Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
domingo, 2 de septiembre de 2018
EUGEN DREWERMANN - LOS DIEZ MANDAMIENTOS. ENTRE EL PRECEPTO Y LA SABIDURÍA
Conversaciones con Richard Schneider
Desclée de Brouwer Bilbao
En la iglesia romana San Pedro Encadenado se halla el mausoleo del Papa Julio II. La imagen del pontífice yacente, como la del resto de las figuras del sepulcro, queda eclipsada por la monumental estatua de Moisés. Miguel Ángel Buonarroti ya la había esculpido en el año 1515, pero la retocó mucho más tarde, en 1542. Según una anécdota apócrifa, este Moisés giró la cabeza hacia la izquierda “repentinamente”, en un solo gesto. Los asimétricos cuernos que le salen de la cabeza hallan su explicación en una desafortunada traducción de texto bíblico: la Vulgata latina hizo del “rostro resplandeciente” de Moisés, tal y como se lee en el texto hebreo, un facies cornuta: un “rostro cornudo”.
El Moisés cincelado por Miguel Ángel presiona contra sí las tablas de la Ley con el antebrazo derecho para evitar que resbalen y caigan. En opinión de Sigmund Freud, en el gesto que el artista imprimió a la figura se escondía una advertencia al Papa: No debía permitir que la ira incontrolada lo cegara. Ahora bien, ¿no es cierto que el “celoso” Dios que Moisés anuncia también pone en peligro sus propias leyes? ¿Acaso pueden engendrar sabiduría unos simples preceptos? Las tablas que parecen estar en peligro de resbalársele a Moisés contienen el Decálogo; traducido literalmente del griego: las “diez palabras”. Los Diez Mandamientos han llegado a nosotros a través del Antiguo Testamento: aparecen en el Éxodo (segundo libro de Moisés) y en el Deuteronomio (quinto libro de Moisés). Parece que la versión del Éxodo es la más antigua. Por lo que respecta a la cifra diez, simboliza algo sagrado y perfecto, la plenitud en la que desemboca la observación de los mandamientos.
La Biblia inserta el Decálogo en la narración de la partida de los israelitas de Egipto. Se ignora si en el siglo XIII a. de C. tuvo en efecto lugar semejante acontecimiento. Los exiliados son liderados por Moisés, cuyo nombre es de origen egipcio, y alcanzan el desierto de Sinaí exactamente tres meses después de su partida. Tras purificarse durante tres días, Moisés, en un escenario presidido por aterradores fenómenos naturales, sube a la cima del monte Sinaí, en el que Dios se le revela en forma de nube. La Biblia relata que Moisés permaneció durante cuarenta días y cuarenta noches en el monte; transcurrido ese tiempo, le fueron confiadas las tablas, que procedían directamente de la mano de Dios.
El hombre que entregó al pueblo de Israel la ley y los preceptos de Dios no es el autor del Pentateuco, de los cinco libros de Moisés. Estos libros proceden de tradiciones orales y escritas muy antiguas, y manan de muy diversas fuentes. La mayoría de los creyentes cristianos, sobre todo los católicos, no conocen los Diez Mandamientos por la Biblia, sino por la versión que de ellos aparece en el Catecismo, en la que seis de los mandamientos se presentan en fórmulas más o menos abreviadas. Los tres primeros se refieren eminentemente a la relación del hombre con Dios, los siete restantes a su relación con el prójimo.
Al comienzo de los diez capítulos que componen el libro que el lector tiene entre manos se reproducen fielmente los mandamientos de los que cada uno de ellos se va a ocupar tomando base en la Biblia de Jerusalén. Los ocho primeros según el texto de Éxodo 20, 2-16, los dos últimos según Deuteronomio 5, 21. Las conversaciones con Eugen Drewermann se desarrollaron y fueron grabadas en octubre de 2005, en la ciudad de Paderborn.
Richard Schneider
INTRODUCCIÓN
En una época tan marcada por la desorientación como la nuestra, muchas personas esperan encontrar en los Diez Mandamientos directrices para vivir ordenadamente, para alcanzar una clara conciencia de los valores y para restablecer las obligaciones morales. Cuando hace años se le preguntó al canciller alemán Helmut Schmidt qué les recomendaría a los adolescentes, respondió: “Los Diez Mandamientos”. Sabedor de que eran más bien pocos los jóvenes interesados en una religión vinculada a la Iglesia, añadió: “Y si eso no es suficiente, las ordenanzas de la Ciudad Libre y Hanseática de Hamburgo”. Muchos conservadores desearían que las Iglesias cubrieran el déficit que caracteriza a nuestra sociedad y ofrecieran la base metafísica de la convivencia ciudadana. En su caso, los Diez Mandamientos representan un desideratum. Hay, por otro lado, muchas personas que habiendo tomado en serio e interiorizado los mandamientos que les inculcó una educación eclesiástica, recuerdan más bien con repulsión y desagrado la violencia que sobre sus vidas ejerció el Dios del Sinaí. Imaginémonos por un momento el escenario que se describe en el segundo libro de Moisés (Éxodo 20, y Deuteronomio 5, 1-22): todo el pueblo de Israel se halla a los pies del monte Sinaí, pero la gente no se puede acercar a Dios: el temor, el respeto y el peligro de muerte imponen que se guarde una distancia. Sólo un elegido, Moisés, en la cumbre del monte, puede acercarse a la divinidad, que se cierne en forma de nube. Dios anuncia sus leyes entre rayos y truenos que simbolizan su poder: una aparición impactante, sin duda, pero altamente cuestionable y ambivalente desde el punto de vista de la psicología de la religión. Todo lo que a partir de ahora vamos a decir sobre los mandamientos se ordena a reconfortar al alma. Y respecto de que la Iglesia regule la sociedad civil, sólo cabe decir que esa tarea está muy lejos de hallarse entre sus obligaciones. La Iglesia tiene algo mucho más importante que hacer: lograr que Dios hable en el alma del hombre. Antes de ponernos a hablar seria y cabalmente de los Diez Mandamientos, debemos hacer primero cuatro observaciones previas:
La primera es que se debe rechazar la idea de que es posible promulgar e imponer desde fuera una serie de leyes con el fin de que los hombres, ajustándose a un determinado reglamento, resulten tolerables en la vida social. Es una idea realmente plana y ya fue cuestionada en la Antigüedad. En el siglo V a. de C., en la Antigua China, el sabio Lao Tse reflexionaba sobre cómo es que a alguien se le había ocurrido la idea de que es necesario un Estado fuerte que ate en corto a sus ciudadanos. En su famosa obra Tao-te-king, Lao Tse aseguraba que el hombre sólo necesita mandamientos cuando ha perdido el Tao, es decir, el camino, lo absoluto, el sentido de la vida. Únicamente las personas que no saben distinguir entre su mano derecha y su mano izquierda se ocultan bajo el corsé de un ordenamiento exterior. Entonces escuchan de continuo: tienes que hacer esto, tienes que hacer lo otro. Los reglamentos se hacen cada vez más complejos, nadie se encuentra a sí mismo a través de la ley. De ahí que Lao Tse afirmara: “Cuando se pierde el camino aparecen los maestros de la moral y de la ley”. Pero de su mano no salen hombres buenos que coincidan consigo mismos. En lo esencial, de sus manos salen seres artificiales que, pese a parecer vivos, carecen de vida interior.
Podemos ofrecer un célebre ejemplo de esto. En un relato titulado El sueño de un hombrecillo ridículo, Dostoievski habla de un lejano planeta en el que basta una única mentira para echar abajo la confianza que reina en el trato de unos hombres con otros. De repente hay que proteger a cada individuo de su vecino. Se hace necesaria una vigilancia continua y la incesante intervención de una instancia sancionadora. Cuanto más intenso es el miedo, tanto más estricto debe hacerse el control –un mecanismo que la llamada guerra contra el terror, esa descomunal cruzada contra las fuerzas del mal, ha puesto a la orden del día. Somos testigos de lo peligroso que resulta querer someter a los hombres mediante una ley amparada en la violencia. A esto se puede añadir una reflexión filosófica. Hace 200 años Inmanuel Kant, en un texto titulado La religión dentro de los límites de la mera razón, calificó al Dios del Sinaí como una ofensa para la razón. Este es un Dios que se acredita únicamente mediante el poder, la violencia y la amenaza de castigo, que se rodea de subordinados atemorizados y sumisos. Pero la violencia de los poderosos nada tiene que ver con la legalidad de la moral. La cuestión es: ¿Cómo avanza el hombre hacia la libertad? ¿Cómo hacer de la moral el fundamento de la autonomía? En la Ilustración, Kant pretendía que no se hablara de Dios sino como de una voz interior que habla en el corazón del hombre mediante la propia razón. No necesita pues el ser humano ningún legislador externo, basta con que se escuche a sí mismo, con que escuche el lenguaje de la razón.
Aquí podemos establecer una pequeña comparación. Los que se interesan por la vida social de los animales saben que estos no necesitan legislador alguno para organizar su convivencia. Una manada de ñus o de antílopes, una bandada de golondrinas o cualquier otro animal, respeta un determinado orden, un orden que no requiere ser promulgado en ningún código. Los animales se escuchan a sí mismos. No los creemos capaces de escuchar el lenguaje de la razón, pero se les atribuye un “instinto”, una voz que también les dice cómo deben conducirse. El hombre mismo es el resultado de una larga cadena evolutiva. Y sus representaciones sobre la moral se remontan a un modo de conducta ya ejercido en el reino animal. Se trata de mecanismos de autorregulación que la naturaleza misma ha creado para la organización social de los seres vivos, para estabilizar sistemas relativamente complejos bajo un determinado orden y disminuir su vulnerabilidad. Todos observan, por ejemplo, el principio de territorialidad, la defensa de sus dominios. La vida sólo es posible cuando cada forma de vida dispone de un determinado espacio. Se trata de una regla que afecta a la distribución espacial. “El que llega primero muele el trigo” dice un refrán alemán. Donde ya hay uno, no puede haber dos –o habrá pelea. Pero lo normal es que se evite el enfrentamiento y que no haya razón para perjudicar al otro. Disfrutamos escuchando cantar a los pájaros por las noches; para nuestros oídos –supongo que también los de los pájaros– resulta una bella forma de ponerse de acuerdo: “Aquí estoy yo –dice uno de los pájaros–, este es el sitio en el que voy a pasar la noche y quiero dormir tranquilamente. Te pongo al corriente de ello para que nos dejemos mutuamente en paz”. Basta pensar en las muchas guerras que se han declarado con el fin de trazar las fronteras de los mapas para entender lo importante que es el principio de la territorialidad en las sociedades humanas.
Un segundo principio –no menos importe y significativo que el primero– regula la transmisión de la vida y las relaciones de pareja: los machos y las hembras se unen y generan un medio relativamente seguro en el que las crías puedan crecer pese a los muchos peligros que las acechan. En este punto tiene lugar un curioso entrecruzamiento entre dos principios “morales” o “análogos a la moral”: el territorialismo y una importante forma de regulación de la conducta de la que nos ocuparemos al tratar del sexto mandamiento: “No cometerás adulterio”. ¿Qué relación establecen los miembros de la pareja? En este caso es la ecología, curiosamente, el eslabón mediador. Menciono estas cosas de antemano porque la idea de que existe una ética inamovible y, por así decir, independiente de la vida, es errónea. Los chochines, por ejemplo, son unos pájaros que desarrollan una conducta monógama cuando la escasez de alimento define su circunstancia ecológica: un macho, una hembra, un nido, una puesta. Cuando, por el contrario, la comida es abundante, el chochín macho “puede permitirse el lujo” de tener varias hembras, cada una de las cuales incuba en su propio nido. La vida puede ser muy variada y modificar repentina y dramáticamente la relación entre los sexos.
La regla que se extrae de este ejemplo podría formularse así: ¡Considera las leyes morales como algo que se haya al servicio de la diversidad y de la maximización de la vida! La moral está desde sus orígenes al servicio de la vida, de su diversidad, de su reproducción y de su promoción. Con estas pocas palabras ya nos hemos situado bien lejos de la imagen de un Dios que, con la misma vara de medir a través de los tiempos, nos hubiera ordenado: ¡Esto es así y así se queda! En un mundo en incesante cambio esta idea no puede sino resultar violenta. Y así retomamos el camino de Lao Tse, el cual afirmó que sólo los hombres que han perdido su fuerza interior necesitan un sistema de leyes impuesto desde fuera. En realidad, el código de Hammurabi o la legislación del Antiguo Egipto –siglos antes del Decálogo– no son sino el intento de verter en un derecho codificado, cuando la complejidad del Estado así lo exigió, lo que las personas, de alguna manera, ya percibían en su interior como algo evidente. De ahí que debamos afirmar que el fin de toda ley y de todo mandamiento es administrar y reglamentar la convivencia de todos, y esto, por cierto, y en primera instancia, al nivel de la convivencia de los animales: sin referencia al sujeto. Pero con esto no se responde la principal pregunta, a saber: cómo debe ordenar su vida el hombre particular, el individuo moral.
Llegamos con esto al segundo punto que deseo sentar de antemano. Hace ya mucho tiempo que no leemos los Diez Mandamientos del mismo modo en que fueron concebidos, transmitidos, interpretados y codificados hace aproximadamente 3.000 15 años; los leemos como emparentados con una cultura todavía ampliamente impregnada de cristianismo. Para el judaísmo es suficiente la creencia de que el hombre es libre, capaz de distinguir entre el bien y el mal y de conducirse en consecuencia; en una palabra: que la contravención de una ley, dado que se ejecuta libremente, es punible. También en Occidente la ética filosófica parte de la libertad de la voluntad. Pero con esto nada se ha dicho todavía sobre cómo se convierte un hombre en un sujeto capaz de hacer libremente el bien. Seguro que no basta con enseñar a los jóvenes los Diez Mandamientos para hacer de ellos hombres buenos. El cristianismo no defiende esta “simplificación moral”. Es precisamente por su posición respecto de esta cuestión como el cristianismo se ha convertido en una religión independiente, en términos generales, del judaísmo. El cristianismo no se entiende a sí mismo como una religión de la Ley para la que fuera suficiente intensificar las advertencias morales o amenazar a los hombres en nombre de Dios y según cálculos proféticos con objeto de que, finalmente, ajusten su conducta a los mandamientos.
El hombre de Nazaret conoció muy bien las injusticias procedentes de la interpretación de la ley que hacían los rabinos de su época. Jesús sentía compasión por los humillados, por los excluidos, y se preguntaba: ¿qué ha tenido que pasar para que un hombre haga el mal? Por regla general, la presunta mala voluntad tiene una historia previa. Y así el mal ya no es un problema moral, queda trasladado a la psicología y a la antropología. Para Jesús (o Pablo) la cuestión es: ¿cómo se salva a un hombre del mal? Aquí ha tenido lugar un cambio de perspectiva radical. Es el final de la religión de la Ley. Los Diez Mandamientos pueden seguir sirviendo de parámetro, de criterio para fijar la distancia entre el ser y el deber. Pero lo importante es dónde encuentra uno al hombre. En realidad todo hombre sabe lo que debe hacer. Es un curioso pensamiento –lo encontramos en la filosofía medieval, incluso en Tomás de Aquino– el de que un hombre jamás actúa bajo el signo de lo malo. Para poder hacer algo debe imperar la idea de que ocurre algo bueno. ¿Cómo es entonces posible que a un hombre le parezca bueno algo rotundamente malo desde el punto de vista moral? Incluso Adolf Hitler debió de haber pensado que hacía algo bueno por el pueblo alemán. Los peores crímenes se cometen en la ilusión de que ocurre algo bueno. Seguro que el coronel Paul Tibbets lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima con la idea de estar haciendo lo correcto, y de que se lo habían ordenado las más altas instancias.
En el Nuevo Testamento, Hechos de los Apóstoles, se cuenta la historia de Pablo. Pablo, o Saulo, según su nombre judío, es un fariseo, un hombre que conoce muy bien la ley desde niño y quiere atenerse a ella. Cada día cien cumplimientos de la ley, de lo contrario ningún fariseo se va a dormir. Todo tiene que ser perfecto a los ojos de Dios. No sólo hay 600 leyes enredadas entre las del Decálogo del Antiguo Testamento; entretanto ya hay más de 2.000 leyes orales que todo hombre debe conocer para no hacer nada mal. Y sin embargo, ateniéndose a la ley, un hombre puede convertirse en un asesino y moverse entre los hombres como una navaja de afeitar abierta. Saulo, sirviendo a Dios, arde de odio e ira, “respirando amenazas y muertes contra los discípulos del Señor” (9, 1), como se lee en Hechos de los Apóstoles. Ayudándose de listas de proscritos pretende pasar a cuchillo a hombres y mujeres por ser seguidores de la nueva fe ¡y todo en nombre de la ley! De camino a Siria, cerca de Damasco, se desploma. Mientras sufre un ataque epiléptico, oye una voz que le dice: “¿Por qué me persigues?”. El hombre al que había combatido, Jesús de Nazaret, le dirige esta pregunta, y Saulo, a su vez, cegado por la luz que viene del cielo, pregunta: “Señor, ¿quién eres?”. Hoy en día llamaríamos a la piedad que arrebataba a Saulo neurosis obsesiva. Su Dios no generaba libertad sino, en el abismo del miedo, una permanente dependencia. Que la ley pueda tener un efecto destructivo y autorepresor y ser lesiva para la convivencia entre los hombres pone de manifiesto sus límites. La pregunta no es: “¿Cómo se consigue que los hombres cumplan la ley?”, sino: “¿Cómo conducir a los hombres hacia sí mismos para que sean capaces de hacer el bien?”. Digámoslo con las palabras del poeta libanés Khalil Gibran: “Quizás un hombre que roba no sea más que un hombre que tiene hambre. Quizás un hombre que miente no sea más que un hombre que tiene miedo”. Y yo quisiera añadir: “Ese al que llamamos criminal puede que no sea más que un hombre que busca el amor que nunca ha conocido”. En lugar de unir la ley al castigo y crear una moral del miedo, esperemos a que haya una respuesta a la pregunta de cómo se hace libre un hombre. Un hombre sólo puede ser bueno si encuentra una bondad absolutamente referida a él.
Y con esto hemos hallado la relación que existe entre el primer y el segundo punto: una vida humana sólo se forma desde dentro. Igual que las flores que, al comienzo de la primavera, se estiran hacia los rayos del sol: de este modo anhelan los hombres el amor. Si llamamos a este amor Dios, tenemos con ello la esencia de todas las leyes. Es muy importante interpretar así los Diez Mandamientos. También podemos avalar esta idea comentando un fragmento de la Biblia. En el quinto libro de Moisés (30, 11-14) se dice: “Porque este mandamiento que yo te prescribo hoy no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, como para decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y los pongamos en práctica? Ni está al otro lado del mar, como para decir: ¿Quién irá al otro lado del mar y nos lo traerá para que lo oigamos y lo pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica”.
“Lo que está en tu boca” podría querer decir: eso de lo que más te gusta hablar. Lo que, dentro de ti mismo, quiere expresarse, habla en tu corazón. Hay que buscar un nuevo principio más allá del Dios del Sinaí y las tablas de la ley. El profeta Jeremías, que vivió en el siglo VII/VI a. de C., se lo imagina de un modo muy distinto: Dios no escribe sus leyes en tablas de piedra, sino en el corazón de los hombres. Esta es la Nueva Alianza que Dios establece con los hombres, tal y como aparece en el capítulo 31 del libro de Jeremías. Hay un bello pasaje en el capítulo 16 del Evangelio según San Mateo en el que Jesús pregunta a sus discípulos: ¿qué opinan los hombres de mí, del hijo del Hombre? Y los discípulos responden: piensan que eres Jeremías o algún otro de los profetas. Resumiendo: sólo se puede concebir el Decálogo como una ley interior, una ley del corazón; de lo contrario, no estará a la altura de la visión de Jeremías ni de la realidad de Jesús.
Ya estamos en situación de introducir un tercer punto en nuestras consideraciones preliminares. El que oiga hablar de los Diez Mandamientos debe saber que poseen una prehistoria y un devenir propios. No es posible abrir la Biblia, como se hace en el fundamentalismo y el dogmatismo de las iglesias y las sectas, y decir: esta es la palabra de Dios, esto es lo que dice aquí, y así como está dicho ha de hacerse. En el primer punto llamábamos la atención sobre el hecho de que las leyes contribuían a regular la convivencia de determinadas especies animales, y ahora debemos ser más precisos. Desde un punto de vista ecológico, dentro de una y la misma especie y en un determinado biotopo, puede haber animales que salgan a cazar por la noche o por el día, por ejemplo, comenzando así a diferenciarse en sus hábitos de vida. Lo mismo ocurre entre los hombres. Todavía en nuestros días puede constatarse en los aborígenes de las así llamadas culturas tribales de Papúa-Nueva Guinea o Australia, la existencia de etnias que, hablando la misma lengua, se distancian las unas de las otras. En un libro de 1971 titulado La biología de los Diez Mandamientos, Wolfgang Wickler cuenta que visitó algunas tribus de Papúa-Nueva Guinea, y que en cada una de ellas le decían: “Esos que están ahí al lado son terribles, no vayas; mira, nosotros somos muy amistosos y amables”. Y en la tribu vecina le decían lo mismo. En una palabra: toda moral, habida cuenta de que su fin es regular la vida de un determinado grupo de hombres, puede ir acompañada de la ilusoria creencia en la bondad absoluta del propio estereotipo o de la imagen que el grupo tiene de sí mismo, como si únicamente ellos fueran aceptables, los elegidos de Dios, y su moral obligatoria para todos los demás. Estas fantasías pueden dar origen a la paradoja de que, en nombre de la moral, se declaren “guerras justas”; deberíamos creer, por ejemplo, que los Estados Unidos no quiere asegurarse las reservas de petróleo del Mar Caspio, sino que es importante que vayamos a Afganistán a decirles a las mujeres de allí cómo deben vestirse. De repente la moda se convierte en una de las razones por las que declarar una guerra. ¡Quién se hubiera creído esto hace un par de años! Desde luego que las mujeres occidentales, cuando van a la India, no se ponen un sari –una prenda, posiblemente, mucho más bonita que los vaqueros. Pero en esto radica el poder devastador de la locura: en nuestra cultura está lo correcto, y lo que nos diferencia de los demás es idéntico a lo que diferencia el bien del mal.
Los así llamados Diez Mandamientos tienen una larga historia en Oriente.
En el Antiguo Egipto, entre los siglos XVI y XII a. de C., el Libro de los Muertos habla de un faraón interrogado en el juicio de los muertos por Maat, la diosa de la verdad y del orden del mundo. El faraón debe explicar que nunca le ha movido la codicia, que nunca engañó a nadie y que jamás hizo a nadie víctima de una injusticia a través de una mentira. En esto coincide más o menos con los pensamientos expresados en el Decálogo. No obstante, cuando se comparan ambas culturas, se constata que aquí hay muchas cosas que no aparecen en el Decálogo. En los textos de la pirámide de Unas se puede leer que en la V dinastía, en torno al año 2300 a. de C., al faraón se le pregunta en el juicio de los muertos si él, un rey divino, ha sido acusado por algún ganso o por algún asno. Es decir: ¡Pobre del faraón a quien los animales del agua, la tierra o el cielo, a quien cualquier forma de vida, acuse por haberle infligido un daño innecesario! Nosotros hemos pasado completamente por alto la idea de que en nombre del orden del mundo los animales pudieran juzgar a los hombres. Los Diez Mandamientos de la Biblia no prestan ninguna atención a los animales –excepto en un caso: también los animales deben abstenerse de trabajar el sábado. ¡Cuánto más importante no hubiera sido protegerlos de los hombres!
A mayor abundamiento, en la Biblia no se encuentra “la” ley, sino determinadas tradiciones que después siguieron siendo reinterpretadas. Esto se hace manifiesto en la idea de que entre Dios y el hombre se estableció una alianza –la ya mencionada Nueva Alianza del profeta Jeremías se remonta a ella–; es una referencia a la Antigua Alianza del monte Sinaí. La ley de Moisés no fue promulgada por Moisés. En ella dejan su huella siglos de historia, la historia del Derecho del Antiguo Oriente: Hammurabi en Babilonia, los egipcios del Nilo, los hititas de Asia Menor. En realidad es un compendio de generalidades, algo en lo que más o menos todos los hombres podrían convenir.
Nos enfrentamos así, ciertamente –cuarta y última observación previa– a la pregunta de cómo pueden los Diez Mandamientos ayudar a los hombres sedientos de humanidad y justicia. En los años 20 del siglo pasado, el escritor irlandés George Bernard Shaw pensó en una ocasión lo siguiente: “Las religiones son una respuesta a la sed de los hombres. El sediento tiene que beber, y la mayor parte del agua corre por los grandes ríos –por el Hoangho, el Nilo, el Éufrates–, pero nadie puede beber de sus aguas antes de que sean filtradas. De lo contrario bebe la muerte”. El “filtro”, que en el cristianismo se ha hecho esencial, es la persona de Jesús. El hombre de Nazaret encarna la negativa a creer en un mandamiento que no proceda de nuestro interior. En el capítulo 12 del Evangelio según San Mateo dice Jesús (atendiendo al sentido de sus palabras): “Hay una única cosa importante: amar a Dios con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo. Esta es toda la ley; lo demás es, o bien superfluo, o bien un mero comentario”. Jesús narra en el capítulo 10 del evangelio de Lucas la historia de un samaritano, de un hereje para los piadosos judíos. En el sur no se acepta el culto del Templo de Israel. Para él Dios vive en el monte Garizim, y no en el monte Sión de Jerusalén. Y Jesús cuenta la historia de un sacerdote que pasa de largo ante un hombre mal herido que encuentra en el camino: desea llegar puntualmente, como Dios manda, al templo, y seguir el servicio religioso tal y como lo prescribe el ritual. Prefiere presentar su ofrenda a Dios antes que asistir a un necesitado. Pero un samaritano, un hombre al que descalifican acusándolo de impiedad, tiene ojos en la cara y un corazón en el pecho. Jesús, en cualquier caso, cuenta que él se hizo cargo del herido y lo asistió. El sacerdote, que cumple todos los mandamientos de la ley, ha perdido a Dios, en cambio el samaritano, que niega al Dios de los escribas judíos, lo encuentra en su humanidad: esta es la nueva interpretación de los Diez Mandamientos, sobre todo en el Sermón de la Montaña.
Allí donde el Dios del Sinaí, entre rayos y truenos, anunciaba sus mandamientos, Jesús, sobre una montaña, habla –Mateo, en el capítulo 5, dice literalmente: “a los pobres de espíritu”. Los dos siguientes capítulos constituyen una terapia para los enfermos, para los que están abatidos, con el fin de que se yergan. Esto es lo que Jesús desea con su Dios, y lo anuncia en el Sermón de la Montaña. Todo queda de repente interiorizado. Cierto: uno también puede interpretar la continuación del Decálogo del Sermón de la Montaña desde un punto de vista meramente legal. “Habéis oído que se dijo a los antepasados: no matarás. Yo os digo: el que se encolerice contra su hermano, irá a la gehenna de fuego”. Tomado literalmente, como “la” ley, sería aún más terrible que el Decálogo. Pero lo que Jesús desea es llegar al corazón de los hombres. Lo que le preocupa es: ¿de qué modo se consigue que un hombre comience a respirar en el aire de Dios, a amar en la gracia de Dios, a vivir en las manos de Dios? Si se cumple este designio, los mandamientos se convierten en algo que va de suyo. Ya ni siquiera se perciben, al igual que un hombre sano respira sin darse cuenta de que tiene pulmones. Sólo cuando se presentan dificultades para respirar, en ataques de asma o cuando estamos muy resfriados, nos percatamos de que tenemos pulmones.
En resumen: sólo los enfermos necesitan las leyes, como se necesita un médico, sus decisiones y prescripciones. La cuestión es entonces: ¿cómo se cura a los enfermos? Sólo puede conseguirse si la curación procede de dentro. Tenemos ya los cuatro presupuestos de los que debemos partir para leer el texto. Y ahora, desde esta perspectiva interpretativa y avanzando paso por paso, esto es, examinando por separado cada uno de los mandamientos, vamos a ver cómo revolucionar la totalidad de la convivencia ciudadana escuchando el mensaje de Jesús y de la humanidad.
Eugen Drewermann
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