Este texto describe las particularidades de la ética del cuidado, a partir de las argumentaciones de la psicóloga y filósofa Carol Gilligan, quien consideró que una teoría moral basada en el concepto de justicia,representa la hegemonía epistémica del pensamiento masculino y contribuye al mantenimiento de la discriminación de las mujeres, describiéndolas como inferiores en sus razonamientos morales.
Este imaginario se ha nutrido de la existencia del falso problema del desarrollo moral femenino defectuoso, que se encumbra, por lo menos, a los trabajos de Sigmund Freud.
La ética del cuidado se presenta como una voz diferente en la tradición del discurso moral occidental, voz distinta no por el sexo, sino por la problematización de una moral teórica limitada en su comprensión de la condición humana e inevitablemente ciega
otras verdades acerca de la vida.
Durante muchos siglos el mundo ha sido privilegiadamente interpretado en versión masculina, leído por hombres.
Se ha pensado hegemónicamente que es el Hombre, y no la mujer, el elegido por la voluntad divina para conocer, dominar y transformar la naturaleza.
La autoridad de la filosofía en tanto tronco primigenio de donde surgen las ciencias, ha fundamentado la idea universalista del hombre, único sujeto de donde puede provenir la reflexión filosófica, científica y política. Si bien algunos filólogos y lingüistas han deslizado el significado de hombres hacia la noción neutral de persona, ello no ha sido suficiente para negar la primacía del androcentrismo en la producción histórica de las ideas.
Reiteradamente las mujeres han sido objeto de discriminación en la historia, pese a las
grandes contribuciones hechas en los distintos campos del saber; no ha quedado más en
épocas anteriores que resignarse a ser la presencia detrás del hombre, pero nunca en lugar
protagónico. Desde la antigüedad han existido mujeres que desafiaron las definiciones de
género del patriarcado, damas que vivieron y nombraron el mundo en femenino desde su
experiencia personal, tratando de dar sentido a su ser y estar en el mundo. Muchas de ellas
lograron controvertir los saberes hegemónicos de su época: filosofía, ciencia religión, literatura, artes; pero por los ardides del poder, en el mejor de los casos, sus obras fueron prohibidas,destruidas o perdidas, cuando no sucedió que el destino de estas mujeres fue el destierro o la muerte en la pira.
Han tenido que pasar casi dos mil quinientos años para llegar a la situación actual en que
filósofas, artistas, historiadoras, psicoanalistas, sociólogas y científicas no sólo hayan realizado
una crítica de la tradición occidental, sino también propuestas y construcciones alternativas.
Tarea que no ha sido fácil si consideramos el desencuentro entre género femenino y educación: en la antigüedad reducidas a las labores del hogar no recibían, ni tenían derecho alguno a recibir formación; en la Edad Media los conventos se constituyeron en los únicos lugares propicios para el estudio de las mujeres, pero debían renunciar a su sexualidad y con ella a la procreación. Y aquellas que se atrevieron a unir conocimiento y sexualidad fueron considera das brujas cazadas y quemadas en hogueras.
Con el surgimiento de las universidades entre los siglos XII y XV, se hizo aún más evidente
la identificación entre racionalidad y masculinidad, entre hombre (varón) y conocimiento.
La universidad estuvo vetada para las mujeres hasta mediados del siglo XIX, cuando gracias a la acción de los movimientos feministas se les reconocen algunos derechos civiles y políticos.
La revisión, la crítica y la construcción de nuevas lógicas de sentido realizadas por féminas
ilustradas han sido de un valor enorme, en tanto denuncian, por un lado, la invisibilización de
la subjetividad femenina a la hora de definir sujetos morales, y por otro, las condiciones de las mujeres al momento de establecer los derechos humanos universales.
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