Supongo que podría prolongar esta letanía de creencias y no creencias durante muchas páginas, pero estos pocos ejemplos son suficientes para plantear las cuestiones que quiero desarrollar. La pregunta principal que quiero plantear con este libro es la siguiente: ¿puede persona declararse cristiana, con coherencia, y al mismo tiempo desechar, como acabo de hacer, tantas cosas que tradicionalmente han definido el contenido de la fe cristiana? ¿No sería más sensato y más honesto hacer como tantos otros de mi generación: simplemente desligarme de ese “sistema de fe” de nuestros antepasados? ¿Debería renunciar a mi propio bautismo y negar ser discípulo de Jesús, asumir la ciudadanía de la ciudad secular, y volverme miembro de la Asociación de Ex Alumnos de la Iglesia? ¿Qué me impide dar los pasos necesarios para abandonar mis compromisos de fe? ¿Falta de fuerza de voluntad, algún apego irracional y emocional que no logro romper, o será deshonestidad espiritual? Ciertamente esa opción haría mi vida mucho más fácil, menos complicada. Para muchos, tanto de la Iglesia cristiana como de la sociedad seglar, representaría un acto de coherencia. Sin embargo, no sería honesto ni seria verdadero con mis más profundas convicciones. Mi fe nunca ha sido para mí un problema. El problema ha sido siempre la forma literal que los seres humanos han escogido para articular esa fe.
He optado, pues, por el camino más duro, el más complicado, a pesar de que muchas veces eso ha amenazado con romper mi alma. Al seguir ese mi camino me he sometido a una enorme hostilidad religiosa de los seguidores de mi tradición de fe, que se sentían amenazados por ello, y también, me he expuesto al despido sumario de parte mis amigos seglares, que me consideran una reliquia religiosa de la Edad Media. Frente a la hostilidad religiosa por un lado y por el otro al desprecio de mi propia incapacidad para rechazar mi fe tradicional, sigo insistiendo en que soy cristiano. Me apego con firmeza a la verdad afirmada en primer lugar por Pablo de que “Dios estaba en Cristo” (2 Cor 5,19). Busco la experiencia de Dios que creo que está detrás de las explicaciones bíblicas y teológicas que, a través de los siglos, han tratado de interpretar a Jesús. Creo que es posible separar la “experiencia” de la “explicación”, y reconocer que las palabras del pasado se hicieron cada vez menos adecuadas para captar definitivamente la esencia de cualquier experiencia. Por lo tanto invito a la Iglesia a un cambio radical en la manera con la que tradicionalmente ha proclamado su mensaje, en la forma como se ha organizado para ser depositaria de esa reserva de poder espiritual, y en la forma en la que ha pretendido hablar en nombre de Dios a través de la historia humana.
Estoy seguro de que la revaloración del cristianismo que quiero desarrollar tendrá que ser tan completa que provoque que algunas personas teman que el Dios que tradicionalmente adoraron está, de hecho, muriendo. La reforma necesaria ahora, en mi opinión, deberá ser tan absoluta que, en comparación, la Reforma del siglo XVI parecerá un juego de niños. Mirando atrás, aquella Reforma versó sobre cuestiones de autoridad y orden. La nueva reforma será profundamente teológica y necesariamente desafiará todos los aspectos de nuestra historia de fe. Porque creo que el cristianismo no puede seguir siendo el espectáculo religioso irrelevante al que ha sido reducido, quiero involucrar a las mejores mentes del milenio en esta reforma. Espero que nosotros los cristianos no temblaremos frente la audacia de este reto. Hoy nos enfrentamos, como intentaré documentar, a un cambio total en la manera como las personas modernas perciben la realidad. Este cambio proclama que la forma en la que el cristianismo fue formulado tradicionalmente, ya no tiene credibilidad. Por eso, el cristianismo que conocemos da, cada vez más, señales de rigor mortis.
El cristianismo postula un Dios teísta, que hace cosas sobrenaturales, muchas de las cuales son consideradas inmorales para nuestras normas actuales. Este Dios, por ejemplo, es descrito en las Escrituras castigando a los egipcios con una plaga tras otra, una de las cuales incluía el asesinato del primogénito de cada familia egipcia, en una campaña divina para liberar de la esclavitud al pueblo elegido (Ex 7,10). Después ese Dios abrió el Mar Rojo para permitir la huida de los hebreos de su vida de esclavitud, y lo cerró justo a tiempo para ahogar al ejercito de los egipcios (Ex 14). ¿Es esa la obra de un Dios moral? ¿Esos actos no reflejan un Dios que los egipcios jamás podrían adorar? ¿Podría cualquiera de nosotros? ¿Queremos creer en tal deidad?
Es atribuido al Dios teísta de las Escrituras el acto de haber detenido al Sol en su camino (como si el Sol girara en torno de la Tierra) para ofrecer tiempo de luz suficiente para que Josué matara a todos los amorreos en una batalla (Jos 10). ¿Justifica eso la acción divina? Dejando de lado cualquiera especulación sobre lo que le podía haber ocurrido a la fuerza de la gravedad como consecuencia de tamaña intervención mágica en el universo, seguimos preguntándonos si los amorreos podrían adorar a un Dios de este tipo. ¿Podrían creer que el valor de la vida humana es infinito, cuando los prejuicios tribales eran confundidos con la voluntad de Dios de esa manera? ¿Podemos creer en eso hoy?
Ese mismo texto bíblico de Josué permitió a la jerarquía de la Iglesia Católica Romana forzar a Galileo, el científico del siglo XVII, a negar bajo pena de muerte, su afirmación “no bíblica” de que la Tierra no era el centro del universo, sino que de hecho, giraba alrededor del Sol. Aunque las conclusiones de Galileo hicieron posible la exploración moderna del espacio iniciada en 1950, no fue hasta 1991 que la Iglesia cristiana, representada por el Vaticano, finalmente admitió públicamente que él estaba en lo correcto, y que la Iglesia se equivocó al condenarlo. A esas alturas, ni a Galileo ni a la comunidad científica del mundo le importó lo que la voz oficial de la Iglesia declaró sobre su trabajo. Como observó Paul Davies, renombrado físico vencedor del Premio Templeton, de todos modos el Dios trivial que él había conocido en la Iglesia ya no era suficientemente grande para ser el Dios de su mundo. ¿Alguien tiene dudas sobre qué lado de este conflicto tendrá la razón con el paso del tiempo?
El cristianismo, utilizando el concepto judío del día del perdón, Yom Kippur, ha interpretado tradicionalmente la muerte de Jesús como un sacrificio ofrecido a Dios en pago por nuestros pecados. Se ha deleitado en referirse a Jesús como el “Cordero de Dios”, cuya sangre lava los pecados del mundo. Este Dios, que necesita un sangriento sacrificio humano, ¿será aún merecedor de adoración hoy, cuando terminemos de tomar conciencia de esta idea ofensiva?
Utilizando otra parte de la tradición judía, esta vez la fiesta llamada Pesaj (Pascua), los cristianos desarrollaron el contexto de la eucaristía, su principal acto litúrgico. En la Pascua original de los judíos, otro cordero había sido sacrificado, y el poder mágico de su sangre fue colocado sobre el umbral de las casas judías en Egipto, para evitar que el ángel de la muerte se confundiera y matara a los judíos en lugar de los egipcios (que sí eran considerados merecedores de tal destrucción). Entonces los judíos asaron y comieron el cordero sacrificado antes del éxodo de Egipto. Desde entonces las familias judías se reúnen cada año alrededor de la mesa para celebrar aquella antigua liberación, festejando con el cuerpo y la sangre del cordero sacrificado. Es un extraño ritual, cuando observamos sus elementos fuera del contexto litúrgico; sin embargo ha modelado la eucaristía cristiana a través de los siglos. Hoy, esos conceptos, que todavía se encuentran en el culto cristiano, provocan imágenes repugnantes para la conciencia moderna.
Sospecho que este desarrollo litúrgico comenzó cuando uno de los primeros predicadores cristianos escogió como base para un sermón aquella exclamación de Pablo: “Cristo, nuestro cordero pascal, ha sido sacrificado” (1 Cor 5,7). Ese hipotético predicador relacionó entonces en la homilía la Pascua judía con la historia de Jesús, para establecer una correlación cristiana con esa práctica judía. En esa explicación, la cruz en que Jesús fue clavado, se volvió el portal del mundo. La sangre de Jesús, derramada en la cruz, fue vista como la ruptura del poder de la muerte, en favor de todos los pueblos. De esta forma, el significado de la muerte de Jesús se interpretó de modo semejante a la muerte del cordero pascual que había protegido al pueblo judío del enemigo final, en un momento pasado de crisis nacional. Sólo faltaba un corto paso para que los cristianos crearan un acto sacramental, como hicieron los judíos, que recordara esa muerte y la recreara en el presente, permitiendo simbólicamente que las personas reunidas comieran y bebieran la sangre del nuevo cordero de Dios. También era inevitable que, con el tiempo, esos símbolos fueran entendidos literalmente.
Pero esos símbolos, entendidos literalmente o no, ¿todavía pueden ser traducidos para esta generación? ¿Todavía pueden tener un significado en el mundo posmoderno? La magia de acabar con el poder de la muerte poniendo sangre en el dintel de la puerta o en la cruz es extrañamente primitiva. El ritual antropófago de comer la carne del Dios muerto está lleno de antiguos matices psicológicos que alteran la sensibilidad moderna. La práctica litúrgica de representar el sacrificio de la cruz y creer que nuestra participación en esa representación es necesaria para la salvación, no es un modelo moderno convincente. De la misma manera, la idea eclesiástica de que sólo las personas ordenadas pueden presidir estos actos es ridícula para los oídos modernos. ¿Verdaderamente esperamos que estas ideas ganen la confianza de las mentes modernas? Pero, si removemos todo esto del culto cristiano, ¿qué nos queda?
Creo que los cristianos necesitamos enfrentar abiertamente todas esas cuestiones y dificultades mencionadas, para luego trascenderlas con nuevas imágenes. Para los cristianos que han identificado a Dios con estas antiguas interpretaciones de la divinidad, la transición no va a ser fácil. Pero, claramente, ha llegado el momento de que todos vayamos más allá de la deconstrucción de estos símbolos inadecuados y rechazables, que históricamente han sido tan significativos en la vida de la iglesia cristiana, y dediquemos nuestra atención a la tarea de delinear la visión de lo que la iglesia puede y debe ser en el futuro.
La tarea apologética principal que enfrenta la iglesia actualmente es separar lo esencial de lo irrelevante, la experiencia de Dios atemporal, de las explicaciones temporales del Dios del pasado. Deconstruir es definitivamente un camino más fácil cuando intentamos describir porqué una forma de entender un sistema religioso pasado es inadecuada. Pero es mucho más difícil dibujar la nueva visión, algo que la gente no ha probado nunca. Sin embargo, los reformadores no se pueden apoyar en los molinos de viento de la antigüedad. Tienen que elaborar nuevas visiones, proponer nuevos modelos y planear nuevas soluciones. Ésa es la tarea que me propongo realizar.
No creo que ese esfuerzo atraiga especialmente el interés, ni la respuesta, del público eclesiástico. Sin embargo, eso no me preocupa, porque las personas con quienes quiero comunicarme constituyen un grupo muy específico y a ellas dirigiré mi mensaje de la manera más directa posible.
No estoy interesado, por ejemplo, en confrontar ni desafiar los elementos conservadores y fundamentalistas del cristianismo actualmente dominantes. Creo que ellos morirán por su propia irrelevancia, sin mi ayuda. Han atado su comprensión del cristianismo a actitudes del pasado que están echando a perder el vino. La mejor indicación de eso es observar la utilización del término cristiano en los días de hoy. Piensa qué imagen viene a tu mente cuando un negocio se denomina “librería cristiana”, u oyes a un comentarista político que se refiere al “voto cristiano” en una elección.
Las “librerías cristianas” son principalmente conocidas por su postura anti-intelectual, por el apoyo a la ciencia de la “creación” opuesta a la evolución, porque sus libros sobre educación infantil defienden métodos tiránicos que, en mi opinión, rayan en el abuso infantil; por los intentos de mantener los modelos de patriarcado que están desapareciendo, y por su negatividad hacia la homosexualidad.
La Derecha Cristiana sostiene políticamente causas similares, con su oposición al aborto y la condena de la homosexualidad, que son sus detonantes emocionales. Los seguidores de ese movimiento político han envuelto estos dos temas en una cruzada moralista que desfila bajo palabras como “valores familiares” y “restaurar la integridad del gobierno y de la vida civil de América”. Sin embargo esa cruzada maneja símbolos, y no sustancia.
Tanto el aborto como la aceptación de la homosexualidad son el producto de una revolución del pensamiento sexual que no fue alimentada por una inmoralidad descontrolada, como sostienen los que proponen los valores desfasados, sino por los grandes descubrimientos en el desarrollo del conocimiento y en el cambio de vida.
Los que se oponen al aborto, por lo que describen como fundamentos morales, lo consideran un símbolo de la eliminación del castigo en la sexualidad. Cuando se introdujeron los métodos seguros y efectivos de control de la natalidad, en forma de píldoras, a mediados del siglo XX, y la planificación familiar se volvió una posibilidad real, esos cambios también provocaron resistencia de parte de los mismos sectores de la sociedad, y sobre la misma base. Actualmente el control de la natalidad y la planificación familiar son practicados universalmente, por lo que ningún candidato político se arriesgaría a oponerse a ello. El aborto, en cambio, todavía tiene encanto político, especialmente cuando se lo enmarca con lemas moralistas como “el derecho a la vida”, o es descrito gráficamente como un “aborto de nacimiento parcial”.
Probablemente haya un consenso político actualmente en torno a la idea de que el aborto debe ser “seguro, legal y excepcional”, y, de hecho, así será cuando la sociedad acepte el hecho de que las reglas sexuales cambiaron, porque la vida misma ha cambiado.
Hace cuatrocientos años la pubertad comenzaba varios años mas tarde que hoy en día. Se ha ido disminuyendo como medio año por siglo, como resultado de una alimentación más sana y un mejor cuidado médico. Sin embargo, como ahora creemos que las mujeres deben frecuentar las universidades, son capaces de realizar trabajos graduados y seguir carreras anteriormente reservadas a los hombres, como derecho, medicina, economía y hasta carreras eclesiásticas, el matrimonio se pospuso hasta después de los 25 años de edad. El periodo que quedó entre la pubertad y el matrimonio generó una revolución inevitable en la ética sexual. El problema del aborto es el último vestigio de esa revolución, y la fácil adquisición de la píldora del día siguiente, que ya se usa en la mayor parte de Europa, efectivamente terminará esta batalla.
La homosexualidad es otro tema candente para la “derecha cristiana”, y, una vez más, los seguidores de ese movimiento mantienen sus prejuicios porque están significativamente mal informados. Definen la homosexualidad como una opción tomada por personas que son enfermas mentales, o moralmente depravadas. Si son enfermos mentales, esas víctimas deberían buscar curación, dicen los cristianos conservadores. Si son moralmente depravadas, deben buscar la conversión y parar sus actos pecaminosos. Esa mentalidad se enfrenta a una gran cantidad de evidencias médicas, científicas y psicológicas que indican que la homosexualidad es comparable más bien con características como ser diestro o sordo. Forma parte del propio ser de una minoría de la familia humana, y por lo tanto es algo que surge en la persona, no algo que se elige. Esas organizaciones, que en general son identificadas con el fundamentalismo cristiano o la propaganda evangélica que anuncia que son capaces de “curar” la homosexualidad, son, en mi opinión, no solo ignorantes, sino verdaderamente fraudulentas.
Así que seré claro. No me dirijo a esos conservadores ni a los devotos que considero que viven fuera de la realidad. No pretendo convertirlos, discutir con ellos, ni tampoco afrontarlos, a menos que amenacen con convertirse en una mayoría que intente imponer su postura al resto del mundo. Creo que la divulgación del conocimiento logrará eventualmente que esas actitudes irrelevantes desaparezcan del debate del cristianismo futuro.
Al mismo tiempo, no espero que estos esfuerzos de reforma o el planteamiento de una nueva visión del cristianismo, sean recibidos con nada más que un bostezo indiferente de parte de los miembros de nuestra sociedad que ya decidieron que cualquier religión es una superstición empleada por los débiles. Esas personas que optaron por la vida en la ciudad secular, en lugar de mantenerse ligadas a las instituciones religiosas, no tendrán interés por mi propuesta, que considerarán como un intento de hacerle cirugía plástica a un difunto...
Esa actitud secularista la ilustré bellamente en un debate en el que participé recientemente en un programa de TV en Londres. Uno de los compañeros invitados, periodista iconoclasta, se identificó como ateo y se quedó bastante perturbado cuando me rehusé a repetir como un papagayo las posturas religiosos tradicionales que él estaba acostumbrado a ridiculizar. ¡Fue la primera vez que fui atacado por un ateo por no creer correctamente! El crítico tenía una larga experiencia de cómo lidiar con el punto de vista religioso tradicional, y había hecho paz con él abandonándolo por completo. Pero no sabía qué hacer con alguien que rechazaba los mismos aspectos de la religión que él mismo no aceptaba. Así que se quedó divertidamente irritado.
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