jueves, 20 de septiembre de 2018

La creación del patriarcado (Gerda Lerner) - INTRODUCCIÓN


Algunos capítulos extraidos de una de las obras principales del pensamiento feminista


En "La creación del patriarcado", Gerda Lerner rastrea los orígenes históricos del patriarcado como construcción social de los pueblos que habitaron Oriente Medio y Asía Central hace 3500 años. Para la investigadora, el origen de la institución de la dominación masculina corre paralelamente a la formación de las élites militares y religiosas que construyeron los primeros estados arcaicos. El sistema patriarcal sería entonces una construcción previa a la sociedad de clases y la esclavitud que tuvo lugar mediante la extensión e institucionalización de la subordinación femenina dentro de la familia. Posteriormente, Lerner analiza las bases ideológicas y simbólicas del patriarcado presentes en los dos pilares de la civilización occidental: el monoteísmo judeocristiano y la filosofía aristotélica. La importancia de situar el patriarcado dentro de la historia reside en que, como producto histórico y social que tuvo un origen, tendrá también un final, que la autora sitúa como no muy lejano si las mujeres siguen recuperando y construyendo su propia historia, como ha sucedido en el último siglo.

INTRODUCCIÓN
La Historia de las mujeres es indispensable y básica para lograr la emancipación de la mujer. Esta es la convicción a la que he llegado, basándome en la teoría y en la práctica, después de veinticinco años de estudiar, escribir y enseñar Historia de las mujeres. El argumento teórico se tratará ampliamente en este libro; el argumento práctico nace de la observación de los fuertes cambios de conciencia que experimentan las estudiantes de Historia de las mujeres. Ésta transforma sus vidas. Incluso un breve contacto con las experiencias de las mujeres del pasado, como el de un cursillo de dos semanas o en un seminario, ejerce un profundo efecto psicológico entre las participantes.
Y, sin embargo, la mayor parte de las obras teóricas del feminismo moderno, desde Simone de Beauvoir hasta el presente, son ahistóricas y han descuidado los estudios históricos feministas. Era comprensible en los primeros días de la nueva ola de feminismo, cuando casi no se sabía nada acerca del pasado de las mujeres, pero en los años ochenta, cuando hay gran abundancia de excelentes trabajos especializados en Historia de las mujeres, en otros campos continúa persistiendo una distancia entre el saber histórico y la crítica feminista. Los antropólogos, críticos literarios, sociólogos, estudiantes de ciencias políticas y poetas han ofrecido obras teóricas que se apoyan en la «historia», pero el trabajo de los especialistas en Historia de las mujeres no ha entrado a formar parte del discurso común. Creo que las causas de ello van más allá de la sociología de las mujeres que hacen crítica feminista y más allá de los imperativos de su bagaje y formación académica. Las causas se encuentran en la relación, muy conflictiva y problemática, de las mujeres con la historia. ¿Qué es la historia? Debemos distinguir entre el registro no escrito del pasado -todos los sucesos del pasado que recuerdan los seres humanos- y la Historia -el registro y la interpretación del pasado. (1) Al igual que los hombres, las mujeres son y siempre han sido actores y agentes en la historia. Puesto que las mujeres representan la mitad de la humanidad, y a veces más de la mitad, han compartido con los hombres el mundo y el trabajo de la misma manera. Las mujeres no están ni han estado al margen, sino en el mismo centro de la formación de la sociedad y la construcción de la civilización. Las mujeres también han cooperado con los hombres en la conservación de la memoria colectiva, que plasma el pasado en las tradiciones culturales, proporciona un vínculo entre generaciones y conecta pasado y futuro. Esta tradición oral se mantuvo viva en los poemas y los mitos, que tanto hombres como mujeres crearon y conservaron en el folklore, el arte y los rituales.
Construir la Historia es, por otro lado, una creación histórica que data de la invención de la escritura en la antigua Mesopotamia. Desde la época de las listas de los reyes de la antigua Sumer en adelante, los historiadores, fueran sacerdotes, sirvientes del monarca, escribas y clérigos, o una clase profesional de intelectuales con formación universitaria, han seleccionado los acontecimientos que había que poner por escrito y los han interpretado a fin de darles un sentido y un significado. Hasta un pasado reciente, estos historiadores han sido varones y lo que han registrado es lo que los varones han hecho, experimentado y considerado que era importante. Lo han denominado Historia y la declaran universal. Lo que las mujeres han hecho y experimentado no ha sido escrito, ha quedado olvidado, y se ha hecho caso omiso a su interpretación. Los estudios históricos, hasta un pasado muy reciente, han visto a las mujeres al margen de la formación de la civilización y las han considerado innecesarias en aquellas ocupaciones definidas como de importancia histórica.
Por consiguiente, el registro del pasado de la raza humana que se ha escrito e interpretado es sólo un registro parcial, pues omite el pasado de la mitad de la humanidad, y está distorsionado, porque narra la historia tan sólo desde el punto de vista de la mitad masculina de la humanidad. Oponerse a este argumento, como a menudo se ha hecho, diciendo que a muchos grupos de hombres, posiblemente a la mayoría de los hombres, se les ha eliminado durante largo tiempo del registro histórico a causa de las interpretaciones tendenciosas hechas por intelectuales que actuaban en representación de las pequeñas elites en el poder, es obviar la cuestión. Un error no borra otro: hay que corregir ambos errores conceptuales. Las experiencias de grupos anteriormente subordinados, tales como los campesinos, los esclavos, los proletarios, han entrado a formar parte del registro histórico en cuanto han ascendido a puestos de poder o se les ha incluido en política. Es decir, las experiencias de los varones de esos grupos; las mujeres se encontraban, como siempre, excluidas. Lo cierto es que hombres y mujeres han sido excluidos y discriminados a causa de su clase. Pero ningún varón ha sido excluido del registro histórico en razón a su sexo y en cambio todas las mujeres lo fueron.
Se ha impedido que las mujeres contribuyeran a escribir la Historia, es decir, al ordenamiento e interpretación del pasado de la humanidad. Como este proceso de dar sentido resulta esencial para la creación y perpetuación de la civilización, inmediatamente podemos ver que la marginación de las mujeres en este esfuerzo nos sitúa en un lugar único y aparte. Las mujeres somos mayoría y en cambio estamos estructuradas en las instituciones sociales como si fuésemos una minoría.
Si bien este y otros muchos aspectos de su prolongada subordinación a los hombres han victimizado a las mujeres, es un craso error intentar conceptualizarlas esencialmente como las víctimas. Hacerlo oscurece lo que debe asumirse como un hecho de la situación histórica de las mujeres: las mujeres son parte esencial y central en la creación de la sociedad, son y han sido siempre actores y agentes en la historia. Las mujeres han «hecho historia», aunque se les haya impedido conocer su Historia e interpretar tanto la suya propia como la de los hombres. Se las ha excluido sistemáticamente de la tarea de elaborar sistemas de símbolos, filosofías, ciencias y leyes. No sólo se las ha privado de la enseñanza en cualquier momento histórico y en cualquier sociedad conocida, también se las ha excluido de la formación de teorías. He llamado «dialéctica de la historia de las mujeres» al conflicto existente entre la experiencia histórica real de las mujeres y su exclusión a la hora de interpretar dicha experiencia. Esta dialéctica ha hecho avanzar a las mujeres en el proceso histórico.
La contradicción entre la centralidad y el papel activo de las mujeres en la creación de la sociedad y su marginación en el proceso de interpretar y dar una explicación ha sido una fuerza dinámica, que las ha impulsado a luchar contra su condición. Cuando en ese proceso de lucha, y en ciertos momentos históricos, las mujeres toman conciencia de las contradicciones de su relación con la sociedad y el proceso histórico, las perciben correctamente y las denominan privaciones que ellas comparten en cuanto a que son un colectivo. Esta toma de conciencia de las mujeres se convierte en la fuerza dialéctica que las empuja a la acción a fin de cambiar su condición y entablar una nueva relación con una sociedad dominada por los varones.
A causa de estas condiciones únicas en sí mismas, las mujeres han tenido una experiencia histórica significativamente diferente a la de los hombres.
Comencé haciendo esta pregunta: ¿cuáles son las definiciones y los conceptos que necesitamos para explicar la relación única y aislada de las mujeres con el proceso histórico, con la elaboración de la historia y la interpretación del propio pasado?
Otra cuestión a la que esperaba que respondería mi estudio era la relativa al largo retraso (unos 3.500 años) en la toma de conciencia de las mujeres de su posición subordinada dentro de la sociedad. ¿Qué podía explicarlo? ¿Qué es lo que explicaría la «complicidad» histórica de las mujeres para mantener el sistema patriarcal que las sometía y para transmitir ese sistema, generación tras generación, a sus hijos e hijas?
Ambas preguntas son de gran magnitud y molestas, y parecen conducir a respuestas que prueban la victimización de las mujeres y su inferioridad básica. Creo que es esta la causa de que las pensadoras feministas no se hayan formulado antes dichas preguntas, si bien el saber masculino tradicional nos ha dado la respuesta patriarcal: las mujeres no han producido avances importantes en el conocimiento a causa de su preocupación, determinada por la biología, por la crianza de los hijos y por la afectividad, lo que las llevó a una situación de «inferioridad» en lo que atañe al pensamiento abstracto. En cambio yo parto del presupuesto de que hombres y mujeres son biológicamente distintos, pero que los valores y las implicaciones basados en esta diferencia son consecuencia de la cultura. Cualesquiera diferencias discernibles en el presente por lo que respecta al colectivo de los hombres y al de las mujeres son consecuencia de la historia particular de las mujeres, que es esencialmente distinta a la historia de los hombres. Esto se debe a la subordinación femenina a los hombres, previa a la civilización, y al rechazo de una historia de las mujeres. El pensamiento patriarcal ha oscurecido y olvidado la existencia de una historia de las mujeres, hecho que ha afectado enormemente a la psicología tanto femenina como masculina.
Comencé con la convicción, compartida por la mayoría de las pensadoras feministas, de que el patriarcado es un sistema histórico, es decir, tiene un inicio en la historia. Si es así, puede acabarse gracias al proceso histórico. Si el patriarcado fuera «natural», es decir, que estuviera basado en un determinismo biológico, entonces cambiarlo supondría modificar la naturaleza. Se podría aducir que cambiar la naturaleza es precisamente lo que la civilización ha hecho, pero que hasta ahora la mayor parte de los beneficios de la dominación de la naturaleza, lo que los hombres llaman «progreso», ha ido a parar al macho de la especie. Por qué y cómo ha sucedido esto son preguntas históricas, independientes de cómo se expliquen las causas de la subordinación femenina. Mis propias hipótesis sobre las causas y el origen de la subordinación femenina se tratarán con mayor profundidad en los capítulos 1 y 2. Lo que importa dentro de mi análisis es la idea de que la relación de hombres y mujeres con el conocimiento de su pasado es de por sí una fuerza determinante en la elaboración de la historia.
Si era verdad que la subordinación femenina antecedió a la civilización occidental, y partiendo de que la civilización comenzó con el registro histórico escrito, mi investigación había de empezar en el cuarto milenio a.C. Eso fue lo que me condujo a mí, una historiadora norteamericana especializada en el siglo XIX, a pasar los últimos ocho años trabajando en la historia de la antigua Mesopotamia con la intención de responder a aquellas preguntas que a mi modo de ver son esenciales para crear un teoría feminista de la historia. Aunque las cuestiones relativas al «origen» me interesaron inicialmente, pronto comprendí que eran mucho menos importantes que las cuestiones sobre el proceso histórico por el cual se estableció e institucionalizó el patriarcado.
Este proceso quedó manifiesto en cambios en la organización del parentesco y en las relaciones económicas, en la instauración de las burocracias religiosa y estatal y en el giro que dan las cosmogonías con la ascensión de los dioses masculinos. Basándome en los trabajos teóricos que ya existían, presumí que estos cambios ocurrirían «de repente» en un período relativamente breve, que podría haber coincidido con la fundación de los estados arcaicos o que quizá se habría dado antes, cuando se implantó la propiedad privada, la cual daría paso a la sociedad de clases. Bajo la influencia de las teorías marxistas del origen, que trataré más extensamente en el capítulo 1, imaginé una especie de «derrota» revolucionaria que habría alterado visiblemente las relaciones de poder existentes en la sociedad. Esperaba hallar cambios económicos que llevasen a cambios en las ideas y los sistemas explicativos religiosos. En concreto, buscaba cambios visibles en el estatus económico y jurídico de las mujeres. Pero a medida que profundizaba en el estudio de las innumerables fuentes existentes para la historia del antiguo Próximo Oriente, y empezaba a colocarlas dentro de una secuencia histórica, comprendí que mi asunción había sido demasiado simplista.
No se trata de un problema de fuentes, porque la verdad es que hay de sobras para llevar a cabo una reconstrucción de la historia social de la antigua sociedad mesopotámica. El problema de interpretación es similar al que afronta un historiador de cualquier campo que se aproxima a la historia tradicional con cuestiones relativas a las mujeres. Hay pocos trabajos de categoría acerca de las mujeres, y lo que existe es puramente descriptivo. Los especialistas de esos campos no han dado todavía interpretaciones o generalizaciones referentes a las mujeres.
Así que todavía están por escribir la historia de las mujeres y la historia del cambio en las relaciones entre los sexos en las sociedades mesopotámicas. Siento un enorme respeto por los estudios y los conocimientos técnicos y lingüísticos de los especialistas dedicados a estudiar el antiguo Próximo Oriente, y estoy convencida de que de entre sus filas saldrá finalmente una obra que sintetice y ponga en la perspectiva apropiada la historia jamás contada del cambio de estatus social, político y económico experimentado por las mujeres en el tercer y segundo milenios a.C. Puesto que no soy una asirióloga cualificada y soy incapaz de leer los textos cuneiformes en versión original, no pretendí escribir esa historia.
Observé, sin embargo, que la secuencia de los acontecimientos parecía bastante distinta de la que había previsto. Aunque la formación de los estados arcaicos, que siguió o coincidió con importantes cambios económicos, tecnológicos y militares, trajo consigo diversas alteraciones en las relaciones de poder entre hombres, y entre hombres y mujeres, no existía evidencia alguna de una «derrota». El período de la «formación del patriarcado» no se dio «de repente» sino que fue un proceso que se desarrolló en el transcurso de casi 2.500 años, desde aproximadamente el 3100 al 600 a.C. E incluso en las diversas sociedades del mismo antiguo Próximo Oriente se produjo a un ritmo y en una época distintos.
Además, parecía que las mujeres poseían un estatus muy diferente en distintos aspectos de su vida de manera que, por ejemplo, en Babilonia durante el segundo milenio a.C. los hombres controlaban totalmente la sexualidad femenina y aun así algunas mujeres disfrutaban de una gran independencia económica, numerosos derechos legales y privilegios, y ocupaban cargos de importancia en la sociedad. Me quedé desconcertada cuando averigüé que las evidencias históricas relacionadas con las mujeres carecían casi de sentido si las juzgaba con los criterios tradicionales. Al cabo de un tiempo empecé a comprender que debería centrarme más en el tema del control de la sexualidad femenina y la procreación que en las cuestiones económicas de rigor, así que comencé a indagar las causas y consecuencias de dicho control sexual. Cuando lo hice, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar. No había podido comprender el significado de las evidencias que tenía ante mí porque miraba la formación de clases, tal y como se aplica a hombres y mujeres, desde el presupuesto tradicional de que lo que es cierto para los hombres tiene que serlo para las mujeres. Cuando empecé a preguntarme en qué se diferenciaba la definición de clase para las mujeres de la de los hombres al comienzo mismo de la sociedad de clases, las evidencias que tenía ante mí cobraron sentido.
Voy a desarrollar en este libro las siguientes propuestas:
a) La apropiación por parte de los hombres de la capacidad sexual y reproductiva de las mujeres ocurrió antes de la formación de la propiedad privada y de la sociedad de clases. Su uso como mercancía está, de hecho, en la base de la propiedad privada. (Capítulos 1 y 2.)
b) Los estados arcaicos se organizaron como un patriarcado; así que desde sus inicios el estado tuvo un especial interés por mantener la familia patriarcal. (Capítulo 3.)
c) Los hombres aprendieron a instaurar la dominación y la jerarquía sobre otros pueblos gracias a la práctica que ya tenían de dominar a las mujeres de su mismo grupo. Se formalizó con la institucionalización de la esclavitud, que comenzaría con la esclavización de las mujeres de los pueblos conquistados. (Capítulo 4.)
d) La subordinación sexual de las mujeres quedó institucionalizada en los primeros códigos jurídicos y el poder totalitario del estado la impuso. A través de varias vías se aseguró la cooperación de las mujeres en el sistema: la fuerza, la dependencia económica del cabeza de familia, los privilegios clasistas otorgados a las mujeres de clase alta que eran dependientes y se conformaban, y la división, creada artificialmente, entre mujeres respetables y no respetables. (Capítulo 5.)
e) Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con los medios de producción: quienes poseían los medios de producción podían dominar a quienes no los poseían. Para las mujeres, la clase estaba mediatizada por sus vínculos sexuales con un hombre, quien entonces les permite acceder a los recursos materiales. La separación entre mujeres «respetables» (es decir, ligadas a un hombre) y «no respetables» (es decir, no ligadas a un hombre o totalmente libres) está institucionalizada en las leyes concernientes a cubrir con velo la figura femenina. (Capítulo 6.)
j) Mucho después que las mujeres se encontraran sexual y económicamente subordinadas a los hombres, aún desempeñaban un papel activo y respetado al mediar entre los humanos y los dioses en su calidad de sacerdotisas, videntes, adivinadoras y curanderas. El poder metafísico femenino, en especial el poder de dar vida, era venerado por hombres y mujeres en forma de poderosas diosas mucho después que las mujeres estuvieran subordinadas a los hombres en casi todos los aspectos de su vida terrenal. (Capítulo 7.)
g) El derrocamiento de esas diosas poderosas y su sustitución por un dios dominante ocurre en la mayoría de las sociedades del Próximo Oriente tras la consolidación de una monarquía fuerte e imperialista. Gradualmente, la función de controlar la fertilidad, hasta entonces en poder de las diosas, se simboliza con el acto de unión, simbólica o real, del dios o el rey divino con la diosa o su sacerdotisa. Por último, se separa la sexualidad (erotismo) y la procreación con la aparición de una diosa distinta para cada función, y la diosa madre se transforma en la esposa o consorte del principal dios masculino. (Capítulo 7.)
h) El resurgimiento del monoteísmo hebreo supondrá un ataque a los numerosos cultos a las distintas diosas de la fertilidad. En el relato del Libro del Génesis se atribuyen el poder de creación y el de procreación a un dios todopoderoso, cuyos epítetos de «Señor» y «Rey» lo identifican como un dios masculino, y que asocia toda sexualidad femenina, que no sea con fines reproductores, al pecado y al mal. (Capítulo 8.)
i) Con el establecimiento de la comunidad de la alianza, el simbolismo básico y el contrato real entre Dios y la humanidad dan por hecha la posición subordinada de las mujeres y su exclusión de la alianza metafísica y la comunidad terrenal de la alianza. Su única manera de acceder a Dios y a la comunidad santa es a través de su papel de madres. (Capítulo 9.)
j) Esta devaluación simbólica de las mujeres en relación con lo divino pasa a ser una de las metáforas de base de la civilización occidental. La filosofía aristotélica proporcionará la otra metáfora de base al dar por hecho que las mujeres son seres humanos incompletos y defectuosos, de un orden totalmente distinto a los hombres. (Capítulo 10.) Es con la creación de estas dos construcciones metafóricas, que se encuentran en las raíces de los sistemas simbólicos de la civilización occidental, con lo que la subordinación de las mujeres se ve como «natural» y, por tanto, se torna invisible. Esto es lo que finalmente consolida con fuerza al patriarcado como una realidad y como una ideología.
¿Qué relación hay entre las ideas, y en concreto las ideas del género, (2) y las fuerzas sociales y económicas que determinan la historia? El modelo en cualquier idea es la realidad: las personas no pueden concebir algo que no hayan experimentado por sí mismas o que, al menos, otros lo hayan experimentado antes. De este modo, las imágenes, las metáforas y los mitos encuentran todos expresión en formas que están «prefiguradas» en experiencias pasadas. Durante los períodos de cambio, las personas reinterpretan estos símbolos de una nueva manera que conduce a nuevas combinaciones e ideas.
Lo que intento hacer con mi libro es seguir, por medio de las evidencias históricas, el desarrollo de las principales ideas, símbolos y metáforas a través de los cuales las relaciones de género patriarcales quedaron incorporadas a la civilización occidental. Cada capítulo está elaborado en torno a una de estas metáforas sobre el género, que queda plasmada en el título que lo encabeza. En la presente obra he intentado aislar e identificar las formas en que la civilización occidental construyó el género y estudiarlas en los momentos o en los períodos de cambio. Estas formas consisten en normas sociales expresadas en cometidos sociales, en leyes y en metáforas. En cierta manera, estas formas son artefactos históricos a partir de los cuales se puede deducir la realidad social que dio lugar a la idea o a la metáfora. Si se buscan los cambios de la metáfora o de la imagen, se podrán seguir los avances históricos subyacentes en la sociedad, incluso en ausencia de otros datos históricos. En el caso de la sociedad mesopotámica, la abundancia de testimonios históricos hace posible, en la mayoría de los casos, confirmar el análisis que hago de los símbolos comparándolo con estos datos más fidedignos.
Los principales símbolos y metáforas del género de la civilización occidental provenían de las fuentes mesopotámicas y, más tarde, de las hebreas. Por supuesto, sería deseable ampliar este estudio a fin de incluir las influencias arábigas, egipcias y europeas, pero una empresa de este porte exigiría más años de estudio de los que yo, a mi edad, podré dedicar. Sólo me queda esperar que mi esfuerzo por reinterpretar las evidencias históricas disponibles sirva de inspiración a otras personas para que sigan trabajando en las mismas cuestiones desde su propio campo y con las herramientas de estudio más refinadas de que dispongan.
Cuando empecé este libro, lo concebí como un estudio de la relación de las mujeres con la creación del sistema simbólico mundial, su exclusión de él, sus esfuerzos por salirse de la desventaja educativa sistemática a la que se veían sujetas y, por último, su llegada a la conciencia feminista. Pero a medida que fue avanzando mi trabajo con las fuentes mesopotámicas antiguas, la abundancia de datos me impulsó a ampliar mi obra a dos volúmenes, el primero de los cuales finalizaría aproximadamente en el 400 a.C. El segundo volumen tratará del nacimiento de la conciencia feminista y cubrirá la era cristiana.
Aunque opino que mi hipótesis tiene aplicación universal, no pretendo ofrecer, basándome en el estudio de una sola región, una «teoría general» del surgimiento del patriarcado y del sexismo. Hay que verificar y contrastar las hipótesis teóricas que doy para la civilización occidental con otras culturas y ver si su aplicación es generalizada.
Cuando emprendamos esta exploración, ¿cómo vamos a pensar en las mujeres como un colectivo? Hay tres metáforas que nos pueden ayudar a ver desde esta nueva perspectiva:
En un brillante artículo del año 1979, Joan Kelly hablaba de la nueva «doble perspectiva» de los estudios feministas:
... el lugar que ocupa la mujer no es una esfera o un dominio aparte de la existencia, sino que está dentro de la existencia social en general ... El pensamiento feminista se está alejando de la desgajada visión de la realidad social que heredó de un pasado reciente. Nuestra perspectiva actual ha cambiado, cediendo paso a una nueva conciencia del «lugar» que ocupa la mujer dentro de la familia y la sociedad ... Lo que vemos no son dos esferas de realidad social (la casa y el trabajo, lo privado y lo público), sino dos (o tres) grupos de relaciones sociales. (3)
Estamos añadiendo la visión femenina a la masculina y ese proceso es transformador. Pero hay que obligar a dar un paso más a la metáfora de Joan Kelly: cuando miramos sólo con un ojo, nuestro campo de visión es limitado y carece de profundidad. Si miramos luego con el otro, nuestro campo visual se amplía pero todavía le falta profundidad. Sólo cuando abrimos ambos ojos a la vez logramos tener todo el campo de visión y una percepción exacta de la profundidad.
El ordenador nos proporciona otra metáfora. La pantalla nos muestra la imagen de un triángulo (bidimensional). Conservando todavía esa imagen, el triángulo se desplaza y se transforma en una pirámide (tridimensional). Ahora la pirámide se desplaza y crea una curva (la cuarta dimensión), aunque todavía aparecen las imágenes de la pirámide y el triángulo. Vemos las cuatro dimensiones a la vez, sin perder ninguna de ellas, pero observando también la relación que hay entre una y otra.
La forma en que hemos estado viendo es, en términos patriarcales, bidimensional. «Añadir las mujeres» al esquema patriarcal lo convierte en tridimensional. Pero sólo cuando la tercera dimensión queda plenamente integrada y se mueve con el todo, sólo cuando la visión femenina es igual a la masculina, percibimos las verdaderas relaciones existentes en el todo y la conexión entre sus partes.
Para acabar, otra imagen. Hombres y mujeres viven en un escenario en el que interpretan el papel, de igual importancia, que les ha tocado. La obra no puede proseguir sin ambas clases de intérpretes. Ninguna contribuye «más o menos» al todo; ninguna es secundaria o se puede prescindir de ella. Pero la escena ha sido concebida, pintada y definida por los hombres. Ellos han escrito la obra, han dirigido el espectáculo, e interpretado el significado de la acción. Se han quedado las partes más interesantes, las más heroicas, y han dado a las mujeres los papeles secundarios.
Cuando las mujeres se dan cuenta de la diferencia de la manera en que participan en la obra, piden una mayor igualdad en el reparto de papeles. A veces eclipsan a los hombres, otras veces sustituyen a un intérprete masculino que ha desaparecido. Finalmente las mujeres, tras un esfuerzo considerable, obtienen el derecho a acceder a un reparto igualitario de los papeles, pero primero deberán mostrar que están «cualificadas». Nuevamente son los hombres quienes fijan los términos de su «cualificación»; ellos juzgan si las mujeres están a la altura del papel; ellos les conceden o niegan la admisión. Dan preferencia a las mujeres dóciles y a aquellas que se adecuan perfectamente a la descripción del trabajo. Los hombres castigan con el ridículo, la exclusión o el ostracismo a cualquier mujer que se arroga el derecho a interpretar su propio papel o, el peor de todos los males, el derecho a reescribir el argumento.
Las mujeres tardan mucho tiempo en comprender que conseguir partes «iguales» no las convertirá en iguales mientras el argumento, el atrezzo, la puesta en escena y la dirección estén en manos de los hombres. Cuando las mujeres empiezan a darse cuenta de ello y a reunirse durante los entreactos, e incluso en medio de la representación, para discutir qué hacer al respecto, la obra se acaba.
Si miramos la Historia de la sociedad que se ha escrito como si de dicha obra se tratara, caemos en la cuenta de que el relato de las representaciones dadas durante miles de años ha sido escrito sólo por hombres y contado con sus propias palabras. Han fijado su atención principalmente en los hombres. No es de sorprender que ni se hayan dado cuenta de las acciones emprendidas por mujeres. Finalmente, en los últimos cincuenta años, algunas de ellas han adquirido la formación necesaria para escribir las obras de la compañía. Cuando lo hacen, empiezan a prestar una mayor atención a lo que hacían las mujeres. Sin embargo, sus mentores masculinos las habían adiestrado bien. Así que encontraban que lo que hacían los hombres era más importante y, en sus ansias de realzar la parte de las mujeres en el pasado, buscaban a aquellas mujeres que hubieran hecho las mismas cosas que los hombres. De esta forma nació la historia compensatoria.
Lo que las mujeres deben hacer, lo que las feministas están haciendo, es señalar con el dedo el escenario, el atrezzo, el decorado, el director y el guionista, igual que lo hiciera aquel niño del cuento que descubrió que el emperador iba desnudo, y decir: la verdadera desigualdad que hay entre nosotros está dentro de este marco. Y luego han de derrumbarlo.
¿Qué tipo de historia se escribirá cuando se aleje la sombra de la dominación, y hombres y mujeres compartan por un igual la tarea de hacer las definiciones? ¿Devaluaremos el pasado, depondremos categorías, suplantaremos el orden por el caos?
No. Simplemente caminaremos bajo el cielo. Observaremos cómo cambia, cómo salen las estrellas y gira la Luna, y describiremos la Tierra y el trabajo que en ella se hace con voces masculinas y femeninas. Después de todo, su visión nos podrá enriquecer. Ahora sabemos que el hombre no es la medida de todo lo que es humano; lo son los hombres y las mujeres. Los hombres no son el centro del mundo: los son hombres y mujeres. Esta idea transformará la conciencia de una forma tan decisiva como el descubrimiento de Copérnico de que la Tierra no es el centro del universo. Podemos interpretar partes distintas sobre el escenario, a veces intercambiándonoslas o decidiendo conservarlas, según nos parezca. Podemos descubrir talentos nuevos entre aquellas a las que siempre se ha mantenido a la sombra de lo que otros hacían. Podemos encontrarnos con que los que siempre habían asumido la carga de actuar y definir pueden disponer ahora de más libertad para interpretar y experimentar el puro goce de vivir. No tenemos ninguna obligación de describir qué hallaremos al final, igual que no la tenían aquellos exploradores que navegaron al otro extremo del mundo para encontrarse con que la Tierra era redonda.
Nunca lo sabremos hasta que no empecemos. El mismo proceso es el camino, es el objetivo.

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