martes, 9 de octubre de 2018

Interculturalidad y descolonización


Los mundos indígenas, esto que también somos como individuos y colectividades, se construyeron como el resultado de migraciones de hace más de 30.000 años. La aventura de la vida enfrentó a estos seres humanos a una cierta geografía, a una peculiar fauna y flora que marcaron a fuego sus expresiones culturales.

 Muchos autores y autoras han dedicado su vida a establecer las diferencias entre el mundo americano indígena y el occidental europeo, o al menos a resaltar las particularidades diferentes entre uno y otro. En nuestro medio podemos mencionar, entre las más recientes, a Silvia Rivera, Alison Sppeding, Therese Buy-Casagne, Elizabeth Monasterios, Teresa Gisbert, Fernando Montes, Javier Medina, Dominique Temple, Xavier Albó, Enrique Jordá. Este es un trabajo muy valioso para nuestro propio autoconocimiento. La interculturalidad -convivencia enriquecedora entre varias culturas- y la descolonización -recuperación de la memoria y revalidación de nuestras culturas-, son temas transversales a la hora de pensar el país hoy. Y por supuesto que hay diferencias, hasta antagonismos, pero sabemos también que hay similitudes y correspondencias… De ambos elementos nos ocuparemos en este paso.

 Primero las diferencias 

El mundo indígena es muy heterogéneo. Entre los pueblos se presentan diferencias profundas, no sólo entre grupos distintos como los Yanomamo y los Mapuches, sino dentro de un mismo grupo lingüístico. No son iguales los Larecajas que los Omasuyos, aún siendo ambos de habla aymara. Existen diferencias rituales, de vestimenta, incluso de cómo enfrenta uno y otro el mundo citadino. Entonces es muy difícil hablar de, por ejemplo, “las culturas andinas”, o “el pueblo guaraní”, como un todo indivisible.

Una vez aclarado este tema de la multiplicidad, de la diversidad en el seno indígena, pasaremos a tratar lo que une a nuestros pueblos como características básicas y que a la vez nos diferencia de occidente. Para graficar esto, Javier Medina, pensador boliviano interesante, compara a la civilización indígena con el hemisferio derecho del cerebro y a la civilización occidental con el izquierdo. Aquello lógico y racional para occidente y esto intuitivo relacional para lo indígena. A partir de esta diferencia podemos empezar. 

Se identifica al mundo indígena como un mundo que privilegia lo comunitario, lo colectivo sobre el individualismo occidental. Pesan más los intereses de “todos” como colectivo que los de una sola familia o un individuo. Son más comunes las llamadas familias extendidas (mamá, papá, hijos/as, abuelo/a, tíos/as, etc.) que la familia nuclear (mamá papá e hijos/as). 

Así mismo podemos, junto a Alison Spedding, llamar animista al mundo religioso andino/amazónico en contraposición con el monoteísmo de Europa (el cristianismo). Un sinfín de seres pueblan el panteón de los andino/amazónicos: los cerros, los ríos, plantas y muchos animales son identificados con capacidades especiales de hacer favores o causar daño.

 Dominique Temple habla de la economía del don de los indios en antagonismo con la economía del intercambio de los occidentales. Se da “para ser”, como en los prestes rurales en los que una familia es “más” que otras por aquello que lleva a la fiesta; o en las libaciones guaranís en las que las celebraciones pueden durar semanas o meses enteros para celebrar la producción. Sería una economía del prestigio.

 Xavier Albó y Silvia Rivera identifican una organización política consejista y rotativa en los cabildos orientales y en las comunidades altiplánicas, en detrimento de la democracia representativa y excluyente de las ciudades y estados. Los “cargos” son obligatorios y todos los miembros de la comunidad tienen que ejercerlos (todos los que forman parejas). Así mismo son revocables en cualquier momento que la comunidad lo decida (democracia directa) y no pueden ser permanentes. En el caso guaraní sucede algo muy parecido pero dentro de una estructura occidental: el cabildo. 

Elizabeth Monasterios habla del Pachakuti o Awca como ese “lugar” en el que “los contrarios no pueden estar juntos”, en el que las diferencias no se resuelven al modo filosófico occidental, por la síntesis. Un mundo en el que el equilibrio no siempre es lo mejor o lo deseable. Un espacio en el que la diferencia no es reductible, donde el antagonismo permanece.

 El tiempo, más ligado a los ciclos agrícolas, es cíclico y no lineal como en occidente (teleológico): lo cíclico tiene que ver con los cambios periódicos de la naturaleza y por ende también de la comunidad. El “regreso” es importante y conlleva una sutil idea de cambio permanente (nada dura) y repetición constante (sin embargo dura)… 

Estermann resalta la profunda relacionalidad del ser humano indígena con su entorno y su comunidad, en contraposición con la autosuficiencia individualista del ciudadano occidental…

 El principio de reciprocidad es fundamental para entender las relaciones de los pueblos indígenas. La gratuidad cristiana no tiene sentido para estas tradiciones, que dan para recibir y reciben para devolver (el ayni en el mundo andino por ejemplo). 

La complementariedad es también importante: los principios de macho y hembra, por ejemplo (el chacha/warmi aymara), implican a las piedras, a las hojas, las aguas y los cerros en una dinámica indispensable para la reproducción de la vida. Ningún ser humano es suficiente por sí mismo: vale en cuanto está relacionado, con una pareja, con la comunidad y con la naturaleza, de la cual se siente parte...

 Estas son diferencias muy importantes pues nos hablan de formas singulares de encarar la vida, la muerte… 

Ahora las similitudes

 Algo en común tenemos a pesar de nuestras diferencias. A pesar de vivir en lugares tan distintos. Existen raíces comunes a todas las personas del planeta. Y muchos de los fenómenos que ahora vivimos tienen los mismos orígenes. Cosas que intuimos como buenas también son compartidas: la música, el teatro, el manejo de plantas medicinales, la religiosidad, la agricultura, la domesticación de animales, la observación de las estrellas y el estudio del universo, los ciclos rituales, las fiestas, el ansia de sobrevivir… somos seres humanos, polvo de estrellas, manufactura del mismo principio divino, llamado de mil formas distintas.

 Y este es el momento exacto para preguntarnos: ¿cuándo, cómo y por qué empezó el patriarcado/kyriarcado? En la respuesta que daremos ejemplificaremos todo esto que acabamos de decir. Usaremos el trabajo teórico de antropólogos importantísimos como Pepe Rodríguez, Marvin Harris y Pierre Clastrés para elaborar el siguiente recorrido, que cuenta con el respaldo de la comunidad científica actualmente (hasta que no se descubra algo nuevo o se plantee otra teoría que elimine mayores ecuaciones de duda, claro)

La humanidad tiene entre 100.000 y 150.000 años sobre este planeta. De todos esos años, probablemente sólo 10.000 (poco más quizás) vivimos bajo sistemas sociales de dominación masculina sobre las mujeres. Esto significa que el patriarcado/kyriarcado es un fenómeno relativamente nuevo. ¿Qué lo produjo? Desde el inicio nuestros antepasados se vieron enfrentados al problema de la presión demográfica. Necesitaban mantener sus hordas y tribus en un determinado número de personas para no entrar en colapso con su entorno natural. Es decir, si la horda contaba con 150 miembros y el trabajo requerido para la subsistencia era de tres horas por día, el ecosistema que los rodeaba era suficiente. Los problemas empezaban si la comunidad crecía sin control. Las horas de trabajo se incrementaban y los modos de vida eran alterados drásticamente, igual que el medio ambiente. Para evitar estos cataclismos, el ser humano de esa época echó mano a una serie de estrategias para evitar el alza de la tasa de natalidad (el número de niños y niñas nacidas en un determinado periodo).

Estas estrategias iban desde el aborto hasta el infanticidio femenino, además de alentar las relaciones homosexuales. Pero nada parecía detener el alza de nacimientos. Entonces inventaron la guerra y es aquí donde empieza a forjarse la supremacía masculina, al detentar los varones el monopolio de las armas y la violencia1 , supremacía sostenida/ alentada además por las anteriores prácticas (sobre todo por el infanticidio femenino). Con el pasar de los siglos la invención de la agricultura y el nacimiento de los estados tradicionales, tanto en Mesopotamia, Egipto, India y China, como en México y en Perú, dieron como resultado lógico el nacimiento de sociedades patriarcales/kyriarcales a gran escala. Probablemente no hay característica más difundida y compartida por los pueblos del mundo que la del patriarcado/kyriarcado , porque todos estos pueblos sufrieron la presión demográfica en algún momento de sus historias. Esta amenaza (el Estado y todo lo que implica, recuerden 1 Samuel, 8) generó en estos pueblos una utopía redentora en sus imaginarios. La llamada loma santa en el pueblo guaraní o la suma qhamaña aymara, remiten ambas a un espacio que se debe buscar, un lugar hacia donde se deben dirigir los esfuerzos colectivos: una “tierra sin mal” en la que es posible por fin la felicidad y la realización plena, la satisfacción de todas las necesidades materiales y el fin de los agobios. Todo esto es muy similar a la esperanza cristiana en el Reino de Dios o a la paz interior que buscan los taoístas y budistas…

 Entonces, tenemos como particularidades compartidas con occidente, además de lo citado al inicio, la búsqueda de una “tierra sin mal”, el desarrollo del Estado tradicional (en los casos Inca y Azteca) y la supremacía del varón sobre la mujer: patriarcado/kyriarcado. Ahora sí podemos pasar al siguiente paso.

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