miércoles, 31 de octubre de 2018

Escapar del literalismo bíblico - John Shelby SPONG


Durante la mayor parte de los dos mil años de historia transcurridos desde el nacimiento de nuestro Señor, la Iglesia cristiana ha participado en la opresión de las mujeres y la ha apoyado. Esa opresión ha sido tanto abierta como encubierta, consciente e inconsciente. Ha surgido fundamentalmente a través de la habilidad de la Iglesia para definir a una mujer en el nombre de Dios, y para atenerse a esa definición. Eso se ha fundamentado en una comprensión literal de las Sagradas Escrituras, consideradas como la palabra infalible de Dios y producidas en una era patriarcal.

La jerarquía eclesial masculina ha vinculado tan profunda y poco críticamente el patriarcado y Dios al género, que los hombres han comprendido muy poco en qué medida se ha utilizado esta alianza en detrimento de todas las mujeres. En un sentido único e intrigante, las partes de la Biblia que más han fomentado esta actitud negativa han sido las narraciones de Mateo y Lucas sobre la natividad del Señor. Esas historias contribuyeron en una medida mucho mayor de la que suele admitirse al desarrollo del estereotipo eclesial sobre la mujer ideal, en comparación con el cual se juzga a todas las mujeres. El poder que tienen esas narraciones sobre las mujeres radica en sus ilusiones sutiles y en su imaginería romántica. Se pueden descubrir y descartar con rapidez aquellos pasajes bíblicos que contienen prejuicios evidentes contra las mujeres. Pero las definiciones sutiles e inconscientes y las pautas tradicionales no desafiadas se resisten a una supresión tan sencilla. Así es como, a través de estos pasajes de las Sagradas Escrituras, la imagen de una mujer conocida como «la virgen» ha encontrado una vía de entrada hacia el corazón de la historia cristiana y, a partir de esa posición, ha ejercido una influencia considerable. 

Cada año, durante la Navidad, se la saca de la iglesia y se la coloca en una posición de honor público durante aproximadamente dos semanas. Se la viste de color azul pálido, se la representa con una actitud recatada, con los ojos bajos, y se la define con términos de pureza virginal. En la historia occidental, ninguna otra figura femenina rivaliza con ella en cuanto al establecimiento de normas estándar. Puesto que se la conoce como «la virgen», ha contribuido de modo importante a esa pauta peculiarmente cristiana de ver a las mujeres, sobre todo, en términos de función sexual. Las mujeres pueden negar su sexualidad convirtiéndose en monjas vírgenes, o bien pueden satisfacerla convirtiéndose en madres prolíficas. Pero, en ambos casos, no se las define primero como personas y luego como seres sexuales, sino primero y principal como seres femeninos cuya sexualidad determina su identidad.

Desde mi punto de vista, eso significa que la Biblia tomada al pie de la letra, en general, y las narraciones de la natividad, en particular, que enfocan la atención sobre la persona de la virgen, son culpables de aumentar e instigar el prejuicio sexista que continúa existiendo y distorsionando la vida de las mujeres, incluso en una época tan tardía de la historia como estos últimos años del siglo XX. 

Deseo desafiar pública y vigorosamente esta visión tanto de la Biblia y de la tradición de la virgen, como de las imágenes sexuales que se congregan alrededor de las historias de la natividad de Jesús. Pero deseo hacerlo específicamente como cristiano, y como alguien que aprecia las Escrituras como un verdadero tesoro. Esa tarea representa para mí la voluntad de caminar sobre el filo de la navaja de la fe. Tengo la intención de utilizar la Biblia como aliado en el esfuerzo por terminar con la opresión de las mujeres. También tengo la intención de celebrar cada año la Navidad utilizando las lecturas y símbolos tradicionales de ese período, aunque trataré de liberar esa tradición del nacimiento de todo su literalismo destructor. 

No creo que María fuera literalmente una virgen, en ningún sentido biológico. No creo que a los hombres y mujeres contemporáneos se les pueda presentar con credibilidad a alguien a quien se conoce como una madre virgen, calificándola como una mujer ideal. No creo que la historia de la virginidad de María haya realzado la imagen de la madre de Jesús. Antes al contrario, estoy convencido de que la historia ha desvirtuado la humanidad de María, y se ha convertido en un arma en manos de aquellos cuyos prejuicios patriarcales distorsionan la humanidad de todos, en general, y de las mujeres en particular. Pero antes de examinar específicamente las narraciones de la natividad, será necesario contemplar brevemente la Biblia como un todo. 

Me extraña mucho que, teniendo en cuenta la revolución que se ha producido en al ámbito de los conocimientos durante los últimos seiscientos años, todavía pueda haber alguien capaz de considerar la Biblia como la palabra dictada por Dios, eterna y sin error. Lo cierto, sin embargo, es que esa afirmación sigue haciéndose con un poder efectivo y que todavía encuentra un campo fértil en los corazones de muchos que se consideran como simples creyentes. Es a ese público al que los evangelistas de la televisión dirigen su llamada. Estos «predicadores electrónicos de la palabra» ofrecen a sus legiones de seguidores una seguridad bíblica, una certidumbre en la fe, e incluso una superioridad en cuanto a su propio sentido de la salvación. Quienes les apoyan ofrecen a su vez a los evangelistas un séquito capaz de transformarse en poder político y en enormes recursos financieros. Pero la historia ha puesto de manifiesto que ni el poder político ni los recursos financieros se utilizan de una forma responsable. 

En años recientes se me ha ofrecido la oportunidad de participar en debates televisados sobre la Biblia con dos de los evangelistas más conocidos de Estados Unidos. Yo represento para ellos algo así como un estudio interesante, pues me desarrollé como fundamentalista bíblico y tuve la satisfacción de convertir la Biblia en una parte de mi ser. Desde que tenía doce años, cada día he leído algo de ese maravilloso libro. El notable detalle biográfico de mi viaje espiritual consistió en que, aun cuando dejé de ser fundamentalista, no dejé por ello de amar la Biblia, que continúa siendo el foco fundamental de mi estudio. En consecuencia, soy un fenómeno extraño, al menos en los ámbitos cristianos de Estados Unidos. Se me conoce como un teólogo liberal. Y, sin embargo, me atrevo a considerarme como un creyente de la Biblia, como un cristiano basado en la Biblia. Para muchos, tal combinación es una contradicción intrínseca.

Cuando oigo a un personaje público sugerir que la Biblia significa lo que dice con exactitud literal, me extraño tanto que tengo que hacer un esfuerzo por recordar que ya han transcurrido siete décadas desde el famoso juicio del señor Scopes, en Tennessee. Aquel juicio no sólo captó la atención del país, sino que también encontró culpable a un joven profesor de ciencia de la escuela superior por exponer el tema de la evolución en su clase, en abierto desafío a la verdad de las Sagradas Escrituras. Y, en la década de los años veinte, esa actividad se consideraba un delito en Tennessee. En el juicio, Clarence Darrow se mostró brillante a la hora de interrogar a William Jennings Bryan, y redujo a su oponente a una ineptitud de charlatán al plantearle preguntas bíblicas como: «¿De dónde obtuvo Caín a su esposa?», y: «¿Fue realmente posible para un ser humano llamado Jonás el vivir durante tres días y tres noches en el vientre de una ballena?». 

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