Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
viernes, 16 de noviembre de 2018
Afrontar las implicaciones de las Escrituras -John Shelby SPONG
«Fue concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María.» Esta frase se encuentra en el corazón de los credos históricos de la Iglesia católica. Lo mismo que todas las afirmaciones teológicas, los credos rebosan de palabras simbólicas y significados distorsionados por el tiempo. La frases de los credos siempre miran hacia atrás, a sus orígenes, así como hacia adelante, más allá de sus límites. Por detrás de las palabras siempre existe una experiencia que exige una explicación racional. Más allá de las palabras siempre hay un ámbito de verdad que nunca puede reducirse realmente a palabras. Hasta la palabra más importante, Dios, fundamental en toda tradición religiosa, no es en último término más que un símbolo, extraído de una experiencia indicativa de una verdad que debe hallarse más allá de todas las definiciones que se le han dado a lo largo del tiempo. Probablemente sea inevitable que las mentes comunes de los hombres y las mujeres se tomen siempre al pie de la letra los símbolos de su herencia religiosa. Las mismas abstracciones del lenguaje teológico pueden ser tan difíciles como para agotar emocionalmente. Pero esto también significa que estos símbolos muy literalizados tendrán que morir inevitablemente con el paso del tiempo. La única forma de mantener siempre vivos esos símbolos consiste en abrirlos periódicamente para poder llenarlos con nuevos significados. Ningún símbolo puede permanecer indefinidamente como una verdad infalible.
Si este análisis es correcto, entonces, y a pesar del furor que demuestran tradicionalmente las gentes religiosas contra aquellos que insisten en abrir los símbolos, persiste el hecho de que, en realidad, los «defensores de la fe» del pasado sólo pueden ser quienes hayan cobrado conciencia de que los símbolos siempre tienen que estar cambiando. Sólo esas personas pueden asegurar la transmisión en el tiempo de la verdad que existe siempre más allá de los símbolos. Los verdaderos enemigos de un sistema de fe no son quienes hacen doblar la rodilla a la tradición, sino quienes la congelan, los cuales, al no ser capaces de cambiar y crecer, transforman los símbolos en momias y hacen imposible que quienes viven en un mundo cambiante permanezcan con integridad en el seno de ese hogar de fe.
La Iglesia institucional necesita reconocer que por cada fundamentalista literalizante o tradicionalista hay siempre el contrapunto de quien prefiere alejarse de la vida de la Iglesia una vez que el mensaje literalizado se ha hecho demasiado increíble como para abrazarlo. Los que se han dado de baja se convierten entonces en miembros de la asociación de ex alumnos de la Iglesia y aceptan la ciudadanía del mundo secular. No se puede defender la fe del pasado a menos que esa fe esté abierta al cambio, al crecimiento y a la aceptación de nuevo significado. Los literalistas de la vida religiosa no logran comprender que los símbolos literalizados son símbolos condenados. Lo mismo sucede con el sistema de fe cuyos seguidores han intentado retener su verdad dentro de las formas establecidas del pasado.
Esta batalla lleva librándose en el seno de la Iglesia cristiana desde hace dos mil años, y siempre ha sido lo mismo. Los símbolos de nuestra historia de fe siempre se han literalizado. El tiempo continúa su marcha y el conocimiento se expande, hasta que los símbolos literalizados empiezan a resquebrajarse. Antes de que se haya completado la grieta, los defensores eclesiásticos del dogma luchan vigorosa, e incluso maliciosamente, por conservar la autoridad de su versión sin vida de la verdad. Mientras ese grupo disponga del poder social y político para hacerlo así, seguirá excomulgando, impondrá retractaciones, iniciará juicios por herejía, destituirá y hasta quemará en la hoguera a todos aquellos que busquen la nueva verdad o incluso las nuevas versiones de la vieja verdad. En esa lucha habrá víctimas. Sólo hay que recordar a Galileo, a Copérnico, o al reverendo William M. Brown, el obispo episcopaliano de Arkansas, que fue destituido en los primeros años de este siglo por creer en la evolución.
No obstante, cuando la institución eclesiástica empieza a perder su poder social y político, como sucede en la actualidad, sus contraataques contra las nuevas revelaciones se limitarán exclusivamente al empleo de tácticas tales como el hostigamiento, el ridículo, la marginación o la representación errónea. Esa fue la táctica utilizada por Samuel Wilberforce (el Zalamero Sam), obispo de Oxford, en su campaña contra Charles Darwin, durante los últimos años del siglo XIX. Y ése fue el privilegio y el destino de algunos héroes personales, como John A. T. Robinson, obispo de Woolwich, y David Jenkins, obispo de Durham, ambos del Reino Unido, así como de James A. Pike, obispo de California. Gracias a Dios, también ha sido mi propio destino dentro de esa maravillosa, aunque no siempre valerosa, Iglesia Episcopaliana Americana. Más allá de mi propia tradición, ha sido el destino de mis hermanas y hermanos en la fe católico-romana, como Hans Küng, Charles Curran, Rosemary Ruether y Matthew Fox.
Resulta a un tiempo divertido y triste observar cómo los líderes eclesiásticos actuales se mueven cautelosamente alrededor de la pregunta de cómo comprender la afirmación eclesiástica tradicional de que la Biblia es la Palabra de Dios, pues en el fondo de sus corazones saben muy bien que esa afirmación ya no es sostenible de ninguna forma literal. La legitimidad de la esclavitud, el estatus de objeto de la mujer, el concepto de la Tierra plana, la comprensión de la epilepsia como posesión por el demonio, todo ello afirmado en la Biblia, son ideas que, simplemente, no se aceptan en el siglo XX. Lo que sucede es que la mayoría de los líderes religiosos no tienen la honestidad para decirlo públicamente. En consecuencia, lo que exponen no es más que retórica que utiliza las palabras tradicionales, pero sugieren que significan algo muy diferente a lo que significaron en el pasado. Es una estrategia comprensible, pero así nunca se conseguirá nada. Esas tácticas nos hacen pensar en batallas de retaguardia en las que se libran escaramuzas dentro de un inevitable movimiento de retirada.
Sólo aquellos a quienes los tradicionalistas consideran equivocadamente como liberales llevan consigo las semillas de renovación y de vida futura para las tradiciones religiosas del pasado. Un término algo más apropiado que «liberal» sería el de «abiertos» o «realistas». Se trata de quienes ya saben que, en último término, el corazón no puede rendir culto a lo que ha rechazado la mente. Ellos saben lo que los fundamentalistas no parecen saber: que la literalización es una garantía de muerte. También parecen saber lo que no saben los secularistas: que abandonar los símbolos históricos es como abandonar la puerta a través de la cual nuestros antepasados en la fe encontraron el significado de acuerdo con el cual vivieron. Debemos tomarnos esos símbolos muy en serio, pero no podemos hacerlo al pie de la letra.
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