lunes, 29 de octubre de 2018

La Mente Patriarcal - Claudio Naranjo-3


Así, no cabe duda de que la autoridad se ha apoyado desde el comienzo de la civilización en una particular visión de las cosas, y, especialmente desde el Siglo de las Luces, se ha fortalecido el imperio de la razón, junto al del empirismo científico y la autoridad de los expertos.
Hasta tiempos recientes la ciencia ha ocupado el lugar que algún día tuvo la autoridad religiosa, pero cada vez se complica el saber científico con el cientifismo: la pretensión de que la ciencia lo puede comprender todo, y de que aquello que la ciencia no comprende, no existe. Parte de la idolatría de la ciencia, que es el cientificismo, seguramente subyace a la moderna idea de que gobernar el mundo según consideraciones meramente económicas y con ayuda de la computación es, asimismo, la opción más sabia, y que la consideración de la abstracción del homo economicus hace ocioso dirigirse al ser humano como tal. 
Desde otro punto de vista, podemos comprender la mente patriarcal como un desequilibrio entre el amor instintivo, orientado al goce, el amor bondadoso y empático hacia el prójimo, y el amor-reverencia, cuya expresión ordinaria es el aprecio y forma máxima la adoración; y aunque la fórmula o perfil personal respecto a la prominencia de uno u otro entre tres amores sea diferente para tipos humanos diferentes, es también cierto que se puede observar una fórmula común al espíritu de la cultura patriarcal en su conjunto, según lo revelan sus usos y valores. 
La manera cómo la civilización patriarcal se ha vuelto contra el eros ha sido elocuentemente descrita por Eisler2 en su más reciente libro “El placer sagrado” y encuentra una clara expresión simbólica en la figura bíblica de la serpiente, así como en la orden (¿o solo profecía?) divina de aplastar su cabeza con el pie.3 . En el Génesis, la expulsión del Paraíso puede ser interpretada de muchas formas: como un paso del ser a la búsqueda, como un acto de curiosidad (como lo sugiere Kafka) o un deseo de ser como Dios o una sed de conocimiento. Pero no podemos dejar de relacionar el estado primordial más allá del “conocimiento del bien y del mal” con el estado de inocencia sexual, ya que la primera señal de que nuestros ancestros han caído en la tentación es que Adán y Eva ahora saben que están desnudos, e intentan cubrirse.
Una civilización vuelta contra el instinto es una que justamente percibe como civilizado el auto-rechazo, por más que éste entrañe una insatisfacción crónica. Aristófanes, en el Banquete de Platón, atribuía nuestra insatisfacción a que hemos sido divididos en dos, y vivimos buscando nuestra otra mitad y en verdad ha ocurrido algo así, sólo que a través de una compartimentalización intra-psíquica e invisible. La naturaleza ha de ser domesticada, tanto en el mundo exterior como en el mundo interno, y esto implica la noción de su intrínseca maldad, y su percepción como intrínsecamente ajena.
Hoy sabemos que la serpiente, en una época más arcaica que la del Génesis, simbolizó la condición orgánica de la vida, tan ausente de la mente patriarcal como presente estaba en nuestro matriarcado ancestral. Las abundantes imágenes prehistóricas de una serpiente junto a un árbol, que se han asociado a un paraíso mítico, hacen referencia al sentido de espiritualidad inmanente que gozaba el mundo matrístico antes del advenimiento de lo trascendente que, pese a constituir un salto adelante de la conciencia, se habría de tornar--como el dominio masculino mismo—en un factor de alejamiento de la vida y de la experiencia. Podría ser que la primera transición desde la religión de la Gran Madre universal a una religión en la que domina la personificación masculina de lo divino se diera en el momento en que el esposo mítico de la diosa eterna- - que nace y renace cada año con los ciclos de la vida-- se tornara en la figura principal del culto. Así, seguramente, ocurrió con Adonis, con Osiris y con Dionisio, aunque en la era patriarcal siguiente — la de los dioses olímpicos, que sucedió a la religión dionisíaca original (era cuyo advenimiento conmemoran mitos como el de Apolo venciendo a la serpiente Pitón o el de Perseo decapitando a la Górgona)-, Dionisio debió de haber adquirido el carácter de dios marginal que tiene en los mitos que han llegado hasta nosotros. Persistió aún la gran Diosa en la era de los olímpicos tras la máscaras de Afrodita, nacida de la castración de Cronos, la de Hera, cónyuge de Zeus y la de Atenea, nacida de la cabeza del padre de los dioses; pero es notable que el panteón de los inmortales concebido por los griegos no incluya a una divinidad misericordiosa, y que los dioses, por lo general, se interesen poco o nada del bienestar de los humanos. Y aún en esta cultura, que representa a sus dioses desnudos, comienza a dársele la espalda al eros. Aparece, en cambio, el amor al ideal heroico con sus implicaciones de voluntad despiadada de triunfo guerrero o espíritu de conquista, de grandeza personal y de deber patriótico. También, aunque sea natural que un hijo ame a sus padres, en algún momento de la historia se dispuso que este amor habría de ser obligatorio; y la suerte de amor que los legisladores albergaron en su mente no es otro que el respeto, que conlleva la obediencia a la autoridad. 
Y es este punto el que merece toda nuestra atención: el patriarcado es autoritario, y los gobiernos primigenios se basaban en el paternalismo, es decir, que parte de su autoridad les vino de aquella acordada por los hijos a los progenitores originalmente como respuesta natural a su protección así como a su supuesto conocimiento superior. Pero ya en el seno de la familia el autoritarismo ha entrañado una distorsión de la vida amorosa por la exaltación del amor admirativo y respetuoso hacia el padre. Más ampliamente, en la sociedad patriarcal, el amor a los ideales (fundamento común del sentido del deber y de las prohibiciones) es exaltado a expensas del amor empático, así como a expensas de la valoración del placer. 
A nivel interpersonal, el autoritarismo representa una posición que podría traducirse en: “me debes respeto y debes reconocer que tengo razón, porque soy más sabio que tú”, “tus actos deben ceñirse a mi consejo o voluntad aún cuando ésta no concuerde con tu propia preferencia o juicio”. “No solo deberías prestarme tus oídos y tu mente, sino que deberías entregarme la totalidad de tu comportamiento, dejando que yo sea quien lo guíe”. Lo que entraña nada menos que una toma de posesión del cuerpo del otro o de la otra.
Pero también cabe reconocer algo semejante en el nivel emocional: no se satisface un padre autoritario con la mera obediencia automática, sino que espera que a su hijo le sea grato obedecer y que obedezca “por amor”. El niño, entonces, sintiendo que debería gustarle la postergación de sus preferencias u opiniones, no tiene más que desvincularse de su propio sentido del placer o desagrado. Debe, entonces, distanciarse de su cuerpo ( y de sus emociones verdaderas) en aras de lo que le debe gustar y lo que debería sentir. En vista de tal posesión emocional se comprende, entonces, que la prohibición del placer, o por lo menos la desvalorización de lo instintivo y lo erótico sea intrínseca al mantenimiento del autoritarismo.

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