jueves, 4 de octubre de 2018

Teología indígena, evangelización y días de muertos-Dualidad o trinidad teológica


CARLOS VILLA ROIZ, PERIODISTA

 Los días de muertos (el 1 y 2 de noviembre) son punto de encuentro entre la teología prehispánica y el cristianismo, porque la importancia que daban a la muerte fue crisol para la nueva fe; no se puede entender la cultura indígena sin sus fiestas y ritos funerarios. mitología y religión eran parte cotidiana de la vida indígena. por ello, la celebración de todos los santos y los fieles difuntos prosperaron con facilidad.
Uno de los primeros obstáculos fue que, en la teología indígena, la dualidad de sus dioses era lógica y natural, pues ellos veían al hombre y a la mujer como complemento obvio en la reproducción humana y única vía para lograr la fertilidad. Este modelo se repetía entre los animales: macho-hembra; y, así, el concepto lo aplicaron al sol y a la luna, al día y la noche… Lo dual era complementario en el cosmos, y por ello sus dioses supremos fueron Ometecuhtli y Omecíhuatl, hombre y mujer. El prefijo náhuatl ome significa dos. Esta dualidad divina fue conocida con el nombre de Ometéotl y, a partir de esta pareja, les resultó más fácil entender la creación.
La primera acción de Ometéotl fue crear a otras cuatro deidades que son conocidas como los Tezcatlipocas: el rojo, el azul, el blanco y el negro, quienes son, respectivamente, Xipetotec, Nuestro Señor desollado; Huitzilopochtli, Colibrí Zurdo, la deidad guerrera; Quetzalcóatl, y Tezcatlipoca, el Espejo que Humea y a quien representaban con un pie descarnado. Hay contradicciones en las versiones mitológicas, pero abundantes puntos de concordancia. En la cultura náhuatl, Tezcatlipoca Negro y Quetzalcóatl acudieron a un océano primigenio donde habitaba Cipactli, un monstruo del cual surgió nuestro mundo. Tezcatlipoca Negro le ofreció como señuelo su pierna y este emergió del abismo y se la comió. Entonces, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl domaron a Cipactli, dando origen de la tierra.
La versión indígena de la creación, tanto como el Génesis y aun la ciencia moderna, coinciden en que el origen de la vida surgió en el océano; la Biblia afirma que, en el principio, “el Espíritu de Dios se movía sobre el agua”. Sin embargo, la cosmovisión dual indígena fue punto de choque cuando los primeros evangelistas hablaron de la Trinidad, concepto teológico que los rebasaba por mucho y que tuvieron que aceptar como dogma, en lo abstracto, abandonando la lógica creadora que les mostraba todo en la naturaleza. La dualidad indígena y la Trinidad cristiana no eran compatibles, y su entendimiento se dificultó más con la visión masculina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

I. ¿Monoteísmo?

Algunos estudiosos contemporáneos suponen que, entre las principales castas sacerdotales, había quienes intuían la existencia de una fuerza creadora superior por encima de Ometéotl; era una voluntad creadora llamada Tloque Nahuaque (El que está cerca, al lado y alrededor de las cosas) “Señor de lo cercano y lo lejano”.
De acuerdo a la mitología náhuatl, Tloque Nahuaque fue el dios creador y ordenador de todas las cosas; él se creó a sí mismo según su pensamiento. Aunque esta deidad no fue representada en el México antiguo y, por lo tanto, no hay evidencia de culto a su existencia, en la literatura náhuatl se advierte, lo que no está plenamente aceptado por arqueólogos e historiadores.
Defienden la existencia de este dios supremo el doctor Miguel León Portilla, en su libro Filosofía Náhuatl; José Luis Martínez, en su libro Nezahualcóyotl. Vida y obra; Fernando Alva Ixtlitlxóchitl y Diego Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, quien cita: “Será razón que tratemos del conocimiento que tuvieron de un solo Dios y una sola causa, que fue aquel decir que era substancia y principio de todas las cosas; y es así que como todos los dioses que adoraban, eran los dioses de las fuentes, ríos, campos y otros dioses de engaños, concluían con decir: ¡oh Dios, en quien están todas las cosas!, que es decir el Teo tloque nahuaque, como si dijéramos ahora, aquella persona en quien asisten todas las cosas acompañadas, que es solo una esencia. Finalmente, este rastro tuvieron, de que había un solo Dios, que era sobre todos los dioses…”.
El rey poeta, Nezahualcóyotl, en uno de sus cantos, decía: “Es el Dador de la vida que sustenta a la tierra”. Otro, en Cantares Mexicanos, refiere: “… existe la ciudad de Tenochtitlan, el Dador de la vida la hace florecer”.

II. Los reinos de la muerte

Para los indígenas no había ni cielo ni infierno, aunque, después de la muerte, sí había otro tipo de vida y existencia. El gran Señor de la muerte se llamaba Mictlantecuhtli y su esposa, Mictlancíhuatl. Cíhuatl significa mujer. Ellos reinaban en el Mictlán, un lugar del inframundo propio para los muertos comunes, donde permanecerían hasta la eternidad sin pena ni gloria. Quetzalcóatl, como un Orfeo indígena, bajó a los “infiernos”, al Mictlán, donde estaban los huesos de los antepasados de los hombres y con ellos dio vida a una Quinta Humanidad, que es la nuestra. Quetzalcóatl robó aquellos huesos y también a las hormigas, los granos de maíz, para que el humano pudiera alimentarse.
Para honrar al Mictlán, algunos pueblos indígenas hacen referencia a su nombre. En Oaxaca, está Mitla, famosa zona arqueológica por las grecas de las fachadas de sus edificios. Mitla, en su significado náhuatl, es “Lugar de muertos”. Además del Mictlán, estaba el Tlalocan, donde reinaba Tláloc, la deidad del agua. A este sitio iban quienes morían a causa de un rayo, granizo o ahogados, y quienes padecieron enfermedades bubónicas.
El Tlalocan, de acuerdo con dibujos en códices y un mural de Teotihuacán, era un jardín con flores, donde corrían arroyos y volaban aves y mariposas. Este escenario era lo más parecido al cielo cristiano, pues se mostraba como un lugar de placer. El destino de los muertos estaba condicionado a la forma en que fallecían. Las mujeres que perdían la vida en el parto eran llamadas Cihuateteos y se representaban con el rostro descarnado, cadavérico. Se les ve de hincadas y sentadas sobre sus piernas, con las palmas de las manos extendidas hacia el frente. A partir del cuarto año del fallecimiento, las Cihuateteos se convertían en coloridas aves que acompañaban al sol en su viaje diurno, desde el amanecer hasta el mediodía.
Bernal Díaz del Castillo relata que la conquista de México Tenochtitlan fue anunciada con presagios, entre los cuales había una cihuateteo que gritaba por las noches y se lamentaba por el destino que tendrían sus hijos los mexicanos. Esto es un antecedente de leyenda de la llorona, pero la leyenda está generalizada en todo el país e incluso en América. La llorona también se relaciona con Cihuacóatl, una mujer serpiente.
Había otro tipo de aves, las que volaban junto al sol desde el mediodía hasta el ocaso. Eran los guerreros muertos en batalla, quienes también mutaban después del cuarto año de su fallecimiento. Una de las órdenes militares de méxico-tenochtitlan era, justamente, los guerreros águila y, en el escudo de la fundación de la ciudad, vuelve a aparecer el águila, como símbolo del sol. Las aves simbolizaban presagios, como consta en códices como el borbónico, y tenían relación con los días del calendario; algunas plumas eran muy preciadas como moneda.
Luego de comprender estos conceptos, se entiende de manera más amplia el Nican Mopohua, referente a las apariciones en el Tepeyac, aquella mañana del 9 de diciembre de 1531: “Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de dios y de sus mandatos, y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del Coyoltototl y del Tzinitzcan y al de otros pájaros finos. Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿quizá nomás lo estoy soñando? ¿quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿dónde estoy? ¿dónde me veo? ¿acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía el precioso canto celestial. y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito, Juan Dieguito”.

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