Si mis ideas van a llamar la atención del mundo secular, será por los ataques públicos de los conservadores. Sin embargo, aunque esos ataques se vuelvan noticia, la ciudad secular probablemente no optará por adherirse a mi punto de vista. Pero será la única oportunidad que yo tenga de llamar la atención de los ciudadanos. Con toda seguridad los ataques conservadores serán vistos por los pensadores seculares como otra pelea religiosa de la cual se sienten felizmente liberados y en la cual no tienen ningún interés real.
Aun en las principales tradiciones religiosas, no será fácil para mí encontrar un auditorio o establecer apoyo significativo. Las iglesias principales se dedican mucho más a conservar el poder institucional que a enfrentar las cuestiones de “vida o muerte”. El miedo que sienten los miembros de estas iglesias los llevará a comentarios del tipo: “¡Esta vez ha ido demasiado lejos!”
En una ocasión oí a un ex-maestro de teología de la Universidad de Oxford, reconocido entonces como uno de los académicos anglicanos más distinguidos, mientras hablaba públicamente sobre la resurrección de Jesús. Fue una notable presentación que no ofendía a nadie, pero tampoco decía nada nuevo. Sospecho que para la mayoría de sus oyentes (y lectores) quedará como una ocasión eminentemente irrelevante. Ningún crecimiento, nada interesante, ninguna buena noticia. Sin embargo, de alguna forma, ese teólogo logró en esa oportunidad alcanzar su objetivo de difundir preguntas manteniendo un aura de sabiduría, sin aportar ninguna conclusión perturbadora ni afrontar un solo problema.
A veces la ausencia de ofensa no es deliberada, sino una coincidencia. Karl Rahner, un académico muy creativo, escribió unos textos profundamente obtusos y densos, y por eso raramente leídos por las personas que se sientan en los bancos de su iglesia católica. Murió muy respetado y honrado por la alta jerarquía del Vaticano. Pero su discípulo, Hans Küng, profesor católico de teología en la Universidad de Tübingen, tenía un gran don de comunicación y se volvió el teólogo católico más leído del siglo XX. Cuando Küng escribe, la gente entiende cuáles son los temas que aborda, y responde tanto con amenazas, como con libertad. Pero, a los ojos de sus superiores eclesiásticos, Küng ha cometido un pecado imperdonable: ha permitido que las preguntas broten en el corazón de los fieles, en los cuales, según la iglesia, sólo deben residir respuestas apropiadas, y no preguntas, y, por lo tanto, ha “causado mucha inquietud en el pueblo”. Por su “pecado”, fue removido de su posición de teólogo “católico”, y sigue siendo, hasta el día de hoy, poco apreciado en su propia tradición religiosa, un mártir de la necesidad neurótica de esa Iglesia de controlar la verdad, una necesidad que, en la era actual de la información, es tan imposible como quedarse frente al mar con la esperanza de frenar una marea.
La historia me demuestra que las reformas normalmente surgen de la gente. Los reformadores plantean una visión, pero si no prende en la gente, rápidamente se apaga. La experiencia me enseña a no esperar que la reforma provenga de las principales iglesias o desde sus defensores académicos, sino hasta que alguien que esté en contacto con la gente de la calle plantee las cuestiones de manera tan convincente que los líderes principales la iglesia y sus académicos se vean forzados a responder y a unirse al esfuerzo.
El auditorio al que me quiero dirigir es más pequeño, más distinguido y más específico. Hablo para aquellas personas comunes que son legión. Son personas que tienen sed espiritual, pero saben que ya no pueden beber de las fuentes tradicionales del pasado. En esencia, este grupo será una pequeña minoría de la población, pero se verá aumentado por un grupo mucho más grande de compañeros de viaje que, si tienen la oportunidad de oír, van a responder. Estas personas aplaudirán, reflejando su agradecimiento profundo y verdadero. Algunas dirán: “Finalmente alguien me permitió -como si ese tipo de permiso fuera necesario- ver las cosas desde una perspectiva nueva, más allá de las formulas tradicionales que han doblegado mis anhelos religiosos”. Este grupo va a vibrar con la idea de que sus dudas y preguntas sobre Dios y la religión no las definen como locas, ni como malas. Sus dudas y cuestionamientos sólo significan que respiran el aire del siglo XXI. Van a regocijarse por encontrar finalmente una forma de conectar su cabeza con el corazón.
Este grupo ha constituido mi principal auditorio durante toda mi carrera. Todavía poseen una profunda conciencia de Dios, que no encaja en los moldes que las instituciones religiosas dicen que es la única forma de pensar en Dios. Si la nueva reforma del cristianismo tiene éxito, empezará y echará raíces en este grupo, un grupo que generalmente no es visto ni oído por los líderes religiosos de nuestro mundo.
En la medida en que los distintos públicos reaccionen e interactúen con mis sugerencias y propuestas, valdrá la pena tener presente la pregunta que quiero abordar en este libro, presentada al principio de este texto: el cristianismo radicalmente reformado al que convoco, ¿estará suficientemente conectado e identificado con el cristianismo pasado para que pueda ser reconocido no sólo como su heredero, sino como parte de la misma tradición de fe? Si la respuesta es no, como afirmarán muchos de mis críticos, entonces sus acusaciones, de que quiero crear una nueva religión, tendrán fundamento. Sin embargo sospecho que la respuesta a esa acusación puede quedar en duda durante muchos años, tal vez por una o dos generaciones. Estoy profundamente consciente de que estoy caminando sobre el filo de la navaja, tanto la de la fe como la de la práctica, pues una solución para la enfermedad del cristianismo puede ser a la vez una curación fatal. Mi esperanza más profunda es que la Iglesia, en sus innumerables formas institucionales, no se precipite en juzgar, sino que permita que el tiempo determine si soy amigo o enemigo, profético en mi visión, o engañado por la arrogancia.
Permítanme, sin embargo, afirmar, para empezar, tanto mi deseo consciente como mi convicción. Busco reformar y repensar algo que amo. No tengo ninguna intención de intentar crear una nueva religión. Soy cristiano e iré a mi tumba como miembro de esa familia de fe. Considero que cualquier esfuerzo para construir una nueva religión está condenado al fracaso, inevitablemente, desde el inicio. Ninguna religión, incluido el cristianismo, nació como algo nuevo. Los sistemas religiosos siempre representan un proceso en evolución. El cristianismo, por ejemplo, evolucionó del judaísmo, que de hecho se formó en parte por las religiones de Egipto, Canaán, Babilonia y Persia. El recorrido cristiano por el dominio del mundo occidental fue marcado por la incorporación de elementos de los dioses del Olimpo, del mitraísmo y de los cultos mistéricos del Mediterráneo.
Mientras el cristianismo se mueve actualmente en el mundo moderno, empieza a reflejar ideas recogidas de otras grandes religiones humanas. La evolución es el modo del caminar de las religiones a través de la historia. Lo que me propongo hacer es simplemente delinear la evolución futura de esta tradición de fe. Dejo a los futuros críticos y creyentes juzgar si el cristianismo que sobreviva en este siglo XXI todavía seguirá estando conectado con el cristianismo que surgió en Judea en el primer siglo y después pasó a conquistar el Imperio Romano en el siglo IV, dominó la civilización occidental en el siglo XIII, soportó la Reforma del siglo XVI, siguió la bandera de la expansión colonial europea del siglo XIX y se encogió drásticamente en el siglo XX.
Permaneceré firme en mi convicción de que la palabra Dios representa y significa algo real. De alguna manera continuaré afirmando que la figura de Cristo fue y es la manifestación de la realidad que yo llamo Dios, y que la vida de Jesús abrió para todos nosotros un camino para entrar en esa realidad. Es decir, seguiré sosteniendo que Jesús representó un momento definitivo en el recorrido humano hacia el significado de Dios. Plantearé mi visión sobre cómo creo que ese poder logra trascender el tiempo, y permite que las personas de hoy sean tocadas por él, e incluso entren en él, y necesiten comunidades de adoración y liturgias vivas.
Finalmente, para realizar esa tarea, me veré obligado a arrancar de ese cristianismo del futuro cualquier intento de leer literalmente los mitos y las leyendas del pasado. Intentaré liberar al cristianismo de sus prerrogativas de exclusividad y de su necesidad de poder, que distorsionaron totalmente su mensaje. Trataré de ir detrás del sistema religioso institucional desarrollado que marcó tanto el cristianismo, y de explorar el poder que ese sistema se esforzó por explicar y organizar. Aunque estoy ansioso por escapar de esos límites, no deseo huir de la experiencia que obligó a las personas a través del tiempo hasta el día de hoy, a decir: “¡Jesús es el Señor!”
Esas son mis metas. ¿Pueden ser alcanzadas? ¿O son la fantasía de alguien que está viendo las cenizas de una tradición religiosa e incluso de un largo trabajo de vida, pero es incapaz de admitir que no pueden ser reavivadas? Dejaré que mis lectores decidan. En cuanto a mí, creo que ésta es la única manera de continuar fiel a las promesas bautismales que hice hace tantos años: “Seguir a Cristo como mi Señor y Salvador, buscar a Cristo en todas las personas, y respetar la dignidad de todo ser humano”.
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