miércoles, 21 de noviembre de 2018

El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-5


Entonces, esos mismos exégetas masculinos volvieron a estudiar la narrativa de la resurrección en Juan y vieron un nuevo significado en la revelación de que el Señor resucitado había podido pasar a través de las puertas y ventanas cerradas con llave y atrancadas del piso superior (Juan 2Q. 19-23). Si el Señor podía hacer eso, argumentaron, el día de su nacimiento también pudo haber pasado a través del himen de su madre sin romperlo. Empezaron a circular entonces, con distintos niveles de fantasía, historias sobre la facilidad con la que había nacido Jesús. Se trataba de un parto como sólo podía ser descrito por un hombre que nunca lo ha experimentado.

El siguiente gran paso en la incansable marcha de María por ir abandonando la humanidad se produjo bajo la influencia de Agustín, obispo de Hipona, filósofo y teólogo del siglo V. Este hombre, más que ninguna otra figura en la historia cristiana, configuró las categorías teológicas que han definido al cristianismo hasta la actualidad. Agustín nos ofreció el mito cristiano fundamental. En ese mito, Dios creó un mundo bueno que se centró en el Jardín del Edén. Para Agustín, Adán y fueron personas históricas y los padres primigenios de toda la humanidad. La bondad de la creación de Dios fue violada y quedó arruinada por el pecado cometido por esas dos personas. Según Agustín, la caída de la humanidad se produjo cuando en el Jardín del Edén se cometió el gran pecado original ontológico de desobediencia. Ese pecado llegó de la mano de la mujer, pero corrompió al hombre. Puesto que ellos eran, literalmente, los primeros padres, quedó corrompida la semilla de los futuros seres humanos. En consecuencia, la vida humana nacía manchada por el pecado. De no ser por la acción interventora de Dios, todas las personas estaban destinadas a morir en pecado. 

Hombres y mujeres fueron definidos como criaturas egoístas y sin voluntad, a merced de fuerzas sobre las que no tenían control alguno, necesitadas de un salvador. Antes de su bautismo, Agustín se había identificado con la escuela de la filosofía maniquea, que aceptaba un dualismo radical sobre la vida humana. Los maniqueos tendían a dividir la vida humana por alguna parte situada aproximadamente en el diafragma, y consideraban como perniciosas las partes inferiores del cuerpo, y buenas las partes superiores. Agustín, en sus tiempos precristianos, había vivido al margen del matrimonio con su amante, con quien había tenido un hijo. Su conversión le indujo a renunciar a la carne, abandonar a su amante y a su hijo, y abrazar la «más elevada vocación» de un asceta cristiano, convirtiéndose finalmente en sacerdote y obispo. El destino de su amante y de su hijo pareció preocuparle bien poco. Después de todo, ella no era más que una mujer, y en cuanto al niño era el producto del placer. El justo Agustín podía prescindir de ellos. Su principal tarea espiritual consistió en eliminar la mancha de su deseo sexual. Se convirtió así en el gran teólogo de la culpa y el pecado, pero, como suele suceder, permaneció ciego al precio que tuvieron que pagar otros por su rectitud. 

Para Agustín, la maldad, el pecado en la vida, se hallaba situada en la carne. Se transmitía por medio del sexo. Los pecados de los padres y de las madres pasaban literalmente a la nueva vida a través de la relación sexual que tenía como resultado la concepción. La única esperanza fue que Dios enviara al salvador divino, para quebrar el poder del pecado pagando por ello el precio del pecado. Este salvador tenía que hallarse al margen de la pecaminosa corriente humana. Tenía que ser de Dios. Y sin embargo, tenía que establecer un contacto real con aquellos a los que venía a salvar. La historia del nacimiento virginal proporcionó a Agustín, y a través de él a toda la Iglesia, el mecanismo que se necesitaba para desarrollar la teología cristiana fundamental de la culpa y la gracia. A partir de ese momento hasta el presente, la Iglesia ha traficado con la culpa, aumentando su poder al poner cada vez más altos los niveles de culpabilidad sexual, tanto en los hombres como en las mujeres. 

La virgen era pura. Había sido prepararla para ser el vientre de la nueva creación. Dios, que también era puro, pudo entrar así en la historia sin tener que pasar por la pauta corruptora de la sexualidad. Agustín vio en estos términos el nacimiento de Jesús, el salvador divino. En la cruz, Jesús aceptó sobre sí mismo el pecado del mundo, lo derrotó en su resurrección, y ofreció a los hombres y mujeres el regalo de la salvación a través de la Iglesia dominada por los hombres, llamarla el cuerpo de Cristo. De ese modo, la Iglesia pudo lavar el poder y la mancha del pecado mediante el bautismo de la corrompida humanidad de un niño recién nacido. Si se retrasaba o se negaba el bautismo de ese niño y éste moría no había la menor esperanza de salvación.

Se trataba de una amenaza poderosa en una época supersticiosa. El adulto bautizado y confirmado podía afrontar sus continuos pecados acudiendo a la confesión, recibiendo el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, y viviendo en la esperanza del cielo. Es posible que se necesitara purgar un poco los pecados antes de entrar en la ciudad eterna, pero la expectativa de salvación seguía estando presente. Dedicar la propia vida a la castidad, aferrarse a la propia virginidad o al celibato, pasarse la vida haciendo actos de caridad, todo eso representaba hacer méritos que garantizaban una recompensa celestial. 

Para Agustín, la ausencia de pecado en Jesús, que hizo posible la salvación, dependió del estatus virginal de María, por lo que las narrativas de la natividad en Mateo y Lucas adquirieron una importancia fundamental. El esquema de Agustín también implicaba una comprensión literal de la caída, que enlazaba toda vida con Adán y Eva en el pecado. Fue ese vínculo con Adán y Eva en el pecado, existente en cada persona, lo que hizo que la Iglesia se resistiera primero e ignorara después la obra de Charles Darwin. Porque cuando Adán y Eva fueron relegados finalmente al ámbito de la mitología, quedó mortalmente herido el sistema agustiniano, basado en la culpabilidad sexual. La virginidad de María, que no habían mencionado ni Pablo ni Marcos, y que el cuarto evangelio parecía negar, se había convertido para Agustín y para quienes se vieron influidos por él durante los mil quinientos años siguientes, en una necesidad teológica que no podían ignorar. Desde esta actitud de Agustín sólo había que recorrer un corto trecho hasta la doctrina de la Inmaculada Concepción, con la que se garantizaba que la carne humana de María no había quedado corrompida por el pecado de Eva.  

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