miércoles, 10 de octubre de 2018

Importancia religiosa y teológica de la categoría género


La teología es un discurso construido por los seres humanos para pensar, para tratar de entender a la divinidad, a Dios, su manifestación y su relación con las personas. Y si entendemos a Dios como la respuesta primigenia y última a toda una batería de preguntas existenciales del ser humano, diremos también que la teología nació como un ejercicio de sistematizar todas esas respuestas a todas esas interrogantes que la humanidad siempre se hizo, tanto cotidianas como trascendentales: ¿De dónde vengo? ¿Qué hay después de la muerte? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Por qué sale el sol? ¿Por qué llueve? ¿Qué son las estrellas? ¿Qué significa envejecer, el amor o la memoria? ¿Por qué sufrimos?

 En las respuestas que las personas se dieron a estas preguntas a lo largo de la historia, está dibujado el concepto de Dios que ellas tenían. De acuerdo a las necesidades vitales de cada cultura, de cada civilización, se fueron construyendo, organizando las ideas que explicarían el mundo y la vida y también las que justificarían las decisiones que se iban tomando. Para entender esto último pondremos un ejemplo, ¿alguna vez se preguntaron por qué los hindúes no consumen carne de vaca? ¿O por qué tanto musulmanes como judíos consideran impura la carne del cerdo? 

La mayoría de las personas acuden a la explicación más sencilla y aparente: los hindúes no comen carne de vaca porque su religión lo prescribe así, porque las vacas son consideradas sagradas. Y los musulmanes y judíos no comen cerdo porque es una carne impura, según sus libros sagrados. Entonces tendríamos que sus preceptos religiosos les imponen tanto a hinduistas como judíos y musulmanes sus hábitos alimenticios. Podríamos quedarnos con esta respuesta. Pero es insuficiente.

 La razón por la que los hindúes, sólo por despejar una de las incógnitas, no comen carne de vaca y son vegetarianos, es un poco más compleja, aunque simple en su enunciación: son vegetarianos/as porque no quieren morirse de hambre. La vaca significa mucho para os hindúes en cuanto a sustento material para reproducir sus vidas, para sobrevivir. De las vacas se usa la leche que proporcionan, sus excrementos (la bosta) que se usan para cocinar y por supuesto la tracción del arado para la siembra: las vacas son más útiles vivas que muertas. Nadie mataría una gallina que pone huevos de oro, ¿cierto? Pues los/as hindúes tampoco. Y una vez resuelto para este pueblo el cómo alimentarse, para que este aprendizaje colectivo quedara para las próximas generaciones y que nadie cometiera el “suicidio” de matar y comerse su vaca, se construye el precepto religioso de la abstención del consumo de carne de vaca.

 Algo similar, muy parecido ciertamente, pasa con la prohibición de la carne de cerdo en las culturas judía o musulmana. Pero ¿qué queremos decir? Decimos que las ideas religiosas, las interpretaciones que le damos a los textos fundacionales y ellos mismos, son el resultado de la vida de los pueblos, de sus preguntas, de su historia, de sus transcursos, de sus estrategias para sobrevivir…

 En este sentido toda la teología que se ha hecho en el mundo cristiano a lo largo de estos dos mil años, también responde a contextos específicos, a unas razones muy particulares que debemos entender para seguir pensando a Dios desde nuestras propias necesidades contextuales, desde el kairós que nos tocó vivir. ¿Qué le dice Dios a este nuevo mundo? ¿Qué tienen que decir Dios y su propuesta, su plan para la creación, ahora, en el siglo XXI?

 Una de las vías de respuesta para estas preguntas implica la constante reactualización de la teología. Por eso los documentos que las diferentes iglesias publican sobre casos específicos (capitalismo, desastres naturales, ecología, la condición de la mujer, la juventud, etc.) tienen un valor inestimable. Al igual que el Concilio Vaticano II de la iglesia católica implicó una re-actualización del mensaje cristiano, los documentos publicados por asociaciones cristianas como CLAI (consejo latinoamericano de iglesias) o el CMI (consejo mundial de iglesias), son parte de esta búsqueda de que Dios y su mensaje sigan significando algo para el ser humano moderno.

En este sentido género es una temática que las iglesias, que las teologías tienen que trabajar para que la Palabra, su mensaje, tengan sentido en la vida práctica de millones de personas que aguardan con esperanza el mensaje del Reino de Dios para ellas. La razón es sencilla. Ya vimos en anteriores aportes que la conformación, la configuración del mundo, su estado actual es de injusticia, de imposibilidad de vivir el Reino de Dios aquí y ahora, sobre todo para las mujeres (aunque no sólo, recuerden las diversidades sexuales, las/os pobres y a los mismos varones…). Para entender las causas de este estado de cosas injusto, la teología toma, no sólo ahora, instrumentos y herramientas de otros campos del saber: una de esas herramientas es el concepto de género, que nos viene del feminismo. 

Lastimosamente no toda la teología asume esta tarea, la de reactualizar su discurso, su mensaje. Entonces tenemos conflictos dentro de nuestras propias iglesias entre tendencias que tratan de transformar el mensaje de acuerdo a los tiempos y los que no lo aceptan y pretenden que el mismo contexto milenario siga aplicándose a raja tabla sobre esta realidad. 

En este sentido, en este aporte, reflexionaremos la relación género teología presente en nuestros discursos de fe hoy, pero en perspectiva histórica. Para ello debemos suponer una premisa: a lo largo del tiempo las iglesias han desarrollado su teología desde dos perspectivas: una que llamaremos autoritaria, conservadora o androcéntrica y otra teología liberadora. Aclaremos un poco este último aspecto. 

El mensaje cristiano es en muchos sentidos liberador. Pero la formulación de sus preceptos a veces es polisémico o al menos connotativo. No podríamos esperar otra cosa de un corpus doctrinal tan diverso en el tiempo y el espacio. Si de la Biblia puede provenir algo tan liberador como la teología de la liberación, la llamada de Francisco o la valentía de Lutero, esa misma Biblia también puede dar a luz instrumentos tan fatídicos como la Inquisición, Sepúlveda -el sacerdote que aseguraba que los indígenas americanos no teníamos alma- o el Malleus Maleficarum, un manual que enseñaba cómo reconocer una bruja y torturarla hasta la muerte: todo justificado teológicamente. 

Podemos intuir en la historia del cristianismo una suerte de camino con altibajos: algunas veces vence una pulsión liberadora, otras la pulsión conservadora. Una y otra están presentes desde el mismo comienzo en nuestra tradición. Un juego entre lo que alguien llamaría la ortodoxia y la heterodoxia. Pero, ¿qué son la ortodoxia y la heterodoxia? 

Ortodoxa es toda aquella práctica, pensamiento o creencia que en algún momento histórico se hace norma (ortodoxia significa fiel a la norma, a la ley, igual a ella), pero que a la vez engendra en su mismo seno la posibilidad de su contradicción (lo heterodoxo, eso contrario a la norma). Por ejemplo, podríamos decir que el Sanedrín, la autoridad judía en la época de Jesús, era la norma, la ortodoxia, la ley y que Jesús fue para ellos la heterodoxia, lo que emanado de su propio seno (la religión judía), fue poniendo en tela de juicio sus preceptos. O la iglesia católica del siglo XVI, la norma para la cristiandad europea, la ortodoxia, tuvo que vivir un cisma a partir de la acción y pensamiento de Martín Lutero, para el caso, su heterodoxia. 

Todo lo que es norma un tiempo enfrenta su heterodoxia tarde o temprano, que es su posibilidad de renovación, de recambio, de adaptación a una nueva serie de nuevas presiones, dificultades y contextos. Es una dinámica propia de la historia. Lo interesante es que aquello heterodoxo, esa alteración a la norma, al final también termina por convertirse en ortodoxia y prepara la venida para una nueva heterodoxia. La historia podría leerse a partir de este simple esquema. Después de Jesús, sus discípulos/as fundaron una Iglesia que a lo largo del tiempo fue constituyéndose en ortodoxia, en la norma con pretensiones de universalidad, parte del imperio más grande del mundo: el romano. Entonces sobrevinieron las reformas, los concilios, las revisiones, el Canon. 

En esos contextos la Iglesia enfrentó una serie de posiciones y prácticas heterodoxas ¿Cómo podría entenderse de otro modo la fundación de movimientos como los de Cister o Cluny, que reclamaban una vuelta a la austeridad encerrándose en monasterios, denunciando la opulencia y el anquilosamiento de la Iglesia? ¿O la reforma luterana que mencionamos más arriba, tratando de renovar una Iglesia corrompida y decadente? 

Y definitivamente no podremos olvidar en qué quedaron dichos movimientos: Lutero mismo sugirió aniquilar al movimiento campesino sublevado contra los príncipes alemanes, con Müntzer como uno de sus impulsores, con la mayor crueldad posible. Y ante la vitalidad de una iglesia entregada a servir con caridad en los barrios pobres y obreros, campesinos y marginales, ¿cómo queda un movimiento como el nacido para el retiro espiritual, para el monasterio, alejado del sufrimiento humano?

 Queremos dejar sentada esta idea, imprescindible para el desarrollo de nuestros temas en adelante, de que la teología que se hacía en el siglo V fue diferente de la que se hizo en el siglo XII y ésta a la vez es distinta, o debería, de la que realizamos ahora. Hay saltos en el tiempo y también hay avances de tipo cualitativo. Cada teólogo fue hijo de su tiempo, con sus limitaciones, inmerso en su cultura y dependiente de las herramientas que tuvo a mano en su época. 

Imaginen a Kepler, matemático y observador del universo, con entrenamiento teológico en la reforma emanada de la universidad de Tubinga. Durante años sólo pudo acceder a información aristotélica para imaginarse el universo: con la idea de las formas geométricas no pudo lograr generar una teoría coherente del movimiento de los planetas, al igual que todos sus antecesores. Tuvo que pasar mucho tiempo y conocer muchas personas precisas para que pudiese elaborar sus tres leyes de Kepler sobre el movimiento de los planetas , que tanta influencia tuvo en Newton para su ley de la gravedad. 

Este es el movimiento de la historia: el conocimiento se basa en el trabajo minucioso, entregado y devoto de muchas personas. Es también nuestro deber: no podemos seguir haciendo teología repitiendo lo que se hacía en el siglo V. Debemos hacer teología para este tiempo, sobre este contexto, con las herramientas de que disponemos ahora. 

Pero ¿quién podría negar la importancia de Agustín de Hipona o toda la patrística de esos siglos? No la negamos, sólo le damos el valor contextual que merece. Resolvió en su tiempo muchos problemas prácticos y teóricos, muchas dudas propias de su tiempo, con las herramientas que tuvo a mano. Ni Agustín ni Tomás -siete siglos después- tuvieron, por ejemplo, acceso a Kepler y su mirada de Dios: un Dios que ordena matemáticamente el universo, alejándolo del caos, descubriendo sus leyes como quien se acerca a un mapa de la creación… No tuvieron a Kepler, pero tampoco tuvieron a mano un concepto como el de Género para pensar a las mujeres de su tiempo, o sus propias masculinidades. 

A partir de todo lo anterior diremos que existe una teología que llamamos conservadora, ortodoxa, androcéntrica o patriarcal en nuestro tiempo, que está reñida con la búsqueda de la justicia, de la felicidad y del Reino de Dios y alejada de nuestro contexto, cerrando sus ojos a la realidad compleja de este mundo en constante transformación. Que no nos alarme esta idea, pues si la teología es hija de su tiempo, el mundo entero que tiene por lo menos 10.000 años de patriarcado, no engendró otra teología que ésta que tenemos y que ahora intentamos desmontar. 

¿Notaron que nos referimos sólo a varones pensando, a teólogos, en todo este aporte? Pues así fue la realidad: durante la mayor parte de los dos mil años que tiene el cristianismo sólo varones se pusieron a pensar sobre Dios, a hacer teología. Las pocas mujeres que se atrevieron a decir algo fueron víctimas de la censura en el mejor de los casos, o sufrieron la persecución y la muerte en su mayoría. ¿No les parece una reducción, un empobrecimiento, dejar de lado a la otra mitad de la especie cuando de pensar a Dios se trata? Si sólo varones tuvieron la posibilidad de hacer teología, resulta evidente por qué en algún momento esta teología dejó de lado a las mujeres, las apartó, las invisibilizó, las ridiculizó y las menospreció. Nuestras Iglesias hoy, son el resultado de este fenómeno: sólo los varones tienen la voz autorizada para definir cómo es Dios, cuál es su plan para el ser humano y cómo debemos relacionarnos con Él. Quizás ésta sea la razón por la que Dios es asociado a lo masculino. La razón por la que Dios, hoy en nuestro imaginario, es masculino: “Padre nuestro que estás…”.  

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