Menciona la notable similitud que el relato de los gigantes tiene con un mito hurrita en el cual el dios de la tormenta Teshup ha de luchar contra un formidable monstruo de piedra. Speiser no hace ningún comentario acerca de las mujeres del relato. 
Creo que Bakan cometió un error al interpretar literalmente el término «hijos de Dios» y creer que se aplicaba a los varones humanos. La alusión a los gigantes de antaño y su parecido no sólo con el mito hurrita sino también con los mitos sumerio y griego del origen, que describen a unos gigantes míticos en lucha con los dioses, me parecen convincentes.  A mi entender lo que importa en este texto es la alusión que se hace de las mujeres humanas como las hijas nacidas de los hombres. «Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas.» No se explica cómo los hombres empezaron a multiplicarse, pero la omisión de las mujeres en el proceso me parece muy significativa. Una habría esperado leer en el pasaje: «cuando las mujeres tuvieron hombres y ellos empezaron a multiplicarse». El texto, escrito por J en el siglo X a.C., evidencia que por aquel entonces ya estaban firmemente establecidas las asunciones patriarcales acerca de la procreación. El autor no se ve en la obligación de explicar por qué «les nacieron a los hombres» seres humanos. De hecho, este es el presupuesto que prevalece en todo el Génesis. Dios llama a Isaac «el hijo de Abraham» y este es el lenguaje que se utiliza todo el tiempo. En la cronología, la «descendencia de los hijos de Noé» son «los hijos de sus padres». Y por consiguiente: «A Héber le nacieron dos hijos» (Génesis, 10, 25). Por supuesto, es lógico y de esperar que en una sociedad patrilineal la línea familiar se siga a través del padre, pero lo que aquí me interesa señalar es que esta forma metafórica de organizar el parentesco se vio un tanto transformada en una aseveración que no tiene nada que ver con la realidad de los hechos: no tan sólo el linaje, la misma procreación se había convertido en un acto masculino. No hay ninguna madre implicada en el proceso.

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