martes, 20 de noviembre de 2018

El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-3


El mundo gentil de la cuenca mediterránea hablaba la lengua de Grecia y pensaba en categorías configuradas por la mentalidad griega. A ese ambiente llegó el cristianismo, que quedó absorbido por el dualismo de la predominante escuela de pensamiento neoplatónica. En el mundo griego, la idea se hallaba separada de la sustancia, y la mente separada del cuerpo. La naturaleza humana más baja, identificada con los apetitos animales de la carne y con sus deseos carnales, se creía malvada. La naturaleza humana más elevada, asociada con las aspiraciones del alma, se consideraron como el bien último. A medida que estos valores entraron en contacto con el cristianismo, quedó claro por qué María Magdalena representaba la naturaleza más baja que había que reprimir, y por qué la madre virgen representaba el valor de la naturaleza superior, que había que resaltar.

Estas influencias griegas fueron tan poderosas que con el tiempo tuvo que defenderse hasta la propia humanidad de Jesús. Por extraño que parezca, la madre de Jesús se convirtió en un aliado en esta lucha. Un grupo de pensadores conocidos como los docetistas empezó a presentar a portavoces que argumentaban que Jesús sólo parecía ser humano cuando, en realidad, había sido una divinidad que vino de visita. A los griegos, apoyados por su mitología popular, les resultó fácil concebir un Dios que adoptara el aspecto de la humanidad y caminara por la tierra. A muchos les pareció que la idea cristiana de la encarnación, avanzada por primera vez en el cuarto evangelio, era susceptible de encajar en esa clase de interpretación. 

Valentino, un antiguo autor gnóstico, llegó a sugerir incluso que el Jesús divino sólo había pasado a través de María, como el agua que pasa por un tubo. Para contrarrestar esta amenaza que se cernía sobre la humanidad de Jesús, los cristianos crearon una línea de defensa apologética alrededor de la frase «nacido de la Virgen María». Los cristianos afirmaron que Jesús era real, que había sido un personaje histórico y que había nacido. Cuando surgieron ataques desde el otro lado del debate divino-humano, planteando la idea de que Jesús no era más que un buen ser humano, tan bueno que Dios lo había adoptado en la divinidad, los cristianos contraatacaron con la otra frase que se resalta en la narrativa de la natividad: no, no se trataba simplemente de un buen ser humano, afirmaron. sino que «fue concebido por el Espíritu Santo».

En el intento constante de los primeros cristianos por definir la naturaleza de Jesús, la historia de la natividad se convirtió en un arma muy importante y, en consecuencia, aumentó el poder de esas narrativas, y el uso que se hizo de ellas. A medida que eso sucedió, aumentó también el retrato que se hacía de María, de tal modo que ya durante los primeros años del siglo II se había convertido en la figura femenina dominante en un sistema religioso que, por lo demás, era fuertemente masculino. Como María estaba presente ahora en la tradición, había que definirla. Debemos recordar que sólo a los hombres se les permitió participar en el proceso de definición. La forma en que se comprendió a María y las virtudes que se le atribuyeron fueron configuradas por el sistema masculino de valores, y reflejaron las cosas que los hombres apreciaban en las mujeres. Se trataba de una madre que era pura, de una virgen obediente. Esas palabras se convirtieron en los fundamentos sobre los que se construyó la leyenda eclesiástica de María. 

Pablo ya se había referido al Cristo como el nuevo Adán. «Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Corintios 15, 22). «El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo» (1 Corintios 15, 47). Esta referencia tan fascinante produciría un eco que resonaría a través de toda la Iglesia primitiva, y que se hallaría destinada a desarrollarse de formas muy interesantes que no tuvieron nada que ver con Adán o con Cristo, pero que fueron sugeridas por ambos. 

Ireneo, un teólogo cristiano del siglo II, se aferró a esta conexión paulina y sugirió que Dios había utilizado una sustancia virginal tanto para Adán como para Cristo. Dios había modelado a Adán a partir de la tierra virgen y madre, que jamás había conocido arado; y también había formado a Jesús a partir del vientre virgen de María. Esta comparación de Adán con Cristo no tardó en dar lugar a una comparación de Eva con María, que demostró ser un contraste infinitamente más popular. Una vez más, la estatura de María aumentó y se expandió.
 Esa comparación se prestó al celo homilético y fue repetida y desarrollada de formas aparentemente infinitas por los predicadores itinerantes de la época. Eso servía, una vez más, a ese constante deseo masculino de dominar y controlar a la mujer. 

En el momento de la caída, cuando, según el texto literal, el pecado entró en la buena creación de Dios, Eva también era virgen. Adán no la «conoció» hasta que ambos fueron expulsados del Jardín del Edén (Génesis 4, 1). El nacimiento de un niño, resultado del «conocimiento» de Adán, fue parte del castigo de Eva (Génesis 3, 16). El sexo, la culpabilidad, el pecado y el castigo se conjuntaban de una forma que desafiaría durante casi dos mil años a todos los poderes que intentaran separarlos. Eva, la primera mujer, fue desobediente, seguía diciendo esa narración. Comió del fruto prohibido (lo que, de hecho, llegó a convertirse en un eufemismo para designar el sexo). De ese modo, llevó el pecado y la muerte a Adán, al igual que a sí misma y, a través de su descendencia, se convirtió en la fuente definitiva de pecado y muerte para toda la humanidad. Según esta explicación, el pecado había entrado en la vida a través de la mujer, el sexo más débil.

En contraste con Eva, María, la mujer santa y virgen, había sido obediente al Padre Dios. Su respuesta al mensaje angélico fue un dócil: «Hágase en mí según tu voluntad». De ese modo, María invertía el efecto de Eva y se convertía en el medio a través del cual la salvación se ponía a disposición de toda la raza humana. Eva se había alejado de Dios, rebelándose.
María escuchó, respondió y recibió a Dios en sí misma. Eva fue sexual y malvada. María fue asexuada y buena. La desobediencia de una virgen fue compensada por la obediencia de otra virgen. Ireneo nunca perdió de vista la humanidad de María, que siguió siendo para él la madre terrenal de Jesús y no la diosa superhistórica, aunque él preparó el camino (o engrasó los mecanismos) que recorrieron más tarde los cristianos hacia una comprensión ascética de la vida y una condena masculina no tan velada de la sexualidad femenina.

Los gnósticos, y especialmente la escuela conocida como los maniqueos, fueron los primeros en identificar «la virgen más casta» con la Iglesia sin mancha o con la nueva Jerusalén. A esa Iglesia sin mancha se la llamó, naturalmente, Madre, pero se hallaba bajo el control total, y vivía bajo la más evidente obediencia al sacerdocio y la jerarquía completamente masculinas. Obedecer al macho dominante se consideraba como la más alta virtud que podía caracterizar la vida de cualquier mujer, lo que se ejemplificaba tanto en María como en la Iglesia. María, la madre virgen, era el prototipo de la obediencia dócil y, según proclamaba la mitología, ella había seguido esa pauta a la perfección. 

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