martes, 20 de noviembre de 2018

El costo del mito de la virgen - John Shelby SPONG-2


Las ideas tienen consecuencias. El hecho es que los autores cristianos introdujeron en dos de las primeras obras cristianas la idea de una virgen madre capaz de dar a luz a un niño de origen divino concebido mediante intervención del Espíritu Santo. Estas narrativas del origen de Jesús, junto con todas sus suposiciones sexuales, ejercieron con el tiempo una influencia muy poderosa en la historia occidental. Las consecuencias que fluyeron de esas realidades fueron y son enormes. Tengo el propósito de plantear algunas y hacerlas llegar a nuestra conciencia, para desafiarlas y finalmente para contrarrestadas.

Teniendo en cuenta la estructura patriarcal de la época, fue inevitable que la fe cristiana asumiera el sabor, los valores, la configuración y la forma de aquel mundo patriarcal. Por lo tanto, no se incluyó a ninguna divinidad femenina en el panteón cristiano. Dios era un ser masculino llamado Padre. Jesús, el Cristo, fue un varón llamado Hijo. 

Estas dos divinidades masculinas constituyen dos de las patas de la Trinidad cristiana. Con esa pesada imagen masculina podría llegarse a la conclusión de que se permitiría que el tercer aspecto de la Trinidad abrazara el lado femenino de la vida. Pero eso no iba a ser así. Actuó entonces el sistema de valores patriarcales para impedir que en esta formulación teológica surgiera una imagen femenina. 

En las leyendas religiosas orientales, se creía que un padre, una madre y un hijo constituían la descripción completa de la imagen divina. En la religión cristiana masculina de occidente, sin embargo, no fue la figura femenina de una madre la que complementó al Padre y al Hijo en la imagen divina, sino que esa tercera posición fue ocupada por el Espíritu Santo, difícil de definir sexualmente pero que en la mayoría de los casos se interpretaba como otra figura masculina. En los primeros años del cristianismo hubo protestas contra esta identificación total de Dios con la masculinidad, pero, a pesar de esos esfuerzos, prevaleció la exclusividad masculina de la imagen de Dios, que se convirtió en la definición divina dominante.

Un grupo de cristianos conocidos como gnósticos fueron la voz minoritaria fundamental en los primeros años del cristianismo. Argumentaban que la palabra espíritu tenía antiguas connotaciones femeninas. En griego, la palabra espíritu no es masculina, sino neutra, tal como se comenta en el capítulo sexto. En la tradición hebrea se trataba, de hecho, de una palabra femenina, en la medida en que ese espíritu se identificaba con la sabiduría. No obstante, la narrativa del nacimiento virginal que apareció en ambos evangelios colocó al Espíritu Santo en el puesto normalmente ocupado por el padre o agente masculino, dando así un carácter fundamental a la definición masculina de espíritu. 

Las ideas gnósticas se consideraron como un ataque contra la naturaleza divina de Cristo, y encontraron una vigorosa oposición en los círculos ortodoxos. De ese modo, se condenó como herejía una cierta comprensión femenina de Dios.

Así, con un Dios definido abrumadoramente como masculino, el cristianismo inició su viaje a través de la historia. En el mejor de los casos se ignoró la mitad femenina de la experiencia humana; en el peor de los casos, se la negó. No obstante, en último término no puede suprimirse esa parte de la realidad. Según han observado los chinos, el yang masculino puede abrumar al yin femenino durante una parte de la historia, pero nunca puede aniquilarlo. Con el tiempo, el yin reaparecerá, ya sea de forma abierta o encubierta. De hecho, al principio de la era cristiana hubo un vacío femenino en el núcleo de la historia cristiana, un vacío que exigía llenarse. Así sucedería con el tiempo, pero, dada la naturaleza del poder del patriarcado, ese vacío se llenaría con una versión de la feminidad que fue, fundamentalmente, una creación masculina. 

Según he mencionado en el capítulo anterior, la figura femenina que parecía en un principio destinada a convertirse en la mujer fundamental de la historia cristiana no fue María, la madre de Jesús, sino María Magdalena, una figura mucho más poderosa en el drama bíblico del Nuevo Testamento que la madre de Jesús. 

Cuando se la coloca al lado de María Magdalena, la madre de Jesús es una figura pálida y oscura en las primeras narraciones evangélicas. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, se contrarrestó este primer registro, y se eliminó a la mujer que pareció haber estado al lado de Jesús durante su vida terrenal. Se reescribió la historia para exaltar a la virgen asexuada como la mujer fundamental en la historia cristiana, y para asesinar al personaje amenazador de Magdalena, presentándola como una prostituta. Ésta fue exactamente la clase de desplazamiento que, según argumenta Rosemary Ruether, ocurrió en la vida de la Iglesia primitiva.6 Las mujeres han pagado el precio de ese desplazamiento. 

María, la madre de Jesús, ya dominaba la escena cuando empezaron a transcurrir los primeros años del siglo II. Se la presentaba como comprensiva, fiel, cooperativa y dócil, y esa imagen de lo que es una mujer terminó por sustituir al peligroso modelo de amor reflejado en Magdalena. María la virgen no sólo era leal, sino tan pura que ni siquiera podía experimentar placer o deseo carnal. Se suprimió así el verdadero poder femenino, y ese lugar fue ocupado en la tradición por una mujer manejable. Para reforzar este desplazamiento se hacía una apelación constante a la tradición de la natividad registrada tanto en Mateo como en Lucas. 

Esta supresión de los aspectos naturales y normales de la feminidad no fue, originalmente, una idea predominantemente judía. Hubo muy poca denigración judía de la carne, los judíos no tuvieron una reina Victoria, y hubo muy poco puritanismo judío, Ninguna tradición que nos presentara a Dios contemplando toda su creación física y considerándola como buena (Génesis 1), o que incluyera en su literatura sagrada una obra tan placentera como el Cantar de los Cantares, podía denominar malignos a los apetitos del cuerpo. Pero esta comprensión judía de la realidad sexual se perdió para el cristianismo cuando Jerusalén fue destruida en el año 70 de la era cristiana, y quedó abandonado a la deriva, en un mar de gentiles, sin amarras judías que lo sujetaran.    

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