miércoles, 21 de noviembre de 2018

El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-6


En 1854, cuando Pío IX promulgó el dogma de la Inmaculada Concepción, se dijo que María se había «preservado inmaculada de toda mancha de pecado original por la gracia singular y el privilegio concedido por Dios Todopoderoso». En 1950, casi un siglo más tarde, cuando Pío XII proclamó el dogma de la asunción física de María, se eliminó por completo la humanidad de la figura femenina central de la mitología cristiana.

El argumento esgrimido en ese documento fue único: puesto que las reliquias de los cuerpos de santos menores habían creado milagros, y puesto que nunca se había informado que el cuerpo de María hubiera creado milagros, se deducía de ello que el cuerpo de María tenía que haber ascendido a los cielos.

Carl Jung se alegró, diciendo que lo femenino se había introducido finalmente en lo divino en la religión occidental. Dijo que se trataba de una de las decisiones más importantes en la historia humana. Pero Jung hablaba de símbolos, no de la verdad histórica. Eso se puso de manifiesto al añadir que lo único que se necesitaba hacer ahora era incorporar a lo divino la maldad, o la parte oscura de la vida.

No obstante, si contemplamos la historia nos daremos cuenta de que el precio de la asunción física de María fue el sacrificio de su identidad sexual. Entró en el ámbito de los dioses como un ser privado de su humanidad, Era una esposa virgen, una madre virgen, una virgen perpetua y una virgen posparto. Había sido concebida inmaculadamente y ascendió físicamente a los cielos en el momento de su muerte. Claramente, no se trataba de una mujer real. 

A pesar de todo, la jerarquía totalmente masculina de la Iglesia proclamó a esta María como la mujer ideal. ¿Quién puede ser un ideal así? ¿Quién puede ser una madre virgen? Esa idea constituye una contradicción en sí misma. Si ése iba a ser el ideal femenino, aceptado y saludado por la Iglesia y el mundo por igual, entonces todas y cada una de las demás mujeres quedaban convertidas de un plumazo en inadecuadas, incompletas e incompetentes. Los hombres célibes, que constituían el cuerpo de toma de decisiones de la Iglesia, habían logrado definir a la mujer ideal de tal forma que universalizaban la culpabilidad entre las mujeres. Las mujeres son culpables si sienten deseo; culpables si se casan; culpables si no son obedientes al padre, el esposo, o el sacerdote, pues en este mundo siempre fue un hombre el que detentó la autoridad. Incluso un convento que estuviera bajo la dirección de una madre superiora tenía que responder ante un obispo masculino y un guardián masculino que garantizaban el control masculino sobre el convento. Además, las hermanas dependían de un sacerdote masculino para recibir los sacramentos, que., según se les había enseñado, eran necesarios para la salvación. 

Puesto que nadie, excepto María, podía alcanzar el estado ideal de madre virgen, a todas las demás mujeres se les ensotó que podían aproximarse a la virtud siendo vírgenes o madres. Podían entrar a formar parte del convento y vivir el papel de la pureza virginal, o bien debían convertirse en madres perpetuas, dedicadas a producir tanta descendencia como Dios quisiera darles, al margen del impacto que una familia numerosa pudiera tener sobre la riqueza y el bienestar de la madre. El sexo no tenía ningún propósito salvador, excepto el de la reproducción. Jerónimo había proclamado antiguamente que la única gracia salvadora del matrimonio había que buscarla en la posibilidad de que tal unión pudiera producir más vírgenes. No cabe la menor duda de que es una lógica bien extraña. 

A partir de esa misma mentalidad ha surgido la prohibición actual contra el uso de cualquier medio de control de la natalidad distinto a la abstinencia total o cíclica, y ha dado lugar a afirmaciones tan insólitas como la expresada por el papa Juan Pablo II, que condenaba a un hombre que pudiera «codiciar a su esposa».Según la Iglesia, estaba claro que el sexo no fue diseñado para la alegría, el amor o la recreación. El sexo era maligno salvo como medio de mantener viva la raza humana. La sexualidad de la mujer era la más maligna de todas, pues ella era la fuente del deseo del hombre. Todas estas actitudes formaban parte del legado que surgió, al menos hasta cierto punto, de las narrativas relacionadas con la natividad en las que una virgen fue situada en el centro de la historia cristiana.   

Marina Warner, en su análisis del papel que ha jugado la virgen en la historia, sugirió que en aquellos países donde la virgen fue particularmente popular, el estatus de las mujeres fue particularmente bajo. James Freeman da a entender lo mismo al sugerir que «el culto a la diosa madre se encuentra en relación inversa con el elevado estatus secular de las mujeres». En su opinión, la diosa madre no es más que una compensación inconsciente del papel actual de las mujeres. Se trata de una forma inefectiva de rebelión contra la denigración de las mujeres.  

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