En las plegarias a Ishtar, igual que en las dirigidas a otras diosas de la fertilidad, uno de los atributos laudatorios de la diosa era que «ella hacía fecundas a las mujeres». En el Génesis ese lenguaje sólo se emplea con relación a Yahvé: «Vio Yahvé que Lía era aborrecida y la hizo fecunda» (Génesis, 29, 31); «Entonces se acordó Dios de Raquel ... y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y dijo: "Ha quitado Dios mi afrenta"» (Génesis, 30, 22-23). Asimismo, Eva dice después de haber concebido y parido a Caín: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé» (Génesis, 4, 1). El poder de procreación está, pues, claramente definido como algo que emana de Dios, quien hace que las mujeres sean fecundas y bendice la simiente de los varones. Aun así, dentro del marco de referencia patriarcal, se honra el papel procreador de la esposa y madre.
En el relato de la caída, la maldición de la mortalidad que ha caído sobre Adán y Eva se suaviza simbólicamente cuando se les concede la inmortalidad que llega con el engendramiento, a través del poder de procrear. A este respecto hombre y mujer mantienen una relación idéntica con Dios. También podría interpretarse este aspecto de la caída como prueba de que la mujer, en el papel de madre, es la portadora del espíritu redentor y misericordioso de Dios.
El cambio decisivo en la relación entre el hombre y Dios se produce en el relato de la alianza y queda definido de tal manera que margina a la mujer. Con la alianza los humanos entran en la historia; en adelante su inmortalidad colectiva se convierte en uno de los aspectos de la alianza pactada con Yahvé. Su paso por el tiempo y la historia es una prueba del cumplimiento de la promesa de Yahvé; sus acciones y su conducta colectiva son interpretadas y juzgadas bajo el prisma de sus obligaciones para con la alianza. La alianza, de una forma más literal, es también lo que une a las doce tribus distintas para que formen una nación. Antes de la construcción del templo, el altar de la alianza es el centro de la vida religiosa; el rito de la alianza, la circuncisión, simboliza la re-consagración de cada niño varón, de cada familia, a los deberes con la alianza.No es una casualidad ni carece de importancia el que las mujeres no estén presentes en ninguna de las vertientes de la alianza.
Yahvé pacta varias alianzas con Israel: una con Noé (Génesis, 9, 8-17), dos con Abram (Génesis, 15, 7-18, y Génesis, 17, 1-13), y otra con Moisés (Éxodo, 3; 6, 2-9, y 21-23). La alianza con Noé preludia las otras: Yahvé promete no enviar jamás otro diluvio para destruir la tierra y las criaturas que habitan en ella, y elige el arco iris como «señal de la alianza». La alianza con Moisés, inclusive el Decálogo, es la elaboración concreta del pacto de alianza con Abraham. Puesto que no altera básicamente los conceptos de género implícitos en las alianzas previas, queda dentro de nuestro ámbito de investigación. La definición fundamental de la relación entre el pueblo escogido y su Dios y de la comunidad de la alianza aparecen en las alianzas con Abraham, que ahora pasaremos a analizar.
En el capítulo 15 del Génesis, la promesa previa que Dios había hecho a Abram de tierras y descendencia se formaliza y se hace irrevocable merced al rito de la alianza. Puesto que a los israelitas se les promete la ocupación efectiva de su tierra tan sólo en generaciones venideras, perciben el transcurso de la historia como cumplimiento de su destino. Lo notable desde nuestro punto de vista es el lenguaje que se emplea para describir el proceso de engendramiento. Dios expresa su propósito con estas palabras que dirige a Abram: «te heredará uno que saldrá de tus entrañas» (Génesis, 15, 4). Le pide a Abram que cuente las estrellas y le promete: «Así será tu simiente»* (Génesis, 15, 5) y «a tu simiente he dado esta tierra» (Génesis, 15, 18). La «simiente» masculina adquiere así el poder y la bendición del poder procreador que reside en Yahvé. La metáfora de la simiente masculina implantada en el útero femenino, el surco, la tierra, es anterior al período en que se escribió el Antiguo Testamento. Proviene, lo más seguro, de un contexto agrícola. Aparece, por ejemplo, en el relato del noviazgo de Inanna y Dumuzi, en el llamado «Cántico nupcial de los pastores». Pero hay que señalar que la franca y gráfica descripción del acto sexual en el poema sumerio, en el que Inanna inquiere «¿quién sembrará en mi vulva, quién arará mi campo?», a lo cual el poeta responde «el rey Dumuzi lo arará para ti ... », no confunde nunca la metáfora con el verdadero proceso. Por ejemplo, se refiere a Dumuzi como «el que ha nacido de un vientre fecundo». Lo que sucede en el Génesis es que se ha transformado la antigua metáfora con el propósito de realzar el sentido patriarcal. La bendición de Dios sobre la «simiente» de Abram otorga la aprobación divina al traspaso del poder de creación que tiene la mujer al varón.
La principal alianza de Yahvé con Abram se presenta en el capítulo 17 del Génesis, que forma parte del documento P. Aquí el rito de la alianza es más formal y conlleva la participación activa de Abram. Dios promete a Abram, que se ha postrado ante Él: «Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos» (Génesis, 17, 5). Y añade: «Y estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu simiente después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posteridad» (Génesis, 17, 7).
Yahvé reitera que Él dará la tierra de Canaán a Abram «en posesión perpetua». Y llegados a este punto Yahvé agrega importancia al ritual dando un nuevo nombre a Abram y Saray.
¿Qué le pide Dios a Abraham? Le pide que acepte que Él será el Dios de Israel, sólo Él y ningún otro. Y le pide que su pueblo, que le adorará sólo a Él, se distinga de las otras naciones por una señal física, una señal que sea fácilmente identificable:
Esta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros -también tu posteridad-: todos vuestros varones serán circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre yo y vosotros [Génesis, 17, 10-11].
Hemos de tomar nota del hecho de que Yahvé pacta la alianza sólo con Abraham, sin incluir a Sara, y que cuando lo hace da su aprobación divina al liderazgo que ejerce el patriarca sobre su familia y su tribu. Abraham personifica a la tribu y la familia de una manera que la legislación romana, en un período bastante posterior, institucionalizaría como el pater familias. A Sara se la menciona en el pasaje de la alianza únicamente como la portadora de la «simiente» de Abraham: «Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo. La bendeciré, y se convertirá en madre de naciones; reyes de pueblos procederán de ella» (Génesis, 17, 16). Aunque a Abraham y a Sara se les bendice por igual como progenitores de reyes y naciones, el vínculo de alianza se establece sólo con los varones: primero con Abraham, luego explícitamente con el hijo de Abraham y Sara, Isaac, al que sólo se alude como hijo de Abraham. Es más, la comunidad de la alianza es definida por la divinidad como una comunidad masculina, como puede verse en la elección del símbolo que es la «señal de la alianza».
Los comentaristas se han centrado principalmente en la forma de la alianza, que guarda un enorme parecido con los tratados reales hititas. En dichos tratados se obliga al vasallo a atenerse a las órdenes especificadas en el tratado por el rey hitita; se trata, por tanto, de un contrato entre partes desiguales. El vasallo ha de confiar en la benevolencia del soberano, pero se ve obligado a cumplir su parte. Por lo general, el tratado era sellado con un juramento y con algún tipo de ceremonia solemne. Los comentaristas han señalado que existen notables paralelismos de forma entre la alianza con Moisés, tal y como se describe en los libros del Deuteronomio, Éxodo y Josué, y los tratados reales. Coincidiría con el desarrollo histórico, en el que las doce tribus se constituirían en una confederación gracias a la ley mesiánica, mientras que la aceptación formal del Decálogo, la ceremonia del arca de la alianza y la circuncisión de los varones adultos serían el juramento obligatorio y la ceremonia solemne. Hay una gran probabilidad de que el énfasis que se da a la alianza en el documento P y las reiteraciones acerca de la alianza de Dios con David (Samuel, II, 23, 1-5; II, 7, 1-17) reflejen las necesidades políticas de legitimar el derecho de David al trono en el momento en que se escribió. Yahvé dio a Abraham las tierras y le prometió que bendeciría su simiente y la de sus descendientes; Moisés unió a su pueblo obligándole a jurar su adhesión a la alianza. David, que afirmaba que descendía por línea directa de Abraham y que gracias a la alianza con Moisés reivindicaba el derecho a la tierra y a un liderazgo, formó una nación con las tribus. Tierra, poder y una nación eran la promesa implícita en la alianza.
A pesar de que los comentaristas han discutido ampliamente las implicaciones políticas y religiosas de la alianza, no se han preocupado de explicar la naturaleza de la «señal» que la sella. Los comentarios acerca de la circuncisión han sido de manera uniforme poco esclarecedores. Se nos dice que la circuncisión era una práctica muy difundida en todo el antiguo Próximo Oriente, por razones de higiene, como preparación a la vida sexual, como sacrificio y una marca de distinción. Los babilonios, los asirios y los fenicios no la practicaban, pero sí lo hacían los egipcios y algunos pueblos mesopotámicos. Que se trata de una práctica antiquísima lo atestiguan testimonios pictóricos que datan del 2300 a.C. y las menciones a las cuchillas de sílex empleadas en las ceremonias, lo que supondría que era anterior a la Edad del Bronce. Todos los comentaristas coinciden en que el rito experimentó una transformación decisiva en Israel, no sólo por el sentido religioso que se le dio, sino porque pasó de realizarse en la pubertad a practicarla en la infancia. La circuncisión era entre muchísimos pueblos un rito de pubertad, que presumiblemente iniciaba a los hombres en la vida sexual y procreadora. Ese hecho y la manera en que los israelitas transformaron el rito merecen, por consiguiente, una mayor atención.
¿Por qué se decidió que el órgano que tenía que ser la «señal» fuera el pene circunciso? Si Yahvé, como numerosos comentaristas han sugerido, pretendía distinguir con esta marca en el cuerpo a su pueblo de los demás, ¿por qué motivo no la situó sobre la frente, el tórax o el dedo? Si, como otros comentaristas han insinuado, el rito era meramente higiénico, ¿por qué se escogió concretamente ése, que sólo afectaba a los varones, de entre los varios ritos y costumbres relativos a la salud y la nutrición que hubieran servido igual? Calvino fue, por una vez, consciente de los problemas que planteaba este pasaje bíblico e intentó tratarlo con franqueza en sus Comentarios.
Os circuncidaréis la carne del prepucio. A primera vista esta orden resulta bastante extraña e inexplicable. El tema que se discute es la sagrada alianza ... ¿y quién puede creer que sea sensato que el signo de un misterio dan grande consista en la circuncisión? Pero del mismo modo que Abraham tuvo que enloquecer para probar su obediencia a Dios, cualquiera que sea sabio recibirá con modestia y reverencia aquello que Dios, a nuestro parecer de forma absurda, nos ha ordenado. Y aun así nos preguntamos si existe alguna analogía clara entre la señal visible y lo que significa.
La pregunta de Calvino acerca del simbolismo sexual de la circuncisión es atinada. Creo que la clave para su interpretación se halla en los diferentes pasajes que hemos citado andes y en los que Yahvé promete bendecir la «simiente» de Abraham. ¿Qué puede haber más lógico y apropiado que utilizar como principal símbolo de la alianza el órgano que produce esa «simiente» y que la «planta» en el útero femenino? Nada convencería más al hombre de la vulnerabilidad de este órgano y de que depende de Dios para ser fértil (inmortal). La ofrenda de otra parte del cuerpo no hubiera lanzado un mensaje dan vivo y descriptivo al hombre de la conexión entre su capacidad reproductora y la gracia de Dios. Puesto que Abraham y los hombres de su linaje pasaron el rito de la circuncisión cuando ya eran adultos, el acto en sí, que debió ser muy doloroso, evidencia su confianza y su fe en Dios y la sumisión a sus deseos.
El simbolismo implícito en la circuncisión está repleto de ecos patriarcales. No solamente significa que ahora el poder de procrear reside en Dios y en los varones humanos, sino que también lo vincula a la tierra y al poder. Las teorías psicoanalíticas han sugerido que el pene es el símbolo del poder para los hombres y las mujeres de la civilización occidental, y considera a la circuncisión un sustituto simbólico de la castración. Esta explicación nos remite a una referencia histórica interesante: en la época en que se redactó la Biblia y anteriormente, los sacerdotes y las sacerdotisas de la diosa de la fertilidad Ishtar consagraban su sexualidad a la diosa. Algunos aceptaban voluntariamente la virginidad o el celibato, mientras que otros realizaban el acto sexual ritual en honor a la diosa. En cualquier caso, los humanos sacrificaban su propia sexualidad para celebrar y acrecentar la fertilidad de la diosa. No es inconcebible que el rito de la circuncisión exigido en señal de alianza sea una adaptación del antiguo rito mesopotámico, pero transformado para celebrar la fertilidad del único Dios y las bendiciones que Él derrama sobre el poder de procreación masculino. (28)
Lo más extraordinario es la omisión de un papel simbólico o de un ritual de la madre dentro del proceso de procreación. Dios bendice la simiente de Abraham como si ésta pudiera engendrar por sí sola. La imagen de los pechos de la diosa de la fertilidad que amamanta la tierra y los campos ha sido reemplazada por la imagen del pene circunciso que simboliza el pacto de alianza entre los hombres mortales y Dios. Se les promete la inmortalidad colectiva, en forma de una descendencia numerosa, tierras, poder y victorias sobre los enemigos de los pueblos de la alianza, si cumplen con sus obligaciones, entre las cuales prima la circuncisión: «El incircunciso, el varón a quien no se le circuncide la carne de su prepucio, ese tal será borrado de entre los suyos por haber violado mi alianza» (Génesis, 17, 14).
La aceptación del monoteísmo, la circuncisión y la observancia de las leyes divinas tal y como le han sido dadas a Moisés son las obligaciones del pueblo escogido y le distinguirán de sus vecinos. Pero su cohesión y su pureza ha de garantizarse mediante la circuncisión de los varones y la estricta virginidad de las mujeres antes del matrimonio. El control sexual que asegura la dominación paterna se ve ascendido aquí no meramente a un arreglo social de los hombres, que queda incorporado a una legislación hecha por el hombre, como, por ejemplo, sucedía en los códigos jurídicos mesopotámicos; se presenta aquí como la voluntad de Dios expresada en su alianza con los hombres de Israel.
A la pregunta «¿quién crea la vida?», el Génesis responde: Yahvé y el varón que Él ha creado a su imagen.
Nos queda por discutir la tercera de las grandes cuestiones religiosas: «¿Cuál es el origen del mal y de la muerte en el mundo?».Los antiguos mesopotámicos se hacían esta pregunta separándola en dos partes: ¿De qué manera la humanidad disgustó a los dioses? y ¿por qué sufre un hombre bueno? El concepto mesopotámico de los dioses iguales a gobernantes y de los humanos como sus obedientes servidores implicaba que, cuando se padecían infortunios, enfermedades o derrotas en la tierra, era debido a que los seres humanos habían disgustado de alguna manera a los dioses. En el pensamiento mesopotámico se aceptaba la muerte como algo real; era el destino de la humanidad y no se la podía evitar, y estaba personificada por un dios o una diosa. Asimismo, la vida eterna es fundamental; puede alcanzarse si se come cierto alimento o del «árbol de la vida».
En la Epopeya de Gilgamesh hay dos pasajes que están relacionados con nuestro tema. Uno es la experiencia del hombre salvaje, Enkidu, que vive en armonía con la naturaleza y con quien hablan los animales. Después de que una ramera le conceda sus favores y le «civilice» al mantener relaciones sexuales con él durante siete días, los animales le rehúyen. «Ya no era como antes / pues ahora era sabio, tenía más conocimientos.» Y la ramera le dice: «Eres sabio Enkidu, te has hecho igual a un Dios». La adquisición del conocimiento sexual separa a Enkidu de la naturaleza. El conocimiento humano se reviste aquí de connotaciones sexuales y con la sugerencia de que ello aproxima a Enkidu más a los dioses que a los animales.
El segundo tema es la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre. Gilgamesh, tras la muerte de su bien amado amigo Enkidu, vaga por el mundo en busca del secreto de la inmortalidad. Después de varias aventuras se le ofrece una planta, un secreto de los dioses, «gracias a la cual un hombre puede recuperar su aliento vital», pero una serpiente se la roba. Aunque Gilgamesh es un semidiós, finalmente se le niega el secreto de la inmortalidad que es un privilegio de los dioses. Hemos de destacar el papel de la serpiente, que generalmente va asociada a la diosa de la fertilidad y le guarda sus conocimientos secretos.
La escuela de teología sumeria de Eridu nos ha proporcionado uno de los primeros mitos sobre la caída del hombre. El dios Ea ha creado un hombre, Adapa, que es un hábil navegante. «Él poseía unos conocimientos infinitos que le permitían dar nombre a todas las cosas con el aliento de la vida.» Adapa, durante una discusión con el dios del viento del sur, le rompe las alas y por dicho crimen el dios Anu requiere su presencia en el cielo. El mentor de Adapa, el astuto dios Ea, le previene que no coma o beba nada de lo que le ofrezcan en el cielo. Obediente a las instrucciones recibidas, Adapa rechaza el pan y el agua de la vida que le ofrece el dios Anu. Se le devuelve a la tierra y se le hace responsable de todos los males que caen sobre la humanidad. «Y cualquier mal que este hombre haya traído sobre los hombres ... que caiga sobre él el horror.»`
En estos mitos los dioses guardan celosamente el poder que les otorga la inmortalidad. A los hombres que aspiran a obtener el conocimiento divino se les culpa de traer el mal al mundo. Hemos de advertir, asimismo, que los medios con los cuales los humanos adquieren conocimientos divinos es por comer y beber ciertas sustancias y mantener relaciones sexuales.
En el relato bíblico de la caída encontramos todos estos elementos: el árbol del conocimiento, la fruta prohibida, la serpiente, con su asociación a la diosa de la fertilidad y a la sexualidad femenina.
El árbol de la vida y su fruto ya están antes asociados con la diosa de la fertilidad. Desde comienzos del tercer milenio a.C. en adelante la vemos representada sosteniendo una fruta o espigas de trigo o, alternativamente, un cuenco del que mana el agua de la vida (véanse las ilustraciones 4 y 13). Posteriormente, los reyes y gobernantes tomarán algunos de estos símbolos. Una de las representaciones más antiguas en las que se asocia al gobernante con el árbol de la vida es una estatua del dirigente Gudea de Lagash (2275-2260 a.C.), que sostiene una jarra y reparte el agua de la vida con una pose idéntica a la que tiene una escultura de la diosa Ishtar hallada en Mari (véase la ilustración 12). La Estela de Ur-Nammu de Ur muestra al monarca coronado sentado ante un vaso de libación del cual mana agua y del que crece el árbol de la vida. Una pintura mural del palacio de Mari representa la investidura del rey Zimri-Lim por la diosa Ishtar. Un panel inferior muestra a dos figuras que parecen diosas con la típica corona; cada una sostiene un cuenco del que mana el agua formando cuatro grandes ríos. De cada uno de los cuencos de agua brota un árbol de la vida.
La imagen pervive durante casi dos mil años. La encontramos en muchísimos sellos (véanse las ilustraciones 18 y 20) y la vemos en las monumentales esculturas de los muros del palacio de Asurbanipal de Asiria, construido en el siglo VII a.C. La encontramos en un mural que representa al rey y la reina celebrando un banquete bajo una enramada (véase la ilustración 22). El motivo del rey y su séquito o ciertas figuras míticas de genios regando el árbol de la vida aparece en algunos de los relieves en los muros de aquel palacio (véanse las ilustraciones 18-21). El símbolo estaba muy difundido en Canaán, donde Aserá, la diosa de la fertilidad, estaba simbolizada por un árbol de forma estilizada. Su culto, popular en Israel durante el período patriarcal, tenía lugar en las arboledas.
Dentro de nuestros objetivos merece la pena observar la dirección general que toma la evolución de este símbolo, desarrollo que encaja dentro del modelo de ascenso del patriarcado, que ya hemos dejado al descubierto.
Al principio el árbol de la vida y su fruto -la cañafístula, la granada, el dátil, la manzana- estaban asociados a la diosa de la fertilidad. En la época de la formación de la monarquía, los soberanos se arrogaron algunos de los servicios a la diosa y con ellos parte de su poder, y se representaban a sí mismos con los símbolos ligados a ella. Llevan el jarro del agua de la vida; riegan el árbol de la vida. Es muy probable que este avance coincidiera con el cambio de concepto de la diosa de la fertilidad: es decir, que ahora tenía que contar con un consorte masculino para iniciar su fertilidad. El rey de las nupcias sagradas se convierte en el rey «que riega» el árbol de la vida. Este cambio es especialmente llamativo en los paneles del palacio de Asurbanipal en Nínive, que revelan los cambios de definición del género de forma bastante categórica. El rey y sus sirvientes tienen un tamaño enorme; se les representa ataviados de guerreros con la armadura, tienen poderosos músculos y portan armas. Sin embargo, el rey lleva una regadera, con lo que rinde homenaje al principio de fertilidad simbolizado en el árbol de la vida. El centro de poder ha pasado claramente de la mujer al hombre, pero no se puede ignorar al reino de la diosa; hay que honrarlo y pacificarlo.
El simbolismo hebreo estaba fuertemente influido por la herencia mesopotámica y cananea, los vecinos de Israel. En la historia de la caída encontramos todos los elementos simbólicos de esa herencia transformados de forma intensa y significativa.
En el relato bíblico del paraíso hay dos árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal: «y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Génesis, 2, 9). La segunda alusión que se hace es más ambigua y parece que se hayan fundido ambos significados en un solo símbolo: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Génesis, 2, 16-17). Puesto que aquí no se prohíbe comer del árbol de la vida, cabe presumir que ambos árboles han quedado fundidos en uno. Pero (Génesis, 3, 22) Dios los separa claramente y expulsa a Adán y Eva del jardín: «no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre».
En el relato bíblico la ciencia que se prohíbe a la humanidad tiene una doble naturaleza: es un conocimiento moral, la ciencia del bien y del mal, y un conocimiento sexual. Cuando los seres humanos adquieren el conocimiento del bien y del mal, toman para sí la obligación de adoptar decisiones morales, pues han perdido la inocencia y con ella la facultad de cumplir los deseos de Dios sin consideraciones de carácter moral. La humanidad que ha caído en desgracia con este acto de adquirir un nivel mayor de «conocimientos» asume la carga de distinguir entre el bien y el mal y de optar por un dios a fin de salvarse. La otra vertiente de la ciencia es el conocimiento sexual; queda patente en la frase que describe una de las consecuencias de la caída: «y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Génesis, 3, 7). Las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva caen con distinto peso sobre la mujer. La consecuencia del conocimiento sexual es separar la sexualidad femenina de la procreación. Dios pone enemistad entre la serpiente y la mujer (Génesis, 3, 15). En el contexto histórico de la época en que se redactó el Génesis, la serpiente estaba claramente asociada a la diosa de la fertilidad y era su representación simbólica. De esta manera, por mandato divino, la sexualidad libre y abierta de la diosa de la fertilidad le iba a ser prohibida a la mujer caída. La maternidad sería la forma en que encontraría expresión su sexualidad. Por tanto, se definía dicha sexualidad como servicio a su papel de madre y estaba limitada a dos condiciones: ella tenía que estar subordinada al marido y pariría sus hijos con dolor.
Pero allí, en el centro del jardín, quedaba el árbol de la vida. En el acto de la pareja humana de probar la fruta prohibida del árbol de la ciencia está implícito que ellos aspiraban a adquirir el misterio del árbol de la vida, el conocimiento de la inmortalidad, que está reservado a Dios. La implicación se evidencia tanto en la orden antes citada que prohíbe el fruto como en el castigo de Dios, «porque eres polvo y al polvo tornarás» (Génesis, 3, 19). Aspirar al conocimiento de Dios es el supremo acto de insolencia; el castigo por ello es la mortalidad. Pero Dios es misericordioso y redime, y por tanto el castigo sobre Eva tiene también una connotación redentora. De una vez y para siempre se separa el poder de creación (y con ella el secreto de la inmortalidad) del de procreación. La facultad de crear está reservada a Dios; la procreación de seres humanos es el destino de las mujeres. La maldición que cayó sobre Eva lo convierte en un destino doloroso y de subordinación.
Pero hay la otra cara del relato de la caída. La maldición de Dios sobre Adán acaba cuando le adjudica la mortalidad. Y, sin embargo, en la siguiente línea Adán da a su esposa el nombre de Eva «por ser ella la madre de todos los vivientes». Es el reconocimiento profundo de que en ella reside la única inmortalidad a la que pueden aspirar los humanos: la inmortalidad de la descendencia. He aquí el aspecto redentor de la doctrina bíblica de la división del trabajo según el sexo: no sólo el hombre trabajará con el sudor de su frente y la mujer parirá con dolor, sino que hombres y mujeres mortales dependen de la función redentora, dadora de vida, de la madre para la única inmortalidad que podrán experimentar.
En el primer acto después de la caída, Adán da un nombre a Eva o, más bien, reinterpreta de esta manera el significado de su nombre. Eva, caída en desgracia, ha de tomar esperanza y coraje de su nuevo papel redentor de madre, pero hay dos condiciones que definen y delimitan sus opciones, ambas impuestas por Dios: se le separa de la serpiente y su marido la dominará. Si entendemos que la serpiente era el símbolo de la antigua diosa de la fertilidad, esta condición resulta fundamental en el establecimiento del monoteísmo. Se repetirá y reafirmará en la alianza: sólo habrá un único Dios y la diosa de la fertilidad será desechada como algo malo y se convertirá en el símbolo del pecado. No tenemos que forzar la interpretación para verlo como la condena de Yahvé a la sexualidad femenina practicada de modo libre y autónomo, incluso sagrada.
La segunda condición es que Eva, para que se la honre de por vida, deberá estar gobernada por su marido. Es la ley del patriarcado, perfectamente definida aquí y a la que se otorga la aprobación divina. Hemos visto un desarrollo anterior, que conduce a una definición parecida, en el código de Hammurabi y en el artículo 40 de las leyes meso-asirias. Ahora la vemos bajo la apariencia de decreto divino totalmente integrada en una poderosa visión religiosa del mundo.
Acabamos de ver cómo se respondió a las preguntas de «¿quién creó la vida?» y «¿quién habla con Dios?» en diferentes culturas, y hemos visto cómo la respuesta a ambas en el Antiguo Testamento reafirmaba el poder de los hombres sobre las mujeres.
A la cuestión de «¿quién trajo el mal y la muerte al mundo?», el Génesis responde: «la mujer en su alianza con la serpiente, que representa la libre sexualidad femenina». Acorde a esta manera de pensar está que se debería excluir a las mujeres de la participación activa en la comunidad de la alianza y que el símbolo de esa comunidad y de ese pacto con Dios deberá ser un símbolo masculino.
El desarrollo del monoteísmo en el Libro del Génesis supuso un paso enorme de los seres humanos hacia el pensamiento abstracto y la definición de símbolos con carácter universal. Es un trágico accidente de la historia que este avance se produjera en una sociedad y bajo unas circunstancias que reforzaron y reafirmaron el patriarcado. Así es que el proceso de creación de símbolos ocurrió de tal modo que marginó a las mujeres. Para éstas, el Libro del Génesis representó su definición como criaturas diferentes en esencia a los hombres; una redefinición de su sexualidad como beneficiosa y redentora sólo dentro de los límites fijados por el dominio patriarcal; y por último el reconocimiento de estar excluidas de representar de forma directa el principio divino. El peso de la narración bíblica parece decretar que por deseo de Dios las mujeres estaban incluidas en la alianza de Él sólo gracias a la mediación de los hombres. Este es el momento histórico en que muere la diosa-madre y se la sustituye por el Dios padre y la madre metafórica bajo el patriarcado.
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