jueves, 20 de septiembre de 2018

La creación del patriarcado (Gerda Lerner) - LOS ORÍGENES-1

Ante nosotros se extienden en confusa amalgama los pedazos de restos materiales: útiles, tumbas, fragmentos de cerámica, los restos de casas y santuarios, artefactos de origen dudoso sobre las paredes de las cuevas, restos humanos; todos ellos con su historia. [.os unimos ayudados por mitos y conjeturas; los comparamos con lo que sabemos de los pueblos «primitivos» que sobreviven en la actualidad; utilizamos la ciencia, la filosofía o la religión para elaborar un modelo de ese lejano pasado previo al inicio de la civilización.
El enfoque que usamos en la interpretación -nuestro esquema conceptual- determina el resultado final. Este esquema no se halla libre de juicios de valor. Hacemos al pasado las preguntas que queremos ver respondidas en el presente. Durante largos períodos de la época histórica el marco conceptual que conformaba nuestras preguntas era aceptado como un hecho reconocido, indiscutible e incuestionable. Mientras la concepción teleológica cristiana dominó el pensamiento histórico se consideró a la historia precristiana meramente un estadio previo a la verdadera historia, que comenzó con el nacimiento de Cristo y acabaría con el segundo advenimiento. Cuando la teoría darwiniana dominó el pensamiento histórico, se vio la prehistoria como un estadio de «barbarie» dentro de un proceso evolutivo de la humanidad que iba de lo más simple a lo más complejo. Lo que triunfaba y sobrevivía era considerado, por el mero hecho de su supervivencia, superior a lo que se esfumaba y que, por consiguiente, había «fallado». Mientras los presupuestos androcéntricos dominaron nuestras interpretaciones, encontrábamos en el pasado la ordenación según sexos/géneros prevaleciente en el presente. Dábamos por sentada la existencia de un dominio masculino y cualquier evidencia en contra aparecía como una mera excepción a la norma o una alternativa fallida.
Los tradicionalistas, tanto los que trabajan dentro de un ámbito religioso como «científico», han considerado la subordinación de las mujeres un hecho universal, de origen divino, o natural y, por tanto, inmutable. Así que no hay que cuestionárselo. Lo que ha sobrevivido lo ha logrado porque era lo mejor; lo que sigue debería continuar siendo igual.
Aquellos que critican las asunciones androcéntricas y los que reconocen la necesidad de un cambio social en el presente han puesto en duda el concepto de universalidad de la subordinación femenina. Estiman que si el sistema de dominación patriarcal tuvo un origen en la historia, podría abolirse si se alteran las condiciones históricas. Por consiguiente, la cuestión sobre la universalidad de la subordinación femenina ha sido, durante más de 150 años, el núcleo del debate entre tradicionalistas y pensadoras feministas.
Para quienes critican las explicaciones patriarcales, la siguiente pregunta por orden de importancia es: si la subordinación femenina no era universal entonces, ¿existió alguna vez un modelo alternativo de sociedad? Esta pregunta se ha convertido con frecuencia en la búsqueda de una sociedad matriarcal en el pasado. Ya que muchas de las evidencias de esta búsqueda proceden de los mitos, la religión y los símbolos, casi no se ha prestado atención a los testimonios históricos.
La cuestión más importante y significativa para el historiador es esta: cómo, cuándo y por qué se produjo la subordinación de las mujeres.
Por consiguiente, antes de que podamos emprender una discusión acerca de la evolución histórica del patriarcado, hemos de revisar las principales posturas en el debate en torno a estas tres cuestiones.
La respuesta tradicional a la primera cuestión es, por supuesto, que la dominación masculina es un fenómeno universal y natural. Se podría presentar la argumentación en términos religiosos: la mujer está subordinada al hombre porque así la creó Dios.  Los tradicionalistas aceptan el fenómeno de la «asimetría sexual», la atribución de tareas y papeles diferentes a hombres y mujeres, observada en cualquier sociedad humana conocida, como prueba de su postura y señal de que es «natural».  Puesto que a la mujer se le asignó por designio divino una función biológica diferente a la del hombre, dicen, también se le deben adjudicar cometidos sociales distintos. Si Dios o la naturaleza crearon las diferencias de sexo, que a su vez determinaron la división sexual del trabajo, no hay que culpar a nadie por la desigualdad sexual y el dominio masculino.
La explicación tradicional se centra en la capacidad reproductiva de las mujeres y ve en la maternidad el principal objetivo en la vida de la mujer, de ahí se deduce que se cataloguen de desviaciones a aquellas mujeres que no son madres. La función maternal de las mujeres se entiende como una necesidad para la especie, ya que las sociedades no hubieran sobrevivido hasta la actualidad a menos que la mayoría de las mujeres no hubieran dedicado la mayor parte de su vida adulta a tener y cuidar hijos. Por lo tanto, se considera que la división sexual del trabajo fundamentada en las diferencias biológicas es funcional y justa.
Una explicación corolaria de la asimetría sexual es la que sitúa las causas de la subordinación femenina en factores biológicos que atañen a los hombres. La mayor fuerza física de éstos, su capacidad para correr más rápido y cargar mayor peso, junto con su mayor agresividad, les capacitan para ser cazadores. Por tanto, se convierten en los que suministran los alimentos a la tribu, y se les valora y honra más que a las mujeres. Las habilidades derivadas de las actividades cinegéticas les dotan a su vez para ser guerreros. El hombre cazador, superior en fuerza, con aptitudes, junto con la experiencia nacida del uso de útiles y armas, protege y defiende «naturalmente» a la mujer, más vulnerable y cuya dotación biológica la destina a la maternidad y a la crianza de los hijos. Por último, esta interpretación determinista biológica se aplica desde la Edad de Piedra hasta el presente gracias a la aseveración de que la división sexual del trabajo basada en la «superioridad» natural del hombre es un hecho y, por consiguiente, tan válido hoy como lo fuera en los primitivos comienzos de la sociedad humana.
Esta teoría, en sus diferentes formas, es con mucho la versión más popular en la actualidad del argumento tradicional y ha tenido un fuerte efecto explicativo y de refuerzo sobre las ideas contemporáneas de la supremacía masculina. Probablemente se deba a sus adornos «científicos», basados en una selección de los datos etnográficos y en el hecho de que parece explicar el dominio masculino de tal manera que exime a todos los hombres contemporáneos de cualquier responsabilidad por ello. Con qué profundidad esta explicación ha afectado incluso a las teóricas feministas queda patente en su aceptación parcial por parte de Simone de Beauvoir, quien da por seguro que la «trascendencia» del hombre deriva de la caza y la guerra y del uso de las herramientas necesarias para estas actividades. 
Lejos de las dudosas afirmaciones biológicas sobre la superioridad física masculina, la interpretación del hombre cazador ha sido rebatida gracias a las evidencias antropológicas de las sociedades cazadoras y recolectoras. En la mayoría de ellas, la caza de animales grandes es una actividad auxiliar, mientras que las principales aportaciones de alimento provienen de las actividades de recolección y caza menor, que llevan a cabo mujeres y niños.Además, como veremos más adelante, es precisamente en las sociedades cazadoras y recolectoras donde encontramos bastantes ejemplos de complementariedad entre sexos, y en las que las mujeres ostentan un estatus relativamente alto, en oposición directa a lo que se afirma desde la escuela de pensamiento del hombre cazador.
Las antropólogas feministas han puesto recientemente en duda muchas de las antiguas generalizaciones, que sostenían que la dominación masculina era virtualmente universal en todas las sociedades conocidas, por ser asunciones patriarcales de parte de los etnógrafos e investigadores de esas culturas. Cuando las antropólogas feministas han revisado los datos o han hecho su propio trabajo de campo se han encontrado con que la dominación masculina no es ni mucho menos universal. Han hallado sociedades en las que la asimetría sexual no comporta connotaciones de dominio o subordinación. Es más, las tareas realizadas por ambos sexos resultan indispensables para la supervivencia del grupo, y en muchos aspectos se considera que ambos tienen el mismo estatus. En estas sociedades se cree que los sexos son «complementarios»; tienen papeles y estatus diferentes, pero son iguales. 
Otra manera de refutar las teorías del hombre cazador ha sido la de mostrar las contribuciones fundamentales, culturalmente innovadoras, de las mujeres a la creación de la civilización con sus inventos de la cestería y la cerámica y sus conocimientos y el desarrollo de la horticultura. Elise Boulding, en concreto, ha demostrado que el mito del hombre cazador y su perpetuación son creaciones socioculturales al servicio del mantenimiento de la supremacía y hegemonía masculinas. 
La defensa tradicional de la supremacía masculina basada en el razonamiento determinista biológico ha cambiado con el tiempo y ha demostrado ser extremadamente adaptable y flexible. Cuando en el siglo XIX empezó a perder fuerza el argumento religioso, la explicación tradicional de la inferioridad de la mujer se hizo «científica». Las teorías darwinianas reforzaron la creencia de que la supervivencia de la especie era más importante que el logro personal. De la misma manera que el Evangelio Social utilizó la idea darwiniana de supervivencia del más apto para justificar la distribución desigual de riquezas y privilegios en la sociedad norteamericana, los defensores científicos del patriarcado justificaban que se definiera a las mujeres por su rol maternal y que se las excluyera de las oportunidades económicas y educativas porque estaban al servicio de la causa más noble de la supervivencia de la especie. A causa de su constitución biológica y su función maternal se pensaba que las mujeres no eran aptas para una educación superior y otras actividades profesionales. Se consideraba la menstruación y la menopausia, incluso el embarazo, estados que debilitaban, enfermaban, o eran anormales, que imposibilitaban a las mujeres y las hacían verdaderamente inferiores. 
Asimismo, la psicología moderna observó las diferencias de sexo existentes desde la asunción previa y no verificada de que eran naturales, y construyó la imagen de una hembra psicológica que se encontraba biológicamente tan determinada como lo estuvieron sus antepasadas. Al observar desde una perspectiva ahistórica los papeles sexuales, los psicólogos tuvieron que hacer conclusiones partiendo de datos clínicos observados, en los que se reforzaban los papeles por géneros predominantes. 
Las teorías de Sigmund Freud alentaron también la explicación tradicional. Para Freud, el humano corriente era un varón; la mujer era, según su definición, un ser humano anormal que no tenía pene y cuya estructura psicológica supuestamente se centraba en la lucha por compensar dicha deficiencia. Aunque muchos aspectos de la teoría freudiana serían de gran utilidad en la construcción de la teoría feminista, fue el dictamen de Freud de que para la mujer «la anatomía es el destino» lo que dio nuevo vigor y fuerzas al argumento supremacista masculino. 
Las aplicaciones a menudo vulgarizadas de la teoría freudiana en la educación infantil y en obras de divulgación dieron un renovado prestigio al viejo argumento de que el principal papel de la mujer es tener y cuidar hijos. La doctrina popularizada de Freud se convirtió en texto obligado de educadores, asistentes sociales y de la audiencia de los medios de comunicación. 
Recientemente, la sociobiología de E. O. Wilson ha ofrecido la visión tradicional del género bajo una argumentación en la que se aplican las ideas darwinianas de la selección natural a la conducta humana. Wilson y sus seguidores argumentan que las conductas humanas que son «adaptativas» para la supervivencia del grupo quedan codificadas en los genes, e incluyen en estas conductas cualidades tan complejas como el altruismo, la lealtad o la conducta maternal. No sólo dicen que los grupos que practiquen una división sexual del trabajo en la que las mujeres hagan de niñeras y educadoras de los niños tendrán una ventaja evolutiva, sino que defienden que este comportamiento pasa de alguna manera a formar parte de nuestro código genético, de modo que las propensiones psicológicas y físicas necesarias para esta organización social se desarrollan selectivamente y se seleccionan genéticamente. El papel de madre no es tan sólo un papel asignado por la sociedad, es también el que se ajusta a las necesidades físicas y psicológicas de las mujeres. Aquí, nuevamente, el determinismo biológico se convierte en una obligación, en realidad una defensa política del statu quo en lenguaje científico. 
Las críticas feministas han demostrado la argumentación circular, la falta de pruebas y los presupuestos a científicos de la sociobiología de Wilson. Desde un punto de vista no científico, la falacia más obvia de los socio-biólogos es su ahistoricidad por lo que respecta al hecho de que los hombres y las mujeres de hoy no viven en un estado natural. La historia de la civilización describe el proceso por el cual los humanos se han distanciado de la naturaleza mediante la invención y el perfeccionamiento de la cultura. Los tradicionalistas ignoran los cambios tecnológicos que han hecho posible alimentar a un niño con biberón sin riesgos y hacerle crecer con otras personas que le cuiden que no sean su madre. Ignoran las consecuencias del cambio sufrido en la duración de la vida y en los ciclos vitales. Hasta que las normas comunales de higiene y los conocimientos médicos actuales no frenaron la mortalidad infantil al punto que los progenitores podían contar con que cada hijo que tuvieran llegaría a la madurez, las mujeres estaban obligadas a alumbrar bastantes hijos a fin de que unos cuantos sobrevivieran. Del mismo modo, el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la mortalidad infantil modificaron los ciclos vitales de hombres y mujeres. Estos avances iban ligados a la industrialización y ocurrieron en la civilización occidental (para los blancos) a finales del siglo XIX, produciéndose más tarde para los pobres y las minorías a causa de la distribución desigual de los servicios sanitarios y sociales. Mientras que hasta 1870 la crianza de los hijos y el matrimonio eran coterminales -es decir, cabía esperar que uno o ambos progenitores falleciesen antes de que el menor de sus hijos llegara a la madurez-, en la sociedad norteamericana actual las parejas pueden contar con vivir juntas doce años más después de que el menor de sus hijos haya llegado a adulto, y las mujeres pueden esperar sobrevivir siete años a sus maridos. 
Y en cambio los tradicionalistas pretenden que las mujeres continúen en los mismos papeles y ocupaciones que eran operativos y necesarios para la especie en el neolítico. Aceptan los cambios culturales gracias a los cuales los varones se han liberado de las necesidades biológicas. Suplir el esfuerzo físico por el trabajo de las máquinas es progreso; sólo las mujeres están, en su opinión, destinadas para siempre al servicio de la especie a causa de su biología. Decir que de todas las actividades humanas tan sólo el que las mujeres cuiden de los hijos es inmutable y eterno es, en verdad, relegar la mitad de la raza humana a un estado inferior de existencia, a la naturaleza y no a la cultura.
Las cualidades que habrían ayudado a la supervivencia humana durante el neolítico ahora les son innecesarias a las personas. Independientemente de si cualidades como la agresividad o el cuidado de los hijos se transmiten genética o culturalmente, es obvio que la agresividad masculina, que pudo ser muy funcional durante la Edad de Piedra, es una amenaza a la supervivencia de la humanidad en la era nuclear. En un momento en que la superpoblación y el agotamiento de los recursos naturales suponen un verdadero peligro para la supervivencia humana, puede que sea más adaptativo refrenar la capacidad reproductiva de las mujeres que fomentarla.
Además, en desacuerdo con cualquier argumento que se base en el determinismo biológico, las feministas cuestionan las asunciones androcéntricas ocultas en las ciencias que se dedican a los seres humanos. Han denunciado que en biología, antropología, zoología y psicología estas asunciones han inducido a hacer lecturas de los datos científicos que distorsionan su significado. De este modo, por ejemplo, se reviste el comportamiento de los animales de un significado antropomórfico, y se convierte a los chimpancés machos en patriarcas. (16) Muchas feministas sostienen que las interpretaciones culturales han exagerado enormemente el escaso número de diferencias reales que hay entre los sexos, y que el valor dado a las diferencias sexuales es de por sí un producto cultural. Los atributos sexuales son una realidad biológica, pero el género es un producto del proceso histórico. El hecho de que las mujeres tengan hijos responde al sexo; que las mujeres los críen se debe al género, una construcción cultural. El género ha sido el principal responsable de que se asignara un lugar determinado a las mujeres en la sociedad. 
Demos ahora un breve repaso a las teorías que niegan la universalidad de la subordinación femenina y que defienden un primer estadio de dominación femenina (matriarcado) o de igualdad entre mujeres y hombres. Las principales explicaciones son la economicomarxista y la materialista.
El análisis marxista ha influido enormemente sobre las estudiosas feministas al indicarles las cuestiones a preguntar. La obra de referencia básica es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels, que describe la «histórica derrota del sexo femenino» como un evento que deriva del surgimiento de la propiedad privada.  Engels, que extrajo sus generalizaciones del trabajo de etnógrafos y teóricos del siglo XIX tales como J. J. Bachofen y L. M. Morgan, defendía la existencia de sociedades comunistas sin clases previas a la formación de la propiedad privada. Puede que estas sociedades fueran o no matriarcales, pero eran igualitarias. Engels presuponía una «primitiva» división del trabajo entre los sexos.
El hombre lucha en la guerra, va de caza y de pesca, procura los alimentos y las herramientas necesarias para ello. La mujer atiende la casa y la preparación de los alimentos, confecciona ropas, cocina, teje y cose. Cada uno es el amo en su esfera: el hombre en la selva, la mujer en la casa. Cada uno es propietario de los instrumentos que hace y emplea ... Aquello que se haga o utilice en común es de propiedad comunal: la casa, el jardín, la barca. 
La descripción que hace Engels de la primitiva división sexual del trabajo se parece curiosamente a la de las unidades familiares campesinas de Europa trasladadas a la prehistoria. La información etnográfica en la que él basó sus generalizaciones ha sido rebatida. En la mayoría de las sociedades primitivas del pasado y en todas las sociedades cazadoras y recolectoras que todavía existen hoy, las mujeres aportan por término medio el 60 por 100 o más de la comida. Para ello a menudo tienen que alejarse de sus casas, llevándose consigo bebés y niños pequeños. Además, la asunción de que existe una fórmula y un modelo de la división sexual del trabajo es errónea. El trabajo concreto realizado por hombres y mujeres difiere muchísimo según la cultura, y depende bastante del entorno ecológico en que viven estas personas. Engels planteó la teoría de que en las sociedades tribales el desarrollo de la domesticación animal llevó al comercio y a la propiedad de los rebaños en manos de los cabezas de familia, presumiblemente varones, pero fue incapaz de explicar cómo se produjo.` Los hombres se apropiaron de los excedentes de la ganadería y los convirtieron en propiedad privada. Una vez adquirida esta propiedad privada, los hombres buscaron la manera de asegurarla para sí y sus herederos; lo lograron institucionalizando la familia monógama. Al controlar la sexualidad femenina mediante la exigencia de una castidad premarital y el establecimiento del doble estándar sexual dentro del matrimonio, los hombres se aseguraron la legitimidad de su descendencia y garantizaron así su interés de propiedad. Engels subrayó la vinculación entre la ruptura de las anteriores relaciones de parentesco basadas en la propiedad comunal y el nacimiento de la familia nuclear como unidad económica.
Con el desarrollo del Estado, la familia monógama se transformó en la familia patriarcal, en la que el trabajo de la esposa «pasó a ser un servicio privado; la esposa se convirtió en la principal sirvienta, excluida de participar en la producción social». Engels concluía:
La abolición del derecho materno fue la histórica derrota del sexo femenino. El hombre también tomó el mando en la casa; la mujer quedó degradada y reducida a la servidumbre; se convirtió en la esclava de su lujuria y en un mero instrumento de reproducción. 
Engels empleó el término Mutterrecht, traducido aquí por derecho materno, recogido de Bachofen, para describir las relaciones de parentesco matrilineales en las que las propiedades de los hombres no pasaban a sus hijos sino a los hijos de sus hermanas. También aceptaba el modelo de Bachofen de una progresión «histórica» de la estructura familiar, desde el matrimonio de grupo al monógamo. Argumentaba que el matrimonio monógamo era visto por la mujer como una mejora en su condición, ya que con ello adquirió «el derecho a entregarse solamente a un hombre». Engels llamó también la atención respecto a la institucionalización de la prostitución, que describió como uno de los pilares indispensables del matrimonio monógamo.
Se han criticado las conjeturas que hace Engels acerca de la sexualidad femenina por ser un reflejo de sus propios valores sexistas victorianos, pues parte de la asunción, no probada, de que los estándares de mojigatería de las mujeres del siglo XIX podían explicar los actos y las actitudes de las mujeres en los albores de la civilización. Con todo, Engels realizó una gran contribución a nuestros conocimientos sobre la posición de las mujeres en la sociedad y en la historia: 
1) Subrayó la conexión entre cambios estructurales en las relaciones de parentesco y cambios en la división del trabajo, por un lado, y la posición que ocupan las mujeres en la sociedad, por el otro. 
2) Demostró una conexión entre el establecimiento de la propiedad privada, el matrimonio monógamo y la prostitución.
 3) Mostró la conexión entre el dominio económico y político de los hombres y su control sobre la sexualidad femenina. 
4) Al situar «la histórica derrota del sexo femenino» en el período de formación de los estados arcaicos, basados en el dominio de las elites propietarias, dio historicidad al acontecimiento. Aunque fue incapaz de probar ninguna de estas propuestas, definió las principales cuestiones teóricas de los siguientes cien años. También ciñó la discusión de «la cuestión femenina» al ofrecer una explicación convincente, unicausal, y al concentrar la atención en un solo acontecimiento que para él se asemejaba a una «derrota» revolucionaria. Si la causa de la «esclavización» de las mujeres fuera el desarrollo de la propiedad privada y las instituciones que de ella se derivan, lógicamente se deducía que la abolición de la propiedad privada liberaría a las mujeres. En cualquier caso, la mayor parte de los trabajos teóricos en el tema del origen de la subordinación de las mujeres se han dirigido a aprobar, mejorar o refutar la obra de Engels.
Las asunciones básicas de Engels acerca de la naturaleza de los sexos estaban basadas en la aceptación de las teorías evolutivas de la biología, pero su mayor mérito fue destacar el influjo que tienen las fuerzas sociales y culturales en la estructuración y definición de las relaciones entre los sexos. Paralelamente a su modelo de relaciones sociales, desarrolló una teoría evolutiva de las relaciones entre los sexos en la que el punto álgido de desarrollo era el matrimonio monógamo entre clases obreras en una sociedad socialista. Al vincular las relaciones sexuales con relaciones sociales en proceso de cambio quebró el determinismo biológico de los tradicionalistas. Por llamar la atención sobre el conflicto sexual incorporado a la institución tal y como emergió de las relaciones de propiedad privada, reforzó el vínculo entre cambio económico-social y lo que hoy denominaríamos relaciones de género. Él definió el matrimonio monógamo de la manera en que se formó en la primera sociedad estatal como «la sujeción de un sexo a otro, la proclama de un conflicto entre sexos totalmente desconocido hasta ahora en los tiempos prehistóricos». Significativamente, continuaba:
La primera oposición de clases que aparece en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre hombre y mujer en el matrimonio monógamo, y la primera opresión de clases con la del sexo femenino por el masculino. 
Estas afirmaciones ofrecían muchas vías prometedoras para la elaboración de teorías, de las cuales se hablará más adelante. Pero la identificación que hace Engels de la relación entre los sexos con el «antagonismo de clases» ha resultado ser un callejón sin salida que durante mucho tiempo ha apartado a los teóricos del conocimiento real de las diferencias entre relaciones de clases y relaciones entre sexos. Ello se vio agravado por la insistencia que ponían los marxistas en que las cuestiones de las relaciones entre sexos debían estar subordinadas a cuestiones de relaciones entre clases, expresado no sólo en la teoría sino también en la práctica política, allí donde tuvieron el poder para ello. Sólo recientemente las nuevas especialistas feministas han empezado a forjar las herramientas teóricas con que corregir dichos errores.
El antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss ofrece también una explicación teórica en la que la subordinación de las mujeres resulta crucial para la formación de la cultura. Pero a diferencia de Engels, Lévi-Strauss defiende que los hombres construyeron la cultura a partir de un solo componente básico. Lévi-Strauss reconoce en el tabú del incesto un mecanismo humano universal, arraigado en cualquier organización social.
La prohibición del incesto no es tanto una norma que prohibe el matrimonio con la madre, la hermana o la hija, como una norma que obliga a dar la madre, la hermana o la hija a otros. Esta es la regla suprema del obsequio. 
El «intercambio de mujeres» es la primera forma de comercio, mediante la cual se las convierte en una mercancía y se las «cosifica», es decir, se las considera cosas antes que seres humanos. El intercambio de mujeres, según Lévi-Strauss, marca el inicio de la subordinación de las mujeres. Ello a su vez refuerza una división sexual del trabajo que establece el dominio masculino. De todas formas Lévi-Strauss considera el tabú del incesto como un paso positivo y necesario hacia la creación de la cultura humana. Las pequeñas tribus autosuficientes estaban obligadas a relacionarse con las tribus vecinas, bien mediante una guerra continua o bien buscando una vía de coexistencia pacífica. Los tabúes de la endogamia y el incesto estructuraron una interacción pacífica y promovieron las alianzas entre tribus.
La antropóloga Gayle Rubin define con precisión la manera en que este sistema de intercambio afecta a las mujeres:
El intercambio de mujeres es la manera rápida de expresar que las relaciones sociales del sistema de parentesco decretan que los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientes femeninos, y que las mujeres no los tienen sobre sus parientes masculinos ... [Es un] sistema en el cual las mujeres no tienen plenos derechos sobre sí mismas. 
Debemos advertir que en la teoría de Lévi-Strauss los hombres son los actores que imponen una serie de estructuras y relaciones sobre las mujeres. Una explicación de esta índole no se puede considerar aceptable. ¿Cómo ocurrió? ¿Por qué se tenía que intercambiar mujeres y no hombres o niños y niñas? Aunque se admitiera la utilidad operativa de este arreglo, ¿por qué tenían que estar las mujeres de acuerdo?  Indagaremos estas cuestiones en el próximo capítulo, en un esfuerzo por elaborar una hipótesis fiable.
El gran influjo de Lévi-Strauss sobre las teóricas feministas ha provocado un cambio de atención, desde la búsqueda de los orígenes económicos al estudio de los sistemas simbólicos y los significados de las sociedades. La obra más influyente fue el ensayo de Sherry Ortner, en el año 1974, en donde ella argumentaba convincentemente que en cualquier sociedad conocida se identifica a las mujeres por estar más cerca de la naturaleza que de la cultura.  Puesto que cualquier cultura infravalora la naturaleza porque lucha por dominarla, las mujeres se han convertido en el símbolo de un orden inferior, intermedio, de seres. Ortner mostraba que se las identificaba así porque:
1) El cuerpo de la mujer y su función ... parecen acercarla más a la naturaleza;
2) el cuerpo femenino y sus funciones la colocan en papeles sociales que a su vez se consideran de orden inferior dentro de los procesos culturales a los de los hombres; y
3) los roles tradicionales de la mujer, que su cuerpo y las funciones de éste le imponen, le dan a su vez una estructura psíquica distinta ... que ... se considera más próxima a la naturaleza. 
Este breve ensayo provocó un debate largo y muy informativo entre las teóricas y las antropólogas feministas que todavía prosigue. Ortner, y quienes coinciden con ella, abogan fuertemente por la universalidad de la subordinación femenina, si no en las condiciones sociales actuales, al menos en los sistemas de significado de la sociedad. Quienes se oponen a este punto de vista refutan la idea de universalidad, lo critican por ser ahistórico y se niegan a situar a las mujeres en el papel de las víctimas pasivas. Por último, ponen en duda la aceptación, implícita en la posición estructuralista feminista, de la existencia de una dicotomía inamovible e inmutable entre hombre y mujer. 
No es este el lugar para hacer justicia a la copiosidad y sofisticación de este debate feminista, que todavía continúa, pero la discusión de la universalidad de la subordinación femenina ha ofrecido ya tantas alternativas que incluso aquellas que responden afirmativamente a su existencia reconocen que la forma de plantear las cuestiones tiene defectos. Cada vez más, a medida que se ahonda en el debate, queda claro que las explicaciones unicausales y hablar de universalidad no van a responder correctamente la cuestión de las causas. El enorme mérito de la postura funcionalista es que revela la estrechez de las explicaciones meramente económicas, con lo que quienes se inclinaban por dar relieve a la biología y a la economía se ven forzados ahora a tratar con el poder de los sistemas de creencias, los símbolos y las construcciones mentales. En especial, la fe compartida por la mayoría de las feministas en que el género es una construcción social plantea un desafío intelectual más serio a las explicaciones tradicionalistas.
Hay otra corriente teórica que merece nuestra seria consideración, en primer lugar porque es feminista en la práctica y en intención y, en segundo, porque representa una tradición histórica en el pensamiento sobre las mujeres. La teoría maternalista está construida sobre la aceptación de las diferencias biológicas entre los sexos. Muchas feministas-maternalistas también consideran inevitable la división sexual del trabajo montada sobre estas diferencias biológicas, aunque algunas pensadoras recientes han empezado a revisar esta postura. Las maternalistas se diferencian de los tradicionalistas en que a partir de esto hablan en favor de la igualdad de las mujeres, e incluso en pro de la superioridad femenina.

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