sábado, 24 de noviembre de 2018

«PIENSA DIFERENTE, ACEPTA LA INCERTIDUMBRE » una nueva serie de J . S . SP O N G-1


- John Shelby Spong

Hace poco leí la provocadora y fascinante biografía de Steve Jobs, el fundador de Apple, escrita por Walter Isaacsons. Jobs fue innovador, iconoclasta, extraño… un genio. Hizo de su empresa algo más que un gigante próspero; la convirtió en la más valorada del mundo. Uno de los secretos de Steve Jobs fue que nunca se resignó a vivir dentro de los límites que a uno le vienen dados. Como eslogan de su empresa, adoptó la expresión «Piensa diferente». Es verdad que, gramaticalmente, habría sido más correcto decir: «Piensa de forma diferente», pero este tipo de cosas le importaban bastante poco. Más tarde, completó el eslogan con las palabras «Acepta la incertidumbre». Cuanto más pensaba yo en este eslogan doble de Steve Jobs, más deseaba que fuese el de la Iglesia Cristiana a pesar de que, hoy por hoy, todo indica que nadie sería muy sensible a él en el Cristianismo institucional. No obstante, esta idea alimentó mi imaginación teológica e hizo que me preguntase qué aspecto tendría la Iglesia Cristiana si sus miembros y sus líderes se atreviesen a «pensar diferente» y a «aceptar la incertidumbre».

También me llamó la atención lo oportuna que hoy resulta esta idea. Si ha habido un momento en el Cristianismo en el que éste ha necesitado dar un paso más allá de las fórmulas teológicas tradicionales para hablar de un modo nuevo y audaz, este momento es hoy. Por supuesto que una posibilidad tan emocionante como ésta choca con el rotundo rechazo de aquellos círculos religiosos en los que la seguridad, la paz y la ausencia de todo conflicto y de todo cambio se consideran como virtudes. Así que, a lo largo de este año (1), he decidido hacer una serie de columnas con las que pueda invitar a los cristianos a un nuevo diálogo. Quiero especular sobre la dirección en la que realmente podría evolucionar el Cristianismo si los cristianos se atreviesen a hacer cosas como las que hizo Steve Jobs, esto es, no dejar que lo que es sea el límite de lo que puede ser. ¿Qué cambiaría si, por ejemplo, fuésemos capaces de liberar la experiencia de Cristo de la interpretación que de la misma se hizo en el siglo I, tal como ahora la hallamos en el Nuevo Testamento? ¿Por qué pretendemos aún que una interpretación del siglo I sea la única expresión de la verdad para todas las épocas? ¿Qué aspecto ofrecería el Cristianismo si estuviésemos dispuestos a separar la experiencia de Cristo de la interpretación que se hizo de ella en el siglo IV, y que actualmente está en los credos? ¿Por qué seguimos pretendiendo que unas palabras del siglo IV sean portadoras de la verdad, en todas las épocas? Recientemente he recibido una carta de una amiga que quería empezar un grupo de estudio, en su Iglesia Metodista de Mississippi, que fuese lugar de encuentro de aquellos que quisiesen explorar los límites del Cristianismo. Querían leer a algunos de los teólogos que han ensanchado estos límites. Su solicitud fue rechazada por el actual ministro, que dijo que su trabajo era «defender la fe, no cuestionarla». 

¿Cómo pueden estudiarse la Escritura y el Credo de un modo significativo si se parte del supuesto de que, en su forma actual, se identifican con una realidad inmutable? Esta actitud anacrónica excluye la posibilidad de cualquier pensamiento distinto del siglo I en lo que se refiere a las Escrituras, o distinto del del siglo IV en lo que se refiere al Credo. Sin embargo, en el mundo, el conocimiento ha aumentado exponencialmente con relación a aquél que marcó el pensamiento del tiempo del Nuevo Testamento, o al de la época en el que se definieron los Credos. Hoy, por ejemplo, nadie cree que la posesión demoníaca sea la causa de la enfermedad mental ni de la epilepsia; nadie cree que Jesús, literalmente, ascendió al cielo de un universo con tres niveles, en el que la Tierra sería el nivel medio; nadie cree que todo lo que no entendemos en la vida tenga que explicarse apelando a un milagro. Los estudiosos cristianos modernos ya no debaten la interpretación (contenida, sin embargo, en el recitado literal de los credos) de que el nacimiento virginal tuvo que ver con la biología, ni la que entiende la resurrección como la reanimación de un cuerpo muerto y su devolución a la vida en este mundo. Si la única alternativa que tenemos cuando tratamos de la Escritura o del Credo es creer sus palabras literalmente o no creerlas en absoluto, entonces, el futuro es, en verdad, desolador. Podemos: o bien volvernos «creyentes fundamentalistas» (en versión católica o protestante) o bien renunciar al cristianismo, por ser una superstición antigua e irrelevante, y pasar a ocupar nuestro lugar como ciudadanos de “la ciudad secular”. Si elegimos lo primero, veremos a los protestantes protegerse del cambio apelando a la infalibilidad bíblica, y a los católicos romanos hacer lo mismo reivindicando la infalibilidad jerárquica y papal. Ambas pretensiones son el preludio de la muerte, y una mayoría las considera absurdas. Si elegimos la segunda alternativa, el cristianismo seguirá muriéndose pero a más velocidad, hasta que el Dios cristiano sea cosa de los museos de la Antigüedad, junto con otras deidades ya muertas, como Baal, Marduk y los dioses del Olimpo. 

Cada vez es mayor la imposibilidad de que los hombres y las mujeres contemporáneos vivan sus vidas dentro de los límites establecidos por la Iglesia. Hoy, la imagen popular del cristianismo que reflejan los medios tiene unos rasgos devastadoramente negativos. Somos los que tratan de proteger a sus hijos del aprendizaje de la evolución en las escuelas públicas; los que se oponen al movimiento feminista batallando para mantener a las mujeres sin igualdad de derechos en todos las aspectos de sus vidas, incluido el control sobre su capacidad reproductiva); somos los paladines desinformados de la homofobia religiosa, los que siguen manteniendo prejuicios hace tiempo desechados en los círculos médicos y científicos. Este tipo de Cristianismo es un bochorno por el que pocos se sentirán atraídos. El “piensa diferente, acepta la incertidumbre” nos ofrece una nueva alternativa. 

Cuando los descubrimientos de la era espacial llegaron a ser casi universalmente reconocidos como verdaderos en el mundo culto, el Dios que creíamos que habitaba sobre el cielo, nos vigilaba, respondía a nuestras oraciones e intervenía de forma sobrenatural en la historia, se convirtió en algo sencillamente inimaginable. Sin embargo, escuchando las palabras de la liturgia de la mayor parte de las iglesias, uno tiene la impresión de que esta forma de entender el mundo ha cambiado muy poco desde la Alta Edad Media. La mayoría de los himnos que cantamos y las oraciones que hacemos los domingos reflejan aún esta representación "teísta" de Dios. Como creyentes, de algún modo hemos cerrado nuestras mentes a la realidad de que el planeta Tierra no es el centro de nada. Más bien gira alrededor de una estrella de tamaño medio (nuestro sol), que no se sitúa en el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, en la que hay unos doscientos mil millones de estrellas, la mayoría de las cuales son más grandes que él. Más allá de nuestra Vía Láctea, hay, en el universo observable, muchísimas más galaxias, entre cien mil y doscientas mil, separadas por distancias que nuestra mente no puede concebir. Así que, si la gente, en la iglesia, sigue pensando en Dios según este patrón teísta que nos es familiar, como un ser exterior a nuestro mundo, ubicado en algún lugar sobre el cielo y listo para venir en nuestra ayuda, se comprometen con lo que no es más que con un lenguaje piadoso, intraducible en el marco del conocimiento actual. Sin embargo, el hecho es que el Cristianismo tradicional no parece conocer otra forma de hablar de Dios; parece no haber hecho esfuerzo alguno por “pensar diferente” en los 500 años que han transcurrido desde que Copérnico desafió nuestra concepción tripartita del mundo. ¿Y nos extraña que la gente moderna que viene a las celebraciones se muestre indecisa? En cambio, ¿cómo sería nuestro culto si nos atreviésemos a “pensar diferente” y a “asumir la incertidumbre”? Aun siendo tan obvia esta pregunta, a cualquiera que la plantee dentro de los muros de la iglesia un domingo por la mañana, ¡seguro que se le tendrá por un saboteador o por un radical, e incluso alguno podría acusarlo de ateo!

En nuestro mundo, rigen las leyes de Newton para calcular las cosas matemáticamente de forma muy precisa (al menos hasta que nos adentramos, por un lado, en el mundo subatómico y, por otro, en la astrofísica). Por tanto, no hay lugar en un mundo newtoniano para un Dios que vive sobre el cielo e influye en nuestras vidas en virtud de un poder sobrenatural. Y, sin embargo, leemos historias de milagros en la Biblia; la gente sigue hablando de apariciones de la Virgen e incluso peregrina a lugares sagrados como Lourdes. En la cultura popular, una persona como Tim Tebow, el que fuera quarterback del equipo de fútbol de la Universidad de Florida y hoy lo es de los Broncos de Denver, se arrodilla para dar gracias a Dios por la victoria de su equipo y los comentaristas, recordando las seis victorias logradas en el último minuto, que han clasificado a los Broncos para los play-offs de la liga, afirman que estos jugadores son “creyentes”… aunque aún no sé bien en qué. Lo que llaman “creer” no parece tener que ver con la vida de oración de Tebow tanto como con su fuerte voluntad de ganar. ¿Alguien cree realmente que Dios interviene en la historia humana para ayudar al equipo de fútbol de Denver a ganar porque Tim Tebow es un creyente convencido? Si realmente Dios tuviese este poder, ¿por qué no intervino para detener el holocausto, para terminar con la esclavitud y la segregación, para llevar el huracán lejos de Nueva Orleans o para proteger a la gente del terremoto de Haití? ¿No hace esto tan frívola la cuestión de Dios que ya no cabe creer en él? Sin embargo, si alguien dijese en una iglesia, un domingo, que no hay una deidad sobrenatural por encima del cielo que responde a nuestras plegarias, una profunda y hostil reacción en contra sería prácticamente inevitable. La distancia que hay entre el saber por medio del cual vivimos y la fe que seguimos practicando es muy grande. Nuestra falta de disposición a romper con estos conceptos desafortunados y equivocados se mantiene, principalmente, porque no conocemos otros y porque es mucho mayor nuestro temor a la nada insondable que nuestro sonrojo al seguir repitiendo "mantras" imposibles de creer como si aún pudiese sostenerlos un ciudadano pensante del siglo XXI. Nadie parece, pues, dispuesto a “pensar diferente” o a “asumir la incertidumbre”. 

Sin embargo, el pensamiento humano no va a volver atrás, hacia las posiciones anteriores al saber comprobado de Copérnico, Galileo o Isaac Newton. Si no existe otra forma de pensar lo divino, el Dios de ayer simplemente morirá. Por eso es tan necesario que aquellos de nosotros que amamos la fe cristiana estemos dispuestos a “pensar diferente” y a “asumir la incertidumbre”. ¿Cómo podemos aprender a pensar como cristianos sin ceñirnos a los moldes teológicos de la antigüedad? Creo que hay que empezar por desechar el “teísmo” como una concepción inadecuada de Dios y, además, por afirmar que la alternativa no es el “ateísmo”. ¿Podemos hacer esto? ¿Aún experimentará la gente a Dios en las definiciones que surjan más allá del teísmo? Sólo el tiempo lo dirá pero, por ahora, dejemos simplemente que estas cuestiones resuenen. Volveremos sobre ellas.  

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