Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
miércoles, 21 de noviembre de 2018
El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-7
La emancipación de las mujeres ha surgido fundamentalmente en aquellas partes del mundo donde la reforma protestante expulsó a patadas los estereotipos sexuales tanto de la virgen María como de la Madre Iglesia. Corazón Aquino fue una de las raras mujeres del siglo XX que alcanzó el poder político en un país predominantemente católico-romano, y había en ella tres cosas que hacían que su situación fuera única. Era la viuda del principal rival político de Ferdinand Marcos, el dictador de Filipinas. Su esposo había sido asesinado por Marcos y, en consecuencia, ella se convirtió en su heredera política y espiritual. Fue apoyada por el cardenal Sin, el jefe de la Iglesia católico-romana de Filipinas. Finalmente, tuvo el apoyo de los militares clave del país. Si no hubiera contado con esas otras tres fuentes de poder masculino, no habría podido alcanzar el puesto que ocupó. De hecho, su actitud pública de sencilla piedad, obediencia a la Iglesia y a los militares, y la ausencia de ambiciones políticas personales la convirtieron en una candidata femenina «segura», en un símbolo fácilmente controlado entre bambalinas por hombres poderosos. Su permanencia en el poder político siempre fue tenue y se basó en la buena voluntad de las figuras masculinas importantes, que siguieron ofreciéndole su apoyo. Comparemos eso, por ejemplo, con Margaret Thatcher, la «Dama de Hierro» de la protestante política de Inglaterra en la década de los años ochenta, quien gobernó, ganó elecciones e hizo huir a sus enemigos en su propio nombre y con su propio poder. Llegó incluso a nombrar al arzobispo de Canterbury y al obispo de Londres e hizo inclinar a la Iglesia de Inglaterra ante sus propios propósitos políticos.
Corazón Aquino y Margaret Thatcher revelan definiciones muy diferentes de lo que significa ser una mujer. En mi opinión, esas definiciones tan distintas surgen en buena medida de la todavía viva denigración de las mujeres característica del cristianismo tradicional en el caso de la señora Aquino, y de una rebelión contra la definición cristiana tradicional de las mujeres que formó parte de la Reforma, y que produjo a la señora Thatcher. Lo que quiero decir es que desde el principio, con las narraciones de la natividad en Mateo y Lucas, pasando por el encumbramiento de María como figura en la teología cristiana, en la historia cristiana no tenemos ante nosotros la imagen de una mujer real.
María es una figura femenina creada por los hombres, y personifica la clase de mujer que a los hombres dominantes les parece más ideal: dócil, obediente e impotente.
El poder otorgado a María en el pensamiento cristiano tiene dos vertientes. Su poder de intercesión incluye su habilidad para identificar y simpatizar con los que le suplican. Su poder de compasión incluye la accesibilidad. Por decirlo con crudeza, históricamente, el poder de María ha sido el de «amortiguador». Gracias a su relación íntima, femenina y manipuladora con el Padre Dios y con el Hijo, que se había convertido en Juez. María podía interceder en nombre de quienes apelaban a su compasión. Podía rogar piedad para los que eran frágiles y débiles, y para los que, aunque pecadores, se habían arrepentido. Ellos podían aproximarse a María cuando no podían hacerlo al Padre o al Hijo. El ser masculino, va fuera d Padre o el Hijo, podía ser movido a la indulgencia por la intercesión de la madre virgen, que era pura, dócil y obediente y a la que escuchaban. El constante consejo de María se basaba en Juan 2, 5: «Haced lo que él os diga». Incluso en las diversas apariciones producidas a lo largo de la historia, el mensaje de María sigue siendo el mismo: haced lo que os diga mi hijo. Ella no es un centro de poder. Está claro que el rey es el hombre.
En la estructura de familia patriarcal de Europa, sobre todo en el sur de Europa, donde el mito de la virgen se ha conservado más fuerte, el poder de la madre humana fue también el de la intercesión (amortiguadora). El papel de María consistió, una y otra vez, en legitimar el sistema patriarcal de valores, y el de mantener a las mujeres en una pauta de comportamiento controlada en el que el propósito fundamental de una mujer y, por lo tanto, el valor fundamental de María, consistía en satisfacer las necesidades tanto físicas como emocionales del macho dominante. El poder del hombre se basaba en su capacidad para definir a las mujeres en términos de biología, la capacidad para asociar el sexo con lo malvado y la culpabilidad, y la negativa a permitir que las mujeres ocuparan puestos influyentes.
En esta batalla por subyugar a las mujeres, el verdadero aliado de los hombres ha sido la suposición de que estas definiciones de las mujeres, hechas por los hombres, eran divinas, inconmovibles e impuestas por Dios. La Iglesia había hablado; una Iglesia cuya jerarquía estaba compuesta por hombres. Cualquier intento que se hiciera por desafiar estas suposiciones, o por sugerir algunas otras posibilidades, era condenado inmediatamente como un pecado contra Dios, la Biblia o la naturaleza divina de la creación. Cualquier intento por abrir la jerarquía eclesiástica a las mujeres tenía que afrontar los gritos de quienes afirmaban que eso significaba violar la voluntad de Dios, expresada a través de una tradición sagrada inquebrantable y totalmente masculina. La respuesta emocional dejaba traslucir la irracionalidad del temor, así como la debilidad de la argumentación.
Las ideas tienen consecuencias. Estas ideas que definían a Dios, que establecían estereotipos sexuales para los hombres y las mujeres y que se concebían como expresiones de la voluntad divina, tuvieron al menos una parte de su origen en las narraciones encantadoras y románticas que popularizamos cada Navidad, tanto en la iglesia como en la sociedad secular. En mi opinión, debido a que, por una variedad de razones, Mateo y Lucas colocaron a una virgen en su drama sobre los orígenes de Jesús, las mujeres han tenido que pagar un alto precio a lo largo de los siglos transcurridos desde entonces. Qué diferentes habrían podido ser las cosas si Mateo y Lucas hubieran seguido el hilo de Pablo y Marcos, y contado la historia de Cristo sin hacer referencia a una virgen.
En la actualidad, la Iglesia ya no puede argumentar que el concepto de virgen fuera o sea necesario para la divinidad de Jesús, pues seguramente la cristología de Pablo, que no conoció la tradición de la virgen, y la de Juan, que parece negar esa tradición, son mucho más profundas y hasta más divinas que la cristología que encontramos en Mateo y Lucas. Pero eso plantea la cuestión de qué efecto tendrá la revolución de las mujeres sobre el destino de la Iglesia cristiana organizada e institucionalizada, donde todavía se utilizan actitudes sexistas para definir a Dios, Jesús, la vida y la virtud humanas. Esas actitudes sexistas sólo pueden desafiarse si desafiamos la doctrina de Dios, el significado de Cristo, la definición del pecado, el papel del Salvador y la estructura de la Iglesia sobre la que se basan.
El cristianismo católico en su forma anglicana ha empezado a ordenar ahora a mujeres en el sacerdocio y a consagrarlas para el episcopado. El cristianismo católico en su forma romana, que sigue siendo una Iglesia predominantemente occidental, no puede escapar a verse arrastrado hacia un debate riguroso sobre estos temas. Ese debate se ha entablado a niveles subterráneos, tanto en Europa como en América, aun cuando la jerarquía descarte públicamente esa posibilidad para siempre. Pero tengo la impresión de que ese «para siempre» será un período de tiempo relativamente breve. El cristianismo católico en su forma ortodoxa será un poco más lento en llegar a definiciones sexuales nuevas y más globales, debido precisamente a sus orígenes europeos orientales y meridionales. Sin embargo, el mundo actual es demasiado pequeño e interdependiente como para que esta tradición pueda escapar al torbellino del cambio.
Una Biblia literalizada produjo una teología literalizada, que produjo a su vez un cristianismo que, en sus diversas formas, creyó ser infalible. Pero ese cristianismo institucionalizado, con sus pronunciamientos teológicos infalibles y sus pretensiones de que la Biblia no contiene error alguno, se ve enfrentado ahora a una nueva conciencia gracias a la cual se está poco dispuesto a dejar sin cambios la fe y la práctica de nuestros padres, de la que nuestras madres fueron excluidas sistemáticamente. El aspecto femenino de Dios, oprimido durante tanto tiempo por el patriarcado masculino, vuelve a rugir ahora en nuestras conciencias, barre nuestros prejuicios masculinos y elimina hasta nuestras definiciones masculinas de la mujer ideal.
La única esperanza de supervivencia que le queda a la virgen María como símbolo viable consiste en su redefinición por parte de una nueva conciencia. Una Iglesia dominada por los hombres se resistirá a ello hasta con su último aliento. Sin embargo, si esa resistencia tiene éxito, la propia Iglesia morirá. De ese modo, habrá ganado la batalla sólo para descubrir que ha perdido la guerra. Sólo sobrevivirá la Iglesia que logre liberarse de su definición sexista de las mujeres, anclada significativamente en la tradición de la virgen María.
Tendrá que desaparecer la virgen de una Biblia tomada al pie de la letra, la de la anunciación, Belén y el pesebre, corrompida por años de una teología masculina superpuesta. Pero su lugar se verá ocupado, inevitablemente por el lado femenino de Dios expresado en alguna nueva encarnación. Cuando eso suceda, la Iglesia de Jesucristo será más una totalidad, y reflejará más la realidad de la que la palabra Dios no es más que un símbolo.
Doy la bienvenida a ese amanecer de conciencia humana más profunda y elevada. Las recompensas que traerá consigo prometen hacer que haya valido la pena hacer el viaje que debemos emprender hacia el nuevo Belén, donde podemos rendir culto y adorar una vez más a Dios, que encontramos encarnado en el corazón de nuestra humanidad, como hombre y mujer. Quizás allí descubramos incluso a un Dios que pueda ser experimentado en la vida de alguien que llegó a este mundo por medio de un nacimiento natural, o a través de lo que hemos llamado la ruta de la ilegitimidad. Si ocurre así, aparecerá una nueva estrella, y los hombres y las mujeres sabios, conducidos por esa estrella, acudirán de nuevo a rendirle culto.
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