jueves, 20 de septiembre de 2018

La creación del patriarcado (Gerda Lerner) - LOS ORÍGENES-2


La primera gran teoría basada en los principios maternalistas fue elaborada por J. J. Bachofen en su influyente obra Das Mutterrecht.  El trabajo de Bachofen influyó en Engels y en Charlotte Perkins Gilman y tiene su paralelo en el pensamiento de Elizabeth Cady Stanton. Una amplia serie de feministas del siglo XX aceptaron sus datos etnográficos y el análisis que él efectuó de las fuentes literarias, y los utilizaron para elaborar toda una gama de diferentes teorías.  Las ideas de Bachofen también han ejercido una gran influencia sobre Robert Briffault, así como en una escuela de analistas y teóricos jungianos cuyos trabajos han gozado de gran aprecio y estima popular en Norteamérica durante este siglo. 
El esquema básico de Bachofen era evolucionista y darwiniano; describía varias etapas en la evolución de la sociedad, que pasaban ininterrumpidamente desde la barbarie al moderno patriarcado. La contribución original de Bachofen fue su afirmación de que las mujeres de las sociedades primitivas desarrollaron la cultura y que hubo un estadio de «matriarcado» que sacó a la civilización de la barbarie. Bachofen se expresa con elocuencia y de forma poética sobre dicho estadio:
En el estadio más remoto y oscuro de la existencia humana, [el amor entre madre e hijo] fue la única luz que brillaba en medio de la oscuridad moral ... Porque cría a sus hijos, la mujer aprende antes que el hombre a desplegar sus atenciones amorosas a otra criatura más allá de los límites de su propio ser ... En este estadio la mujer es la depositaria de toda la cultura, de toda la benevolencia, de toda la devoción, de todo el interés por los vivos y de todo el dolor por los muertos. 
A pesar de la alta estima que concedió al papel de la mujer en el sombrío pasado, Bachofen veía el ascenso del patriarcado en la civilización occidental como el triunfo de un pensamiento y una organización religiosa y política superiores, a lo cual oponía negativamente el desarrollo histórico de Asia y África. Pero él abogaba, igual que sus seguidores, por la incorporación del «principio femenino» de cuidado de los hijos y de altruismo en la sociedad moderna.
Las feministas norteamericanas del siglo pasado desarrollaron una teoría maternalista muy completa, basada no tanto en Bachofen como en su redefinición de la doctrina patriarcal de la «esfera aparte de la mujer». Aun así, hay estrechos paralelismos entre sus ideas y las ideas de Bachofen de características «femeninas» innatas y positivas. Las feministas del siglo XIX, tanto de Norteamérica como de Inglaterra, consideraban más altruistas a las mujeres que a los hombres a causa de sus instintos maternales y su práctica de siempre, y más virtuosas a causa de su supuesta tendencia de ser el sexo débil. Creían que estas características, que a diferencia de Bachofen ellas adscribían frecuentemente al histórico papel de las mujeres como criadoras, daba a las mujeres una misión especial: rescatar la sociedad de la destrucción, la competitividad y la violencia creadas por los hombres que poseían un poder absoluto. Elizabeth Cady Stanton, en concreto, desarrolló un argumento que mezclaba el derecho natural, la filosofía y el nacionalismo norteamericano con el maternalismo. 
Stanton escribió en una época, la naciente república norteamericana, en que las ideas tradicionalistas del género se estaban redefiniendo. En la Norteamérica colonial, al igual que en la Europa del siglo XVIII, se consideraba que las mujeres estaban subordinadas y dependían de los varones de su familia, aunque se las apreciara, especialmente en las colonias y en la región fronteriza, como compañeras en la vida económica. Se las había apartado del acceso a una educación igual y de la participación y el poder dentro de la vida pública. Ahora, cuando los hombres estaban creando una nueva nación, adjudicaron a la mujer el nuevo papel de «madre de la república», responsabilizándola de la educación de los ciudadanos varones que dirigirían la sociedad. Las mujeres republicanas iban a ser ahora las soberanas en la esfera doméstica, aunque los hombres continuaran reclamando para sí la esfera pública, incluida la vida económica. Esferas separadas, determinadas por el sexo, como se define en el «culto a la verdadera feminidad», se convirtieron en la ideología prevalente. Mientras que los hombres institucionalizaban su predominio en la economía, la educación y la política, se animaba a la mujer a que se adaptara a un estatus de subordinación mediante una ideología que concedía una mayor importancia a su función de madre. En las primeras décadas del siglo XIX, las norteamericanas redefinieron en la práctica y en la teoría la posición que debían ocupar en la sociedad. Aunque las primeras feministas aceptaban en realidad la separación de esferas, transformaron el significado de este concepto al abogar por el derecho y el deber de la mujer a entrar en la vida pública en virtud de la superioridad de sus valores y la fuerza incorporadas a su papel de madres. Stanton transformó la doctrina de una «esfera aparte» en un argumento feminista cuando dijo que las mujeres tenían derecho a una igualdad porque eran ciudadanas y, como tales, disfrutaban de los mismos derechos naturales que los hombres, y porque al ser madres estaban mejor equipadas que los hombres para mejorar la sociedad.
Un argumento maternalista-feminista parecido se puso de manifiesto en la ideología del último movimiento sufragista y de aquellas reformistas que, junto con Jane Addams, sostenían que el trabajo de las mujeres se extendía apropiadamente a una «domesticidad municipal». Resulta muy interesante que las feministas-maternalistas actuales hayan razonado de una forma similar, basando sus datos en los informes psicológicos y en las pruebas de las experiencias históricas de la mujer como alguien ajeno al poder político. Dorothy Dinnerstein, Mary O’Brien y Adrienne Rich son las últimas de una larga cadena de maternalistas.
Puesto que aceptaban las diferencias biológicas entre los sexos como algo determinante, las maternalistas del siglo pasado no estaban tan interesadas por la cuestión de los orígenes como sus seguidoras del siglo XX. Pero desde el principio, con Bachofen, la negación de la universalidad de la subordinación femenina estaba implícita en la corriente maternalista evolutiva. Las maternalistas afirmaban que existió un modelo alternativo de organización social humana previo al patriarcado. Así pues, la búsqueda de un matriarcado era esencial para su teoría. Si se pudieran encontrar pruebas en cualquier momento y lugar de la existencia de sociedades matriarcales, entonces las reivindicaciones femeninas por una igualdad y por formar parte del poder tendrían un mayor prestigio y reconocimiento. Hasta hace muy poco estas pruebas, tal y como se las podía encontrar, consistían en una combinación de arqueología, mitología, religión y artefactos de dudoso significado, ligados por medio de conjeturas. Parte esencial de este argumento en pro de un matriarcado eran las pruebas, que aparecían por doquier, de estatuillas de diosas-madre en muchas religiones antiguas, a partir de las cuales las maternalistas afirmaban la existencia y la realidad del poder femenino en el pasado. Nos ocuparemos con más detalle de la evolución de las diosas-madre en el capítulo 7; ahora sólo tenemos que subrayar la dificultad que entraña deducir a partir de estas evidencias la construcción de organizaciones sociales en las cuales dominaban las mujeres. En vista de las pruebas históricas de la coexistencia de una idolatría simbólica de las mujeres y el estatus inferior que realmente tienen, como sucede en el culto a la Virgen María en la Edad Media, el culto a la señora de la plantación en Norteamérica, o el de las estrellas de Hollywood en la sociedad contemporánea, una vacila en elevar estas evidencias a la categoría de prueba histórica.
Los antropólogos modernos han refutado las evidencias etnográficas en las cuales Bachofen y Engels basaron sus argumentos. Esta evidencia, tal y como se la presentaba, pasó a ser una prueba no del matriarcado sino de una matrilocalidad y matrilinealidad. En contra de lo que antes se creía, no se puede mostrar una conexión entre la estructura del parentesco y la posición social que ocupan las mujeres. En muchas sociedades matrilineales es un pariente varón, por lo general el hermano o el tío de la mujer, quien controla las decisiones económicas y familiares. 
Ahora tenemos a nuestro alcance un amplio corpus de datos antropológicos modernos que describen organizaciones sociales relativamente igualitarias y las soluciones complejas y diversas que las sociedades dan al problema de la división del trabajo. La literatura está basada en las sociedades tribales modernas, con unos cuantos ejemplos del siglo XIX. Ello plantea el problema, en especial al historiador, de la fiabilidad de esta información para hacer generalizaciones respecto a los pueblos prehistóricos. En todo caso, a partir de los datos que se tienen, parece que las sociedades más igualitarias se han de encontrar entre las tribus cazadoras y recolectoras, características por su interdependencia económica. Una mujer debe conseguir los servicios de un cazador para garantizarse una reserva de carne para sí y sus hijos. Un cazador debe asegurarse que una mujer le proporcione la comida de subsistencia para la cacería y para el caso en que ésta no sea fructífera. Como hemos dicho antes, en estas sociedades las mujeres son quienes aportan la mayor parte de los alimentos que se consumen y, sin embargo, en todas partes se da más valor a la caza y se la utiliza en los intercambios de presentes. Estas tribus cazadoras y recolectoras inciden en la cooperación económica y tienden a vivir en paz con otras tribus. Las rivalidades quedan ritualizadas en competiciones de canto o deportivas, pero no se las fomenta en la vida diaria. Como siempre, los especialistas en el tema no se muestran de acuerdo en las interpretaciones que hacen de las evidencias, pero un examen cuidadoso de ellas permite sacar la generalización de que en estas sociedades el estatus de los hombres y las mujeres está «separado pero es igual». 
Hay una gran polémica entre los antropólogos acerca del modo de categorizar a una sociedad. Varias antropólogas y escritoras feministas han interpretado la complementariedad o incluso una ausencia clara de dominio masculino como una prueba de igualdad o incluso de dominación por parte de las mujeres. En esta línea, Eleanor Leacock describe el elevado estatus de las iroquesas, especialmente antes de la invasión europea: su poderoso cometido público de controlar la distribución de alimento y su participación en el consejo de ancianos. Leacock interpreta estos hechos como prueba de la existencia de un «matriarcado», definiendo el término en el sentido de que «las mujeres tenían autoridad pública en las principales áreas de la vida del grupo».  Otras antropólogas, con los mismos datos y admitiendo el estatus relativamente alto y la fuerte posición de las iroquesas, se centran en el hecho de que éstas nunca fueron los líderes políticos de la tribu ni tampoco sus jefes. Señalan asimismo la singularidad de la situación de los iroqueses, que se basa en los abundantes recursos naturales de que disponían en el entorno en que vivían. Hay que advertir también que en todas las sociedades cazadoras y recolectoras las mujeres, no importa cual sea su estatus social y económico, están siempre en algún aspecto subordinadas a los hombres. No existe ni una sola sociedad que conozcamos donde el colectivo femenino tenga el poder de adoptar decisiones sobre los hombres o donde las mujeres marquen las normas de conducta sexual o controlen los intercambios matrimoniales.
Es en las sociedades horticulturas donde encontramos más a menudo mujeres dominantes o con mucha influencia en la esfera económica. En un estudio realizado a partir de un muestreo de 515 sociedades horticultoras, las mujeres dominaban las actividades agrícolas en un 41 por 100 de los casos, si bien históricamente estas sociedades tendieron hacia el sedentarismo y la agricultura de arado, en la que los hombres dominaban la economía y la existencia política.  La mayoría de las sociedades horticultoras estudiadas son patrilineales, a pesar del papel económico decisivo que desempeñan las mujeres. Parece que las sociedades horticultoras matrilineales surgen principalmente cuando se dan ciertas condiciones ecológicas: en los márgenes de bosques, donde no hay rebaños de animales domésticos. Dado que estos hábitats están desapareciendo, las sociedades matrilineales se encuentran casi extinguidas.
Resumiendo los hallazgos de los estudios concernientes a una dominación femenina, se pueden señalar los siguientes puntos: 1) La mayor parte de las evidencias de una igualdad femenina en la sociedad provienen de sociedades matrilineales, matrilocales, históricamente transicionales y actualmente en vías de desaparición. 2) Aunque la matrilinealidad y la matrilocalidad confieran ciertos derechos y privilegios a las mujeres, sin embargo el poder decisorio dentro del grupo de parentesco está en poder de los varones de más edad. 3) La patrilinealidad no implica subyugación de las mujeres, igual que la matrilinealidad no significa un matriarcado. 4) Desde una perspectiva temporal, las sociedades matrilineales han sido incapaces de adaptarse a los sistemas técnico-económicos, competitivos y explotadores, y han dado paso a las sociedades patrilineales.
La causa contra la universalidad del matriarcado en la prehistoria parece claramente ganada gracias a la evidencia antropológica. Aun así, el debate en torno al matriarcado es acalorado, sobre todo porque los abogados defensores de la teoría del matriarcado han sido lo suficientemente ambiguos con su definición del término de manera que éste incluya otras categorías distintas. Quienes definen el matriarcado como una sociedad donde las mujeres dominan a los hombres, una especie de inversión del patriarcado, no pueden recurrir a datos antropológicos, etnológicos o históricos. Basan su defensa en evidencias extraídas de la mitología y la religión.  Otros llaman matriarcado a cualquier tipo de organización social en que las mujeres tengan poder sobre algún aspecto de la vida pública. Aún hay otros que incluyen cualquier sociedad en la que las mujeres tengan un estatus relativamente alto. La última definición es tan vaga que no tiene sentido como categoría. Creo de veras que sólo puede hablarse de matriarcado cuando las mujeres tienen un poder sobre los hombres y no a su lado, cuando ese poder incluye la esfera pública y las relaciones con el exterior, y cuando las mujeres toman decisiones importantes no sólo dentro de su grupo de parentesco sino también en el de su comunidad. Continuando la línea de mi anterior exposición, dicho poder debería incluir el poder para definir los valores y sistemas explicativos de la sociedad y el poder de definir y controlar el comportamiento sexual de los hombres. Podrá observarse que estoy definiendo el matriarcado como un reflejo del patriarcado. Partiendo de esta definición, he de terminar por decir que nunca ha existido una sociedad matriarcal.
Han habido, y todavía hay, sociedades en las que las mujeres comparten el poder con los hombres en muchos o algunos de los aspectos de la vida, y sociedades en las que el colectivo femenino tiene un considerable poder para influir en el poder masculino o controlarlo. Existen también, y han existido en la historia, mujeres solas que tienen todos o casi todos los poderes de los hombres a quienes representan o a quienes suplen, como las reinas y gobernantas. Como se va demostrar en este libro, la posibilidad de compartir el poder económico y político con hombres de su clase o en su lugar ha sido precisamente un privilegio de algunas mujeres de clase alta, lo que las ha confinado más cerca del patriarcado.
Hay algunas evidencias arqueológicas de la existencia de sociedades en el neolítico y en la Edad del Bronce en las que las mujeres gozaban de una alta estima, lo que también puede indicar que tenían algún poder. La mayor parte de dichas evidencias consisten en estatuillas femeninas, interpretadas como diosas de la fertilidad; y, en la Edad del Bronce, de artefactos artísticos que representan a las mujeres con dignidad y atributos de un estatus alto. Evaluaremos la evidencia concerniente a las diosas en el capítulo 7 y hablaremos de la sociedad mesopotámica en la Edad del Bronce en todo el libro. Pasemos ahora a revisar, brevemente, las pruebas en un caso concreto, frecuentemente citado por los que abogan en pro de la existencia del matriarcado: el ejemplo de Catal Hüyük, en Anatolia (hoy Turquía).
Las excavaciones dirigidas por James Mellaart, en concreto las de Hacilar y Catal Hüyük, aportaron una gran información sobre el desarrollo de las primeras ciudades de la región. Catal Hüyük, un asentamiento urbano del neolítico con capacidad para 6.000 a 8.000 personas, fue edificado en sucesivas etapas durante un período de 1.500 años (6250-5720 a.C.), y donde la nueva ciudad cubría los restos de los asentamientos más antiguos. La comparación de los diversos niveles del asentamiento urbano de Catal Hüyük con los de Hacilar, un poblado de menor tamaño y más antiguo (construido entre el 7040-7000 a.C.), nos permite hacernos una idea de una sociedad antigua en vías de cambio histórico.
Catal Hüyük era una ciudad construida formando una colmena de casas particulares que mostraban muy poca variación en el tamaño y la decoración. Se accedía a las casas por el terrado con ayuda de una escalera; cada una estaba equipada con un hogar hecho de ladrillos y un horno. Cada casa disponía de una gran plataforma que servía para dormir, bajo la cual se hallaron enterramientos de mujeres y a veces de niños. Se encontraron plataformas más pequeñas en diferentes posiciones en distintas habitaciones, a veces con hombres y otras con niños enterrados debajo, aunque nunca con ambos juntos. Las mujeres eran sepultadas con espejos, joyas e instrumentos de hueso y piedra; los hombres con sus armas, anillos, cuentas y herramientas. Los recipientes de madera y los tejidos hallados en el yacimiento muestran un elevado nivel técnico y de especialización, así como un amplio comercio. Mellaart encontró alfombrillas de junco, cestos tejidos y numerosos objetos de obsidiana que indican que la ciudad mantenía un comercio a larga distancia y disfrutaba de considerable riqueza. En los últimos niveles aparecieron restos de una amplia muestra de alimentos y cereales, así como de la domesticación de la oveja, la cabra y el perro.
Mellaart cree que sólo las personas privilegiadas eran enterradas dentro de las casas. De las 400 personas que hay enterradas allí, sólo 11 son enterramientos con «ocre», es decir, que sus esqueletos estaban teñidos de ocre rojo, lo que Mellaart explica como un signo de estatus elevado. Puesto que muchos de-ellos eran de mujeres, Mellaart sostiene que ellas ocupaban un estatus alto en la sociedad, y especula que podría tratarse de sacerdotisas. Esta evidencia se debilita un tanto por el hecho de que de los 222 esqueletos de individuos adultos hallados en Catal Hüyük, 136 eran mujeres, una proporción inusualmente elevada. Si Mellaart se encontró con que la mayoría de los enterramientos «a base de ocre» eran femeninos, puede que simplemente se deba a la proporción general de sexos de la población. De todas maneras indica que las mujeres estaban entre las personas de alto rango, es decir, siempre que las conjeturas de Mellaart acerca del significado de un enterramiento «con ocre» sean correctas.
La ausencia de calles, de una gran plaza o de un palacio y la uniformidad en el tamaño y la decoración de las casas hicieron pensar a Mellaart que en Catal Hüyük no existía una jerarquía ni una autoridad política central, y que ésta era compartida entre sus habitantes. La primera conjetura parece correcta y se puede sustentar en evidencias comparativas, pero no se puede demostrar a partir de ello que se compartiese la autoridad. La autoridad, incluso en ausencia de una estructura palaciega o de un corpus formal de gobierno, podría haber residido en el cabeza de cada grupo de parentesco o en un grupo de ancianos. No hay nada entre las evidencias que aporta Mellaart que demuestre la existencia de una autoridad compartida.
Los diversos estratos de Catal Hüyük muestran un número extraordinariamente elevado de lugares de culto, profusamente decorados con pinturas murales, relieves en yeso y estatuas. En los niveles inferiores de la excavación no hay representaciones figurativas humanas, sólo toros y carneros, pinturas de animales y astas de toro. Mellaart lo interpreta como representaciones simbólicas de dioses masculinos. En el nivel correspondiente al 6200 a.C. aparecen las primeras representaciones de estatuillas femeninas, con pechos, nalgas y caderas enormemente exagerados. Algunas aparecen sentadas, otras en el momento del parto; están rodeadas de pechos en yeso sobre las paredes, algunos de ellos modelados sobre cráneos y mandíbulas de animales. Hay también una estatua extraordinaria que representa una figura masculina y otra femenina abrazadas, y junto a ella otra de una mujer que sostiene un niño en brazos. Mellaart cree que son deidades y señala que están asociadas tanto con la vida como con la muerte (dientes y mandíbulas de buitre en los pechos); también advierte su asociación con flores, cereales y diseños vegetales en las decoraciones y con leopardos (símbolo de la caza) y buitres (símbolo de la muerte). En los últimos niveles no hay representaciones de dioses masculinos.
Mellaart piensa que en Catal Hüyük el varón era objeto de orgullo, valorado por su virilidad, y que se reconocía su papel dentro de la procreación. Cree que hombres y mujeres compartían el poder y el control de la comunidad en el período más antiguo y que ambos participaban en las cacerías. Esto último se basa en lo que muestran las pinturas murales, que presentan a mujeres participando en una escena ritual o de caza en la que hay un ciervo y un jabalí. Parece una conclusión muy exagerada, si se tiene en cuenta que ambas pinturas murales muestran a muchos hombres participando en la cacería y rodeando al animal, mientras que sólo hay dos figuras femeninas visibles, ambas con las piernas muy separadas, lo que puede tener algún simbolismo sexual pero que parece bastante incompatible con mujeres que participen en la caza. A partir de la estructura que tienen los edificios y las plataformas, Mellaart deduce que la organización de la comunidad era matrilineal y matrilocal. Esto sí que parece probable según las evidencias. Cree que las mujeres desarrollaron la agricultura y controlaban sus productos. Argumenta, a partir de la falta de indicios de sacrificio en los altares, que no existía una autoridad central ni una casta militar y afirma que en todo Catal Hüyük no hay ni una prueba de guerra durante un período de 1.000 años. Mellaart también defiende la idea de que las mujeres crearon la religión neolítica y que ellas eran principalmente las artistas.
Estos hallazgos y evidencias han sido objeto de diversas interpretaciones. En un especializado estudio, P. Singh detalla todas las evidencias de Mellaart y las pone en el contexto de otros yacimientos neolíticos, pero omite las conclusiones de Mellaart excepto las de la economía de la ciudad. Ian Todd, que participó en algunas de las campañas de Catal Hüyük, advierte en un estudio realizado en 1976 que la naturaleza restringida de las excavaciones en Catal Hüyük hace que las conclusiones relativas a la estratificación de la sociedad sean prematuras. Está de acuerdo en que los descubrimientos arqueológicos presentan una sociedad con una compleja estructura social, pero concluye diciendo que «si la sociedad era realmente matriarcal, como se ha sugerido, es algo que no se puede saber».  Anne Barstow, en una interpretación prudente, está de acuerdo con la mayoría de las conclusiones de Mellaart. Hace hincapié en la importancia de las observaciones de Mellaart en lo que respecta a la celebración de la fecundidad y el poder de las mujeres y de su papel como creadoras de la religión, pero no halla ninguna evidencia a favor de un matriarcado.  Ruby Rohrlich recoge la misma evidencia y a partir de ella argumenta la existencia de un matriarcado. Acepta sin reservas las generalizaciones de Mellaart y argumenta que sus datos rebaten la universalidad de la supremacía masculina en las sociedades humanas. El ensayo de Rohrlich es importante pues dirige la atención sobre diversos elementos que evidencian un cambio social en cuanto a las relaciones entre sexos durante el período de formación de los estados arcaicos, pero su confusión en la distinción entre relaciones igualitarias entre hombre y mujer y matriarcado oscurece nuestra visión.
Los hallazgos de Mellaart son importantes, pero debemos mostrarnos precavidos ante las generalizaciones que hace al respecto del papel de las mujeres. Parece que hay evidencias claras de matrilocalidad y culto a diosas. La cronología del inicio de este culto es incierta: Mellaart lo vincula al comienzo de la agricultura, que él cree que otorgó un estatus más alto a las mujeres. Como veremos, en muchas sociedades se da todo lo contrario. Mellaart podría haber dado una mayor fuerza a su argumento si hubiera usado los descubrimientos de uno de sus colaboradores, Lawrence Angel, quien a partir del análisis de los restos humanos halló un incremento significativo en la esperanza media de vida de las mujeres del neolítico con respecto a las del paleolítico, de 28,2 a 29,8 años. Este aumento de la longevidad de las mujeres de casi dos años debe ser considerado frente a la esperanza media de vida, de 34,3 años en Catal Hüyük. En otras palabras, aunque los hombres vivían cuatro años más que las mujeres se produjo un considerable aumento de la longevidad femenina en comparación con el período anterior. Este incremento pudo deberse al paso de la caza y recolección a la agricultura, y pudo dar a las mujeres un papel relativamente más dominante en aquella cultura.  Las observaciones que Mellaart hace acerca de la ausencia de guerras en Catal Hüyük debe evaluarse frente a las abundantes evidencias de la existencia de luchas y comunidades militares en las regiones vecinas. Y, finalmente, no podemos omitir de la consideración el súbito e inexplicable abandono del asentamiento por parte de sus habitantes hacia 5700 a.C., que parece indicar una derrota militar o la incapacidad de la comunidad para adaptarse a unas condiciones ecológicas en transformación. En cualquiera de los dos casos, confirmaría la observación de que las comunidades con relaciones relativamente igualitarias entre sexos no sobreviven.
Aun así, Catal Hüyük nos presenta pruebas sólidas de la existencia de algún tipo de modelo alternativo al patriarcado. Sumándolas a las otras evidencias que hemos citado, podemos afirmar que la subordinación femenina no es universal, aunque no tengamos prueba alguna de la existencia de una sociedad matriarcal. Pero las mujeres, igual que los hombres, sienten una profunda necesidad de un sistema explicativo coherente, que no nos diga únicamente qué es y por qué ha de ser así, sino que permita una visión alternativa en el futuro. Antes de pasar a la discusión de los testimonios históricos sobre el establecimiento del patriarcado, presentaremos un modelo hipotético de este tipo: para liberar la mente y el alma, para jugar con las posibilidades, para considerar las alternativas.

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