jueves, 15 de noviembre de 2018

Alusiones al nacimiento en Marcos y Juan -John Shelby SPONG-3


La narrativa se inicia en el capítulo 7, justo después del episodio con sus hermanos. La división del texto bíblico en capítulos y versículos se impuso después de que cada libro hubiera sido escrito. A veces, esta imposición arbitraria ha hecho que el lector separe narraciones que el autor no tenía intención de que se leyeran por separado. Tras el rechazo de sus hermanos y a pesar de ello, Jesús subió a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos. Lo hizo de incógnito, pues había una gran disputa pública sobre él, buena parte de la cual se centraba sobre la pregunta: «¿Quién es éste?», la misma que las narrativas de la natividad se habían esforzado por contestar.

«Es bueno.» «No, sino que engaña al pueblo.» «¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?» «¿Habrán reconocido de veras las autoridades que éste es el Cristo?» 

Esta última pregunta se vio rechazada sobre la base de los orígenes conocidos de Jesús: «Pero éste sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es» (Juan 7, 27). Jesús les preguntó si realmente le conocían y sabían de dónde había venido, dando a entender que era de Dios (Juan 7, 29). 

La discusión continuaba. Jesús les gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Juan 7, 37), y poco más adelante el texto aclara al lector que estaba hablando del Espíritu que recibirían los que creyeran en él, una vez que fuera glorificado (Juan 7, 39). Eso no hizo sino intensificar el debate. ¿Un profeta? ¿El Cristo'? ¿Podía proceder el Cristo de Galilea'? ¿No decían las Escrituras que el Cristo vendría de la descendencia de David y de Belén? Cuando Nicodemo trató de defender a Jesús (Juan 7, 51), le replicaron con sorna, sugiriendo que él también debía proceder de Galilea, y le invitaron: «indaga [presumiblemente en las Escrituras] y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Juan 7. 52). 

Éstos son los antecedentes, el contexto en el que se produce el debate del capítulo 8, que se inicia con la historia de una mujer sorprendida en adulterio. En la versión estándar revisada de la Biblia se incluye una nota en la que se nos informa que las autorizadas más antiguas no contienen este episodio. Parece que se trató de un incidente auténtico ocurrido en el ministerio de Jesús, aunque originalmente no perteneció al evangelio de Juan, o, al menos, a este lugar del evangelio de Juan. Algún escriba lo colocó aquí en algún momento de la historia. ¿Por qué precisamente aquí? ¿Por qué en medio de un debate con los fariseos sobre el origen de Jesús se incluye un episodio sobre una mujer sorprendida en adulterio, a la que Jesús se niega a condenar? Jesús la llamó simplemente «mujer», la misma palabra que empleó para dirigirse a su madre en la narración de la boda de Caná. «Tampoco yo te condeno» constituye la frase que marca el momento culminante de la escena. ¿Se trataba de una historia autobiográfica? ¿Repescaba la experiencia o el recuerdo y la tradición familiar de un hijo ilegítimo y una virgen violada a quienes Dios no había condenado? ¿Que eso es ir demasiado lejos? Quizás, pero sigamos leyendo. 

El diálogo hostil con los fariseos continuó. Jesús afirmó ser «la luz del mundo» (Juan 8, 12), añadiendo poco después: «Sé de dónde he venido y adónde voy; pero vosotros no lo sabéis [...]. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado [...], el Padre» (Juan 8, 14-18). La palabra Padre elevó el debate a un nuevo nivel de intensidad. «¿Dónde está tu Padre?», le preguntaron (Juan 8, 19). A lo que Jesús respondió: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre». No era una respuesta directa. 

El debate continuó, haciéndose cada vez más agrio. Jesús habló de ir a un lugar a donde ellos no podrían ir. No le comprendieron. Jesús insistió en que ellos eran «de abajo», mientras que su origen era «de arriba» (Juan 8, 23). «Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.» «¿Quién eres tú?», siguieron preguntándole. Entonces, Jesús habló dirigiéndose a aquellos que en el texto se identifican como «los judíos que habían creído en él» (Juan 8, 31): «Si os mantenéis en mi Palabra]...] conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Juan 8, 32). De algún modo, estas palabras despertaron su orgullo judío, y le respondieron: «Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. [Con qué rapidez habían olvidado Egipto y Babilonia.] ¿Cómo dices tú: os haré libres?» (Juan 8, 33). 

A lo que Jesús respondió: «Ya sé que sois descendencia de Abraham [...I, mi Palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre, y vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre» (Juan 8, 37-38). Los judíos insistieron en que Abraham era su padre, y entonces se revolvieron contra Jesús diciéndole: «Nosotros no hemos nacido de la prostitución» (Juan 8, 41). ¿Se encuentra aquí la implicación de lo que era Jesús? La conversación fue aún más lejos. Jesús sugirió que el padre de ellos era el diablo. Sus antagonistas judíos le respondieron diciéndole que él era samaritano y que tenía un demonio (Juan 8. 45). ¿Podía significar eso también que él era hijo de la violencia, de la violación, del adulterio y que, como hijo del pecado, llevaba consigo la maldición de la ilegitimidad? ¿Encontramos aquí un indicio de que el supuesto padre no era judío? Una tradición judía posterior sugirió que el responsable fue un soldado romano. Este extraño episodio concluyó con la historia del hombre ciego de nacimiento, y los discípulos le preguntaron a Jesús quién había pecado, si el propio hombre o sus padres, para que hubiera nacido ciego. Jesús contestó que ninguno, sino que había nacido así para que se manifestaran en él las obras de Dios. 

Jesús acababa de afirmar que las obras de Dios eran manifiestas en él. Quizás esto fuera también una alusión velada a las circunstancias difíciles de su propio nacimiento. Se trataba de circunstancias sobre las que él no tenía control alguno pero que, evidentemente, debían haber configurado su vida y su sentido de la propia identidad. 

Soy consciente de que aquí actúan muchos niveles de comunicación. Se había producido un cisma en la sinagoga, de la que habían sido expulsados los judíos que creían en Jesús. Abundaban la cólera y el dolor y, seguramente, eso encontró expresión en este texto. También se expresaba la cristología de Juan, que defendía una identidad muy específica entre el Padre y la Palabra que se había hecho carne en Jesús. «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10, 30) constituye el credo de Juan. El Cristo que expresó las grandes palabras «Yo soy» (pan, agua, resurrección, camino, verdad, luz) quiso ser relacionado únicamente con el «Yo soy el que soy» de la zarza ardiente de Yahveh (Éxodo 1-14).4 Pero yo diría que por detrás de este texto se encontraba también un recuerdo y un debate sobre los orígenes de Jesús. Fue ésta una batalla que los primeros cristianos tuvieron que librar en muchos niveles. ¿Podía salir algo bueno de Nazaret? «Verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Juan 7, 52). «Nosotros no hemos nacido de la prostitución» (Juan 8, 41). 

La Iglesia afrontó abiertamente el escándalo de la cruz, transformando el instrumento de la ejecución en un símbolo de vida. Pero, en mi opinión, abordó menos abiertamente el escándalo del nacimiento de Jesús, y creó leyendas destinadas a encubrir una posible fuente de vergüenza. Quizás no pudo hacerse otra cosa, teniendo en cuenta los prejuicios contra las mujeres, la atmósfera acerca del sexo y la mentalidad patriarcal de la época. Pero yo me pregunto si Jesús es menos el Cristo de Dios, el Hijo de Dios, la Palabra encarnada si su nacimiento hubiera sido natural, si José hubiera sido su padre, o él un hijo ilegítimo, producto del adulterio o la violación. Creo que no. ¿No sería fascinante descubrir el día del gran despertar que Dios dio a conocer el poder divino de su vida en forma humana a través de un ser humano que había nacido de la carne, rota y pecadora, pero que también había nacido del Espíritu, dador de vida y total, y que ninguno de esos posibles nacimientos violaba o negaba al otro? 

Si Dios podía ser visto en el menor de estos, nuestros hermanos y hermanas, ¿no podría vérsele también, como sugería Jesús, en el hijo de una mujer violada que necesitó de la protección de un hombre para sobrevivir en un mundo patriarcal? ¿Nos atrevemos a tomar en serio la promesa bautismal de buscar a Cristo en todas las personas y de respetar la dignidad de cada ser humano? ¿Acaso es eso escandaloso? ¿O no será más bien semejante a Dios?.    

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