Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
sábado, 16 de junio de 2018
Salgo del placard
¿Quién lo hubiera dicho?
Un examen de conciencia
Por Gerard P. Cleator, O.P.
Traducción de Patricio Cernadas
Cuando me hice cargo de la parroquia de San Pío había cumplido los cuarenta. Estaba probablemente en la mitad de mi vida. Era tiempo de hacer un balance, pero no revisé el pasado sino que me orientaba hacia el futuro. ¿Había áreas de mi personalidad que necesitaban atención? No hizo falta que pensara demasiado al respecto: se trataba de mi sexualidad.
En la etapa de crecimiento, el tema del sexo era difícil para mí. De eso no se hablaba en casa. Mi padre nunca me explicó ―los hechos de la vida‖ y yo no tenía la menor idea de la anatomía femenina y a través de amigos había aprendido algo sobre el coito y la concepción, pero nada sobre el proceso de gestación de los bebés. Si mi hermano y yo estábamos en una sala donde había mujeres que empezaban a hablar sobre el embarazo, nos retirábamos de inmediato. No había educación sexual en la escuela; las únicas charlas que recuerdo de los retiros de la secundaria son las que nos conminaban a ser puros. ―Tratan de alcanzar las estrellas,‖ predicaba un director. ―Por la noche, cuando van a dormir, levanten las manos rezando el rosario en vez de tocarse ahí abajo. ― Por lo menos, sabía que había allí, y también sabía que podría llevarme al infierno.
Para San Agustín, el sexo era ―el apetito bestial de la lujuria.‖ La cópula de una pareja cuyo propósito no fuera la procreación era libertinaje.
El papa Gregorio Magno había dicho que ―debido a que incluso la relación sexual permitida de una pareja unida en matrimonio no puede tener lugar sin el placer de la carne, es necesario restringir la entrada en ese lugar sagrado de la mujer, porque el placer en sí mismo es un pecado.‖ Esto todavía se enseñaba en los años cincuenta. Lo había escuchado en la secundaria y de nuevo en las clases de teología. Si se pensaba en el sexo y había goce deliberado, ya había motivo suficiente para irse al infierno. Incluso las parejas casadas probablemente pecaba de algún modo, si bien venial, en el clímax del coito, debido a que la razón y la voluntad estaban abrumadas, la pareja fuera de control...
¿Cómo era posible que con semejante ebullición de placer pudieran concentrar sus mentes en Dios? Había una tradición opuesta dentro de la Iglesia de Roma que se solazaba en la sensualidad. En algunas iglesias de la Edad Media hay portales decorados con imágenes eróticas. Y también había una tradición llamada ―la risa pascual‖ que duró alrededor de
mil años en Europa. Durante la homilía del domingo de Resurrección, el sacerdote contaba bromas de humor negro. Una práctica muy criticada que los obispos a su debido momento eliminaron, porque les proporcionaba a los protestantes una excusa para atacarnos. En la época que se abandonó esta costumbre, los sacerdotes la reivindicaron afirmando que lo hacían para que la gente acudiera a la iglesia. Si éste era el caso, una observación lamentable en cuanto a la condición de la liturgia y la prédica.
Sin embargo, María Caterina Jacobelli, una estudiante de Ives Congar, O.P., sostiene que la costumbre comenzó debido a una creencia profunda en la resurrección del cuerpo de Jesús, que a la vez era una afirmación de la condición física de nuestros propios cuerpos. Esta tradición nunca echó raíces en el siglo veinte, y tampoco en mi educación teológica. No se hablaba de sexo.
Cuando era novicio probablemente empleábamos menos tiempo estudiando los votos de celibato que cualquier otro aspecto de nuestra vida. No era necesario, porque estaba bien aclarado: ya llevábamos una vida célibe con nuestra soltería. Se daba por sentado que ni siquiera nos masturbábamos. Creo que se les recomendaba a los postulantes que no debían masturbarse, por lo menos durante un año antes de entrar en el seminario o en la vida religiosa, para demostrar que podían manejar el celibato. Esta era la guía pastoral con la que trabajábamos. Una vez en la Orden, sólo bastaba continuar con cierta disciplina personal el resto de nuestras vidas. Se hablaba de ―sublimar‖ nuestra energía sexual, canalizándola hacia otras áreas como el estudio o el servicio a los demás. Afirmábamos que renunciábamos al amor de una persona en particular para incrementar nuestro amor a Cristo, o para estar disponibles para darle toda nuestra energía a quienes nos necesitaban. Caminábamos por el camino al calvario, pero era cuesta arriba.
O, como lo mencioné a través de una metáfora en la introducción, subíamos al cielo en ascensor, mientras que la gente lo hacía por las escaleras. No había mucho más para agregar a estas reflexiones. En la ceremonia de entrega del hábito dominico y en las otras ceremonias, el superior siempre leía la misma exhortación: ―Con respecto a la castidad, hermanos, deben considerarse como si fueran un palo o una piedra.‖ Una vez que se planteaba esto como ideal, algo tan elevado sobre los hermanos, no sorprende que nadie quisiera hablar del tema.Nuestro prefecto de disciplina decía que no debíamos permitir que los niños, ni siquiera nuestros sobrinos, se sentaran sobre nuestro regazo: tenían que a aprender a respetarnos como hombres diferentes. En un curso anterior al mío, se les ordenaba a los hermanos no alzar jamás a una criatura, porque esto podría despertar el anhelo de la paternidad. Quizás tanto rigor se debía a que los votos de celibato nos colocaban en una situación de doble riesgo. Si cedíamos a la tentación sexual, hubiéramos pecado como cualquier otra persona. Pero como habíamos prometido abstención, se duplicaban las consecuencias de nuestra caída en el aspecto lujurioso y de incumplimiento. Si transgredíamos los votos de pobreza o de obediencia no iríamos al infierno tan rápido.
Por lo tanto, rechazábamos nuestra sexualidad integrándola en nuestra vida espiritual: los pecados contra la castidad eran ―vergonzosos‖. Jamás se hablaba de que casi todos luchábamos contra nuestros impulsos y ni siquiera se podía imaginar que alguien cayera tan bajo.
¿Nuestra actitud era realista? Por entonces había una devoción piadosa de los dominicos que se denominaba ―la fraternidad de Santo Tomás‖. El objetivo era fomentar la castidad y le rezábamos a Santo Tomás implorándole que fuéramos puros como él. Quizá el lector conozca la leyenda de este santo. Su familia no quería que se uniera a los frailes de vida mendicante y que se alojaran en casas sencillas con escasas comodidades. Si Tomás deseaba ser religioso, por lo menos debía entrar en la abadía de Monte Casino, donde conseguiría el puesto de abad a través de la influencia de su familia. Tomás fue encarcelado Cuando rechazó esta propuesta, lo mandaron a prisión, pero el ardid fracasó. Como último recurso, le enviaron una prostituta y nuestro santo hermano no cayó en la tentación. Echó a la mujer de su cuarto amenazándola con un atizador al rojo vivo recién extraído del fuego del hogar (estoy seguro de que Sigmund Freud se hubiera regocijado con el simbolismo de este episodio). Después de que Santo Tomás resistió esta tentación, un ángel apareció ante él y le otorgó el don de la castidad perpetua: nunca más tentación alguna, y por lo tanto se convirtió en ―el doctor angélico.‖ Cuando su familia reconoció que ni siquiera una mujer podía tentarlo, le permitió hacer lo que quisiera y continuar con su vida de fraile predicador. Queríamos ser como Santo Tomás, y como símbolo y recordatorio de nuestro juramento, nos daban un cordel con nudos para que lo usáramos como cinturón. ¿El propósito de los nudos? Creo que evocar la corona de espinas. O quizá se trataba de un cilicio simbólico, nunca lo supe con certeza.
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