jueves, 30 de agosto de 2018

Otro Dios es posible - 4


Reflexiones desde Nicaragua sobre el cristianismo, el poder y las mujeres

 María López Vigil 

Sobran miradas de hombre, faltan miradas de mujer

En Nicaragua, en Centroamérica, quisimos cambiar las cosas. Las fronteras, las realidades. Menos las ideas, menos las raíces de las ideas. Porque en la forma de ejercer el poder, en la forma de concebir la sociedad, en las vías elegidas para desarrollar la economía y especialmente, en los caminos por los que entramos o dejamos de entrar al terreno de la cultura, en nuestras revoluciones, y especialmente en nuestros revolucionarios, sobró la mirada del varón y faltó la mirada de la mujer. Las distintas expresiones de la guerra que acompañaron todos los esfuerzos revolucionarios de los años pasados ensombrecieron aún más la mirada de los varones. La guerra no es, nunca es "la paz del futuro". Es un producto cultural masculino que acentúa el verticalismo, la agresividad y la intolerancia.

 En los esfuerzos revolucionarios de estos años pasados las mujeres se hicieron más cargo del espacio público que los hombres del espacio privado. Las mujeres se apropiaron con más entusiasmo de sus deberes con la sociedad que de sus derechos como seres humanos plenos. Y así, el terreno que quedó más intocado fue el de lo privado. La lucha por la justicia y por la dignidad que vanguardizaron los hombres apenas penetró por las puertas de los hogares, donde siguió reinando la violencia machista. En las calles y en las montañas los revolucionarios combatían a las dictaduras, mientras en sus casas imperaba su poder dictatorial.

Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en la prevalencia de la impunidad en los sistemas de justicia centroamericanos. Necesario y justo objetivo, pero sin una equivalencia adecuada en la reflexión y las acciones que demanda enfrentar la impunidad en la que permanecen la mayoría de las agresiones físicas y sexuales de los hombres contra las mujeres y las niñas al interior de los hogares centroamericanos, donde los golpes, el abuso sexual y el incesto, también la frecuentísima violación dentro del matrimonio, son males nuestros de cada día. Ninguna institución más antidemocrática en la estructura social de nuestros países que la familia, ningún espacio más antidemocrático que el hogar.

 Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en la inseguridad ciudadana como característica de la violencia estructural que ha quedado en nuestros países como una de las secuelas de las guerras de los años ochenta. Mucho menos se toma en cuenta este dato alarmante: todas las investigaciones y estudios demuestran que el lugar más inseguro para las mujeres centroamericanas no es la calle donde actúan las famosas maras o pandillas ni tampoco es la maquila, donde actúa la voracidad de los inversionistas extranjeros. Donde sus vidas corren más peligro es en el hogar, el lugar en donde comparten la vida con los hombres que son sus compañeros y dicen amarlas. Por no decir que la inseguridad es para las mujeres un estado habitual. Así lo explica magistralmente Pierre Bourdieu, cuando afirma que todas las mujeres, todas, vivimos siempre en una inseguridad profunda, que nace de la que nos provoca nuestro propio cuerpo, tan apetecido y a la vez tan estigmatizado en la cultura patriarcal plenamente sustentada, explicada y justificada en el Dios de las religiones patriarcales(Bourdieu, 2000). 

La cultura patriarcal aprendida, profundamente enraizada en nuestros países, enseña a las mujeres que el sentido de su vida es vivir "para los demás". Que se "realizan" amando al marido, a los hijos, a los padres, a los alumnos, a los enfermos, a los pobres... más que a sí mismas y sacrificándose por ellos, sea cual sea el tamaño del sacrificio que ese amor incondicional les imponga. Los sacerdotes del Dios tradicional refuerzan en las mujeres - madres, esposas, monjas- que el secreto de la felicidad está en ese vivir para los demás, en esa "dependencia vital" -como la llama la antropóloga mexicana Marcela Lagarde-... aunque ellos mismos no parecen experimentar su propia felicidad de la forma en que la predican y proponen a las mujeres. (Ver Lagarde, 1993)

 La cultura patriarcal en versión nica y centroamericana les enseña también desde muy niñas que sólo serán "alguien" y tendrán una identidad social válida si son madres, si tienen un hijo -después vendrá más de uno-, a la vez que les enseñan que la relación sexual con la que se hacen los hijos es algo peligroso, malo y sucio. En esta tremenda contradicción existencial - que explica raptos, una epidemia de niñas-madres y abusos sexuales de toda especie- quedan atrapadas las adolescentes de nuestros países desde muy temprana edad. Para "resolverla" la religión les presta un símbolo igualmente contradictorio: la idolatría a María, virgen inmaculada libre del "pecado" sexual y madre de un hijo excepcional, modelo de todas, y providencial mediadora de la que echar mano para dulcificar el pragmatismo resignado ante la violencia de los hombres y ante el Dios también violento que castiga, juzga y ha escrito fatalmente el destino, especialmente el de las mujeres. 

En la era de la globalización, el desempleo, el trabajo por cuenta propia y las maquilas

 En todo el mundo, en el siglo que acabó, y aún en las sociedades más marcadas por el machismo, las mujeres han ido consiguiendo un mayor protagonismo económico. Trabajar fuera del hogar y disponer de recursos económicos propios comienza a introducir más variables en sus destinos marcados desde arriba. Pero nunca ningún avance social es un proceso lineal. La crisis económica de Centroamérica es patente y ha sido ya objeto de una montaña de investigaciones. En el centro de esa crisis se encuentra una contradicción aterradora: quienes sostienen cada vez más la economía, son quienes reciben cada vez mayor violencia. 

Las economías centroamericanas, hoy más que nunca antes, se sostienen sobre las espaldas de las mujeres. Tres realidades lo demuestran: el desempleo, el trabajo informal y las maquilas. El desempleo -mutación social de nuestra época- se extiende hoy por toda la región. Pero aunque una mujer esté desempleada, nunca estará sin trabajo. Con su trabajo las mujeres sostienen el corazón de la economía, que late en los hogares. El trabajo informal -aquel en el que quien trabaja se crea su propio empleo y es su propio patrón- es hoy el más abundante en nuestros países. En la informalidad, las mujeres centroamericanas siempre fueron, y hoy siguen siendo, mayoría: cosen, elaboran todo tipo de alimentos, lavan y planchan ajeno. Se calcula que el 60% de las mujeres de Centroamérica son trabajadoras por cuenta propia, con jornadas de 16-18 horas diarias en triples jornadas interminables. Y en las maquilas, esa única "solución" a la falta de empleo que hoy domina el paisaje regional, más del 90% de las trabajadoras son mujeres. En otra esquina de la realidad económica, las investigaciones demuestran que, resignada a no poder cambiar el país, la población centroamericana cambia de país. La emigración es cada vez más masiva, más indetenible. Y cada vez son más las mujeres que emigran. Con el "mal de patria" a cuestas, envían a sus familias las remesas que les permiten sobrevivir (Fauné, 1995). 

Ante este creciente protagonismo y los nuevos recursos económicos en manos de mujeres, factores que alteran el equilibrio de poder tradicional en la familia, ¿qué han hecho los hombres? Aferrarse más a su poder. Hay más violencia en el hogar y más borrachos en las cantinas. "Ahuevados y encachimbados": así están hoy los varones nicas, perdidos y sin rumbo en un nuevo mapa socieconómico en donde ya no tienen el poder ni el control que tenían antes, pero aún siguen creyendo que tienen el derecho divino a mantenerlo. Y cuando no es así, cuando no hay ni golpes ni alcohol, lo que hay es el tutelaje de la mujer, ese paternalismo que, protegiendo, impide la autonomía. Lo que hay es esa jerarquía social y familiar, bendecida en los templos y enseñada en las aulas, donde las mujeres son siempre subordinadas o por el temor o por el amor incondicional al que se deben. Cada quien en su sitio. Porque Dios así lo ha querido.

 ¿Cómo pensar así en el desarrollo? 

Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en los obstáculos que tienen nuestros países para alcanzar el desarrollo. Mucho menos se toma en cuenta esta conmovedora realidad: las mujeres, que son la mitad de la población económicamente activa, que en el hogar, la calle y la maquila sostienen la economía, reciben un maltrato extremo en sus hogares. En hogares cristianos, católicos y evangélicos. Mientras escribo llegan los datos de una pionera encuesta realizada en Managua, que demuestra que en el 60% de los hogares evangélicos las mujeres confesaron recibir maltrato de sus esposos. ¿Y las que no se atreven a confesarlo para no pecar contra el Dios que desde el inicio del mundo las predestinó a la obediencia, creándolas subordinadas, de la costilla del varón? (Envío, 2004).

 ¿Cómo llegará a trabajar a una fábrica o a una oficina una mujer que la noche anterior fue golpeada por su marido o violada sexualmente por él? ¿Cómo pensar en el desarrollo si con el sol de cada día la mitad de la población de nuestros países amanece humillada, atropellada en lo que es más suyo, su propio cuerpo? Atropellos que ellos ejecutan y que ellas aceptan con un pragmatismo resignado que se nutre de la religión. Ellos ejecutando el maltrato porque la cultura aprendida les obliga a expresar constantemente su virilidad, que identifican con dominio y que concentran en la actividad genital, lo que les hace entender y vivir toda relación sexual más como una relación de dominación y de afirmación personal que como una relación de amor equitativo. La sexualidad de los hombres no es democrática, es autoritaria. No supone ciudadanía ni puede construirla, ni en ellos ni en ellas. 

Es en el nombre de Dios que los representantes de Dios y quienes gobiernan bajo el alero de Dios explican, mantienen, sostienen y defienden el modelo genérico de opresión que se expresa de éstas y de tantas otras maneras en la sociedad nicaragüense, en las sociedades centroamericanas, y en tantas otras sociedades del Sur. Es por eso que cuando Phoolan Devi, la "reina de los bandidos" de la India, nos cuenta su vida desde que era una niña en una aldea de Uttar Pradesh, inicia el relato de su deslumbrante trayectoria de rebeldía ante esta opresión preguntando por Dios: quién es Dios, cómo es, dónde está, qué hace... Necesitó desde que su cerebro empezó a pensar respuestas creíbles a estas preguntas para explicarse un diferente orden del mundo, para imaginar otro mundo posible, y para empezar a construirlo defendiéndose de las superpuestas discriminaciones que la limitaban: por niña, por pobre, por su casta y sobre todo por mujer.  

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