Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
miércoles, 21 de noviembre de 2018
El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-4
La tradición ascética griega empezó a conectar cada vez más con estas ideas y a ser incorporada a la historia de la virgen. La pureza y la castidad fueron los principales atributos femeninos que despertaban la admiración masculina. La pureza de la virgen María contrastaba con el placer carnal que encontraba su resultado final en el parto. La virtud se identificaba con la virginidad. Según afirmaba la Iglesia, la única forma que tenía una mujer de superar el efecto del pecado de Eva consistía en vivir la vida propia de una virgen. La suposición subyacente en ese mensaje es que la carne de una mujer era malvada, como lo era la pasión que la mujer parecía despertar en el hombre que, además, se consideraba como falta de la mujer. Se pronunció como maligno el deseo sexual, tanto el de un hombre por una mujer, como el de una mujer por un hombre. Así pues, los moralizadores empezaron a atacar vigorosamente el deseo sexual, tachándolo de «carnal», «lujurioso» y «bestial». Podemos citar una y otra vez a los primeros Padres de la Iglesia para dejar bien claro este punto.La virginidad se había convertido en el lema más elevado. El matrimonio no era sino un compromiso con el pecado. Jerónimo, un teólogo del siglo IV, conocido sobre todo por su traducción de la Biblia al latín, atacó vigorosamente a un hombre llamado Joviniano por haber sugerido, simplemente, que la virginidad y el matrimonio eran vocaciones iguales. Con el predominio de esa mentalidad sólo fue cuestión de tiempo que se estableciera la virginidad perpetua de María.
Pero antes de que pudiera afirmarse el estatus de virgen perpetua de María había que afrontar una complicación evidente. En los evangelios (Juan 7, 2; Marcos 3, 31), y en los escritos de Pablo (Gálatas 1, 19), se mencionaba a hermanos y hermanas de Jesús, que tuvieron que ir siendo eliminados con lentitud, pero con seguridad.
Hacia finales del siglo II apareció un libro conocido como Protoevangelio de Santiago (el evangelio de Santiago), que situó en la tradición cristiana en pleno desarrollo una narrativa sobre el nacimiento de María, sus primeros años y el desposamiento con José. En esta narrativa, María fue una niña nacida milagrosamente a sus padres, Joaquín y Ana. de edad muy avanzada. La dedicaron a Dios, y ella fue educada en el templo por hombres sabios. Antes de que se iniciara la pubertad y, por lo tanto, antes de que pudiera contaminar el templo con su flujo menstrual, fue confiada finalmente a un viudo de edad avanzada llamado José, que ya tenía hijos mayores. En consecuencia, se preservó la virginidad permanente de María, y los hermanos y hermanas de Jesús fueron, de hecho, los hijastros de María. También se descartó por completo la relación sexual entre María y José, incluso en el matrimonio, haciendo así que hasta el amor entre personas casadas pareciera manchado y disoluto. Se declaró que el sexo no era necesario para la vida humana, sino sólo un compromiso con nuestra naturaleza carnal. De ese modo se anulaba y vaciaba de contenido el concepto bíblico de la bondad de la creación de Dios. Esa actitud se combinó ahora con los movimientos de la historia para crear una poderosa fuerza y un estereotipo sexual definitivo.
El cristianismo surgió de las catacumbas sobre las alas de su reconocimiento oficial por parte de Constantino, en el año 313, y la Iglesia tuvo entonces que reunirse con el mundo, aunque ahora como fuerza dominante. Antes del año 313, la Iglesia había sido una minoría perseguida que libró una batalla por la supervivencia.
Todas sus energías se galvanizaron para derrotar al enemigo común, representado por el imperio pero llamado el mundo. Cuando ese enemigo se rindió, se quedó sin objetivo alguno la energía empleada hasta entonces en la batalla, nacida de años de persecución.
Bajo la presión implacable de aquellos primeros siglos que habían identificado los deseos de la carne con la maldad, y las aspiraciones del alma con la bondad, no tardó en identificarse un nuevo enemigo sobre el que enfocar la energía cristiana. El alma se hallaba en una lucha mortal con la carne, afirmó la Iglesia. Lo «mundano», antes que «el mundo» fue el nombre del nuevo enemigo. El cristianismo se convirtió en una llamada a la más elevada vida espiritual. Así, la vida cristiana exigía una renuncia al mundo, la carne y el diablo. Los deseos carnales eran el punto más débil de la vulnerabilidad humana, por lo que se supuso que la vida ascética constituía la mejor oportunidad de derrotar al diablo y ganar la recompensa eterna. Esa vida ascética exigía la renuncia al mundo y, lo que era más importante, identificaba la vida del celibato con la vida virtuosa. Por lo tanto, también se establecía lo inverso. La vida sexual, incluso la practicada en el matrimonio, sólo era, en el mejor de los casos, una opción moral para los débiles.
Proliferaron los monasterios y conventos. El celibato en el sacerdocio empezó a considerarse como obligatorio y como la norma a seguir. En este punto, incluso a José se le empezó a considerar como casto, y sus hijos se transformaron de hermanastros en primos hermanos de Jesús.
En las prédicas y la literatura de la Iglesia, el modelo predominante de una vida de castidad, tanto para hombres como para mujeres, fue la madre virgen de las narrativas de la natividad. Muchos hombres, y especialmente los sacerdotes célibes, podían adorar a la virgen con oraciones apasionadas y meditaciones románticas que no representaban ninguna amenaza para su virtud de célibes. Ella representaba así el ideal deseado pero inalcanzable, cuya perfección les impedía que su placer fuera pecaminoso. En María derramaban el contenido de sus corazones. Para las mujeres. María se convirtió en un modelo de santidad impuesto por los hombres, al que deberían aspirar todas las mujeres. Poco a poco, la estrella de María se elevó hasta alcanzar nuevas alturas, y empezó a rivalizar incluso con su hijo Jesús como sujeto popular hacia el que dirigir la devoción de los fieles piadosos.
A pocas personas se les ocurrió pensar que la mujer a la que saludaban como el modelo ideal había sido definida totalmente por los hombres. Que una virgen permanente pueda ser una mujer ideal sólo para un hombre célibe no pareció evidente, ya que los valores de la Iglesia se presentaban como verdades objetivas reveladas. Las discusiones teológicas sobre María continuaron desarrollándose en las ciudadelas masculinas del aprendizaje teológico. Todas esas discusiones, sin excepción, no hicieron sino erosionar aún más la humanidad de María.
Cuanto más perversa se creía que era la carne, tanto más había que proteger la virtud de María. Llegó a ser, así, no sólo la virgen, sino la virgen perpetua y luego la virgen posparto. Adquirió una gran importancia el demostrar que María retuvo su himen incólume a pesar del parto. Los teólogos masculinos se pusieron a trabajar febrilmente en la tarea, investigaron las Escrituras, en un paroxismo de desenfrenada exégesis para encontrar textos que reforzaran la virginidad posparto. Hacia el año 580 antes de la era cristiana, el profeta Ezequiel había escrito: «Este pórtico permanecerá cerrado [...], y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrado» (Ezequiel 44, 2). Sin hacer siquiera una apología, se tomó este texto para demostrar la pretensión de virginidad posparto, que ahora ya se había popularizado. Los Padres de la Iglesia gritaron que eso se había predicho incluso en los profetas. El midrash, separado de la tradición judía que lo había creado, había terminado por ser absurdo.
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