sábado, 16 de junio de 2018

Soy gay! La lucha había terminado



Quién lo hubiera dicho?
 Un examen de conciencia
 Por Gerard P. Cleator, O.P.

 Traducción de Patricio Cernadas

Había una broma –en verdad una anécdota verídica- difundida entre los estudiantes dominicos, inspirada en este famoso cordel de Santo Tomás. Era habitual fomentar esta devoción en las escuelas secundarias y en las facultades donde enseñaban nuestros colegas. Una vez, poco después de que recibiera su cordón de castidad, un estudiante, cordón en mano, se acercó a un fraile y le dijo: ―Se lo devuelvo Padre. ¡No me sirvió!‖
 Nos reíamos cada vez que la escuchábamos, risas que revelaban la verdad que encerraba. ¿Nuestros superiores pensaban en verdad que la cuestión era tan simple? 
¿Nosotros también? Lo dudo. 
Cuando estaba en el período de formación, mi profesor de teología pastoral nos previno que no debíamos predicar sobre la castidad mientras todavía éramos jóvenes. Un tópico de los predicadores mayores cuyos fuegos de lujuria ya no ardían; si intentábamos predicar sobre esto antes de que esto ocurriera, nadie nos tomaría en serio.
 ¿Qué nos sugería esto con respecto a lo que pensaban nuestros superiores de la ejecución de estos votos?
A los cuarenta años de edad, yo era un aún un niño con respecto a mi sexualidad. El sexo me paralizaba. La única manera de manejarlo era reprimirlo, pero esto no podía funcionar por un tiempo ilimitado. Lo que no tratamos en la década apropiada de nuestro desarrollo regresará hasta que por fin enfrentemos el estado de las cosas. Por entonces, imposible escapar de mi sexualidad. Recuerdo un episodio de mi infancia en el que me encuentro solo, en mi cuarto, atemorizado por los chirridos de la casa. Creo que hay un monstruo en el placard y me escondo debajo de las frazadas, con demasiado miedo para espiar. Una noche decido ponerle punto final todo esto. Cuando escucho ruidos, me levanto, reviso el cuarto, abro el placard y compruebo que no hay nada que pueda dañarme. Nunca más sentí miedo.
 Y a los cuarenta años necesitaba el mismo coraje. Si entonces pude hacerlo, ahora también sería posible. Decidí mirar a este miedo en los ojos, cara a cara. Como un adolescente, compré revistas de jóvenes desnudas e fui a cines que exhibían películas pornográficas. Pero no fue fácil: la primera vez que entré en una de estas salas tuve una sensación de parálisis. Tenía la certeza de ingresar en un mundo mugriento y degradado. El lugar estaría ocupado por viejos frustrados, en harapos y con dentadura postiza, e iba a compadecerlos porque seguramente carecían de una manera normal de expresar su sexualidad ¿Cómo entrar en estos antros? Si lo hacía, sería uno más de ellos, y me mirarían con la misma repugnancia con la que se miraban a sí mismos. Más aún, después de someterme a algo tan degradante, ¿qué haría si un conocido me sorprendiera al salir del cine? ¿Qué le pasaría a mi reputación?
 El Gerard pequeño se había salvado de los demonios cuando echó una ojeada en el placard y el Jerry adulto tendría que hacer lo mismo. Caminé alrededor de la manzana varias veces, sentí atracción y rechazo. No sabía si podría hacerlo. Finalmente, recé una plegaria: ―Ven a mí, Espíritu Santo,‖ y entré. Una sorpresa. La audiencia no estaba repleta de viejos lascivos que trataban de compensar su soledad y su tristeza. La mayoría era bastante joven, e incluso había mujeres. Parecía que en verdad algunos la estaban pasando bien. Cuando tomé asiento para ver la película no me sentí sucio, sino aliviado porque ya no era un extraterrestre. No era la única persona en este mundo con genitales y con sensaciones eróticas; me sentí igual a los otros que estaban a mi alrededor. No lo dudo: Dios estuvo conmigo aquella tarde cuando entré en el cine. Se trató de una experiencia religiosa, en el sentido amplio del término. Si sentí algo de culpa, fue acaso porque al pagar mi entrada contribuía con la mafia, la cual, según tengo entendido, tenía el monopolio de este tipo de entretenimiento en Chicago. 
Debido a esto, le pedí perdón al Señor. Este primer encuentro sexual a través de un film no me excitó, y tampoco las otras funciones porque me parecían terriblemente aburridas. ¿Por qué la gente gastaba dinero para ver pornografía? Esto fue sólo una parte de mi investigación. 
Aún quedaba explorar el área de la homosexualidad, lo que me puso más nervioso porque inconscientemente sabía que éste era el mundo de mi deseo. La gente se sorprende cuando les cuento que ignoré este aspecto básico de mi vida en mis primeros cuarenta años. La condición gay nunca había sido una opción para mí. La consideraba perversa e inmoral, y como yo necesitaba ser ―normal‖ y muy buena persona, había decidido reprimir mis impulsos. La represión es mucho más fácil de manejar que el enfrentamiento de una realidad dolorosa. La posibilidad de ser gay había surgido. En el segundo año de los estudios teológicos, tuve un sueño en el que me casaba con uno de mis compañeros de clase. Me sentía muy bien y todo parecía muy natural en el sueño. Sin embargo, al despertar estaba aterrorizado. Quise consultar a un psicólogo sobre este sueño, pero fue imposible. En aquellos días, si alguien concurría a un psicólogo no permanecía en la Orden. Si hubiera consultado con alguno, se habría inferido que yo era una persona emocionalmente inestable y no apta para la vida religiosa y el ministerio. Por lo tanto, guardé el sueño bien adentro de mí. La cuestión apareció de nuevo cuando promediaba los treinta. 
Tomé un test psicológico en el cual debía completar una serie de afirmaciones. Una de ellas era: ―Tengo miedo de....‖ Mi respuesta inmediata fue: ―ser gay.‖ Y el psicólogo me dijo: ―Si cree que puede ser homosexual, ¿por qué no se pone un vestido y se va de paseo por la calle Clark y comprueba cómo se siente?‖ Esta calle en Chicago era un lugar de encuentro para la comunidad gay. ¿Cómo podía un psicólogo confundir el travestismo con la homosexualidad? No me lo explico, pero así fue. Me alegré de continuar con el estereotipo falso, ya no que no tenía la intención de vestirme de mujer. El consejo del psicólogo me permitió permanecer en el placard seis años más. En una ocasión, mientras caminaba por la calle State en Chicago, observé cómo los hombres miraban embobados a las chicas que pasaban. ―¡Qué vulgar!‖ Me pregunté por qué esto nunca me había tentado. ―Bueno, a lo mejor soy una persona con mayor desarrollo espiritual.‖ En el aspecto moral, me sentía algo superior. No me pasaba por la cabeza que miraba a los hombres como ellos a las mujeres.
 Tres factores ser convirtieron en las llaves que abrieron el placard para mí. La primera fue la lectura de La alegría del sexo gay, de Charles Silverstein. Me parecían muy bellos los dibujos de las parejas desnudas y abrazadas. Y más importante que esto, estaba algo que apunté en la introducción: la condición gay no significaba que uno tenía que abominar de la idea de una relación sexual con una mujer. Esto podría ser en verdad una experiencia placentera. Pero más relevante para definir la orientación es nuestra preferencia, de donde brota con fuerza nuestra energía afectiva. Siempre lo había considerado una elección de dos opciones, y sabía que por lo menos había una mujer a la que podría amar muy profundamente, incluso de la manera sexual. Hasta aquí mi justificación, un argumento sin validez.
 En segundo lugar, la contribución del Vaticano. Cuando algunos miembros de la comunidad homosexual buscaron una cabeza de turco dentro de la Iglesia Católica Romana, afirmaron que Paulo VI, el Papa de aquellos años, era homosexual. El Vaticano reaccionó descalificando la calumnia y aseguró al mundo que la acusación era falsa. Al respecto, pensé que resultaba cómico que tuvieran la necesidad de reconocer este revuelo. Me llevó a preguntarme: ―¿Qué haría si me acusaran de que me atraen los hombres sexualmente?‖ Pensé en mis amigos. Conocía a demasiados homosexuales en la Orden que podían ser objeto de burla según los estereotipos. Y pensando en ellos, no dudé en responder para mí mismo: ―Algunos de los hombres más nobles que conozco son homosexuales. Me sentiría orgulloso de que me contaran entre ellos. Y así el factor de la vergüenza se desvaneció.
 En tercer lugar, un día yo había retomado la costumbre de mirar fotografías. Esta vez, un libro de desnudos femeninos. No sentía nada, como siempre. Luego vino la última: un hombre desnudo junto a dos mujeres. Mi cuerpo reaccionó inmediatamente, y supe que las mujeres no causaban la respuesta. Ya no podía negar la realidad y lo reconocí: ―Soy gay.‖ La lucha había terminado.
 Este descubrimiento fue irónico. Cuando era provincial, una de mis funciones había sido la de detectar que muchos estudiantes eran homosexuales No tenía problema con este tema. El comité de admisión y yo habíamos decidido que la orientación sexual no sería un obstáculo para entrar en nuestra provincia. Con todo, un par de sacerdotes se acercaron a mi oficina para informarme que nuestra provincia ganaba la reputación de simpatizar con los homosexuales. Los estudiantes de esta condición iban a los bares de su comunidad y no se comportaban de la manera apropiada en nuestro salón de recreación, ―mariconeaban‖ e incomodaban a los otros hermanos. Entré en pánico y actué bajo el impulso de mis temores. 

Entré como una tromba en Dubuque, y sin asesoramiento suficiente del equipo de formación, exigí ver a todos cuyos nombres me habían mencionado. Les ordené que debían cambiar su conducta, y más aún, que debían rezar por su curación. Esto no era un problema complicado porque había leído un panfleto de Agnes Sanford, una mujer episcopal que tenía el don de la curación, una mujer a quien conocía en persona y que respetaba. Agnes dijo que para curar a un homosexual sólo se necesitaba una plegaria simple, una súplica a Dios para que concentrara la energía en el canal correcto. Esto era lo que los estudiantes debían hacer. Si no tenían la fe suficiente para cambiar su orientación sexual, por lo menos deberían abstenerse de ejercerla. ¡Qué lejos que estaba del aspecto principal de la cuestión! Tuve que pedir muchas disculpas una vez que comprendí el estado de las cosas. Con todo, las cosas colaboran para el bien de quienes aman al Señor, y el Señor pudo emplear mis errores para que yo emprendiera mi propia búsqueda de la verdad. Pero todo esto excedía mis posibilidades. 

Sabía que carecía de comprensión y de compasión. Entonces comencé a rezar para que el Señor me concediera estas cualidades para tratar con mis hermanos gays. A la vez, los hermanos a quienes yo había enfrentado advirtieron que yo necesitaba asesoramiento y le pidieron a un amigo íntimo mío que me confesara su orientación sexual. Fue una conmoción, pero debido a que lo quería y confiaba en él pude ser muy directo con mis preguntas y mis objeciones, y él me respondió de modo tranquilo y afectivo. Esta iniciativa de mi amigo motivó que no muchos años más tarde yo pudiera decir sin vergüenza: ―Algunos de los hombres más nobles que conozco son homosexuales. Estaría orgulloso de pertenecer a su grupo.‖ Todavía me sonrío cuando recuerdo este episodio. Le había rezado a Dios para que me concediera comprensión con respecto a los demás y no esperaba que esta se extendiera a mi persona.
 Cuando reconocí mi sexualidad, las cadenas de las expectativas de los otros se rompieron. Ahora yo era libre de ser lo que era, lo que soy. Esto no significaba que estuviera listo para comunicárselo al mundo. No quería exponerme a más ataques sociales que a los inevitables, debido a mi sinceridad. Mi carácter de ex provincial inspiraba cierta autoridad, la gente le prestaba atención a lo que yo decía. Si confesaba públicamente mi orientación, me convertiría en una persona comprometida con una sola causa y emplearía todo mi tiempo defendiendo a la comunidad homosexual. Mis amigos homosexuales me aconsejaron que no lo hiciera, porque mi credibilidad iba a disminuir si abordaba otros temas. Pero debía contárselo a alguien. Se trataba del poder de la palabra. Cuando le digo algo en voz alta a otra persona, ese ―algo‖ cobra vida. La palabra lo vuelve real e innegable. Al contar a los demás acerca de mi sexualidad ponía en evidencia de que se trataba de un impulso importante en mi vida. Estoy de acuerdo con quienes afirman que las preferencias sexuales son irrelevantes y que lo que más cuenta es el sentido de humanidad que se comparte. Sin embargo, mi experiencia personal me señala que la orientación sexual influye en la manera de contemplar el mundo, como ocurre con toda la sexualidad humana. Y entonces me confié primero con dos queridas amigas. Se sorprendieron por completo y les costó mucho creerlo. Yo no coincidía con los estereotipos que tenían con respecto a los homosexuales. También me confié a otras dos amigas íntimas, que ya lo habían intuido. Una había observado que a mí me resultaba cómodo vincularme con la gente en el nivel emocional. ―Algo inusual para un hombre. Jerry debe ser gay.‖ La otra opinó que yo debía ser homosexual, porque los homosexuales nunca se sentían intimidados ante su personalidad enérgica. En mi propio caso, lejos de sentirme intimidado por este rasgo de personalidad en una mujer, lo que me podía atraer era algún otro aspecto. El motivo de esto es una cuestión que podría explicar el mismo Freud. A pesar de sus estereotipos, las mujeres habían intuido correctamente.  

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