viernes, 16 de noviembre de 2018

Afrontar las implicaciones de las Escrituras -John Shelby SPONG-3


El debate entablado en el Vaticano, en pleno siglo XX, sobre si se debe eliminar o no la condena de Galileo es bastante ilustrativo de esta extraña estupidez. El problema no está en Galileo, sino en el seno de la Iglesia. La única cuestión que debería plantearse la Iglesia en relación con este tema es cómo de rastrera será la apología de Galileo y de todos aquellos que se vieron obstaculizados en su persecución de la verdad, debido al temor ante las represalias eclesiásticas, y hasta qué punto será honesta la confesión de la Iglesia sobre su propia incompetencia e ignorancia acerca de este tema y otros similares. Sin embargo, es difícil esperar tales acciones por parte de un cuerpo en el que se prohíbe regularmente la verdad, con objeto de preservar afirmaciones tan extrañas como la imposibilidad de error bíblico y la infalibilidad del papa.

Pero, para llevar de nuevo la discusión hacia el foco de este libro, de vez en cuando se me pregunta cómo puedo seguir diciendo con integridad los credos de la Iglesia, si no acepto como verdades literales las diversas frases que contienen. La sugerencia implícita en esa pregunta es que yo debo ser deshonesto. Desde luego, no creo que el nacimiento de Jesús de Nazaret implicara un proceso biológico diferente al de los medios de procreación natural mediante los que un espermatozoide de un hombre fecunda el óvulo de una mujer para producir una nueva vida. He tratado de demostrar que la narrativa de la natividad, si se toma literalmente y se trata como biología, deja de tener sentido. Violaría todo lo que sabemos sobre biología, genética y reproducción. Esas ideas se hallan claramente configuradas por las otras tradiciones de nacimiento virginal que circularon ampliamente por el mundo mediterráneo en los albores de la era cristiana. 

Lamento en muchos sentidos que ésos fueran los medios simbólicos por medio de los cuales la segunda generación de cristianos llegó a estructurar su historia sobre el origen de Jesús. Como trataré de demostrar en el capítulo final de este libro, ha sido demasiado alto el precio que eso ha exigido de hombres y mujeres, pero especialmente de las mujeres, pagado como sacrificios sobre los altares de esta leyenda literalizada.

No obstante, yo mismo sería el primero en oponerme a eliminar de los credos la frase: «Fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen María». No creo que ninguno de nosotros pueda volver a escribir la historia. Es precisamente a través de las narrativas del nacimiento virginal como los cristianos han interpretado históricamente nuestra experiencia de Jesús. Yo votaría por mantener intactos los credos históricos, pero permitir al mismo tiempo, e incluso animar a abrir los símbolos literalizados, de modo que se puedan estudiar, penetrar y vivir las verdades que indican esos mismos símbolos. 

Más allá de los límites de la biología está el ámbito de la especulación y la verdad teológicas. La teología no puede invalidar la biología, pero su verdad tampoco puede quedar contenida por los límites de ésta. Las verdades teológicas que señala el lenguaje de las narrativas de la natividad virginal son, en mi opinión, profundas. La tradición de la natividad proclama, en primer lugar, que en el encuentro entre lo divino y lo humano la iniciativa siempre está de parte de lo divino. Para que eso sea cierto, la historia no tiene por qué literalizarse en un cuento de agresión sexual divina, realizada sobre una complaciente joven campesina judía que respondió: «Hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). En segundo lugar, ese lenguaje dice muchas cosas con respecto a la cuestión humana surgida en la experiencia adulta del Jesús de Nazaret histórico. La integridad de su humanidad fue tan intensa, la calidad desprendida de su vida fue tan completa, el poder donador de vida fue tan total, que los hombres y mujeres se sintieron nada menos que en presencia de Dios cuando se encontraron ante él. A partir de esa experiencia surgió una afirmación de fe que indicaba la verdad de que la vida humana, por sí sola, jamás habría podido producir lo que ellos experimentaron en Jesús. Jesús era de Dios. Afirmo que eso también es cierto para mí, y que ésa es la verdad que trata de establecer la historia del nacimiento virginal. Al estar convencido de que me encuentro con Dios cuando me encuentro con Jesús de Nazaret, también considero la afirmación que hace el credo sobre sus orígenes como un poderoso símbolo de esa realidad. 

Esta toma de conciencia, a la que ya se ha aludido antes, surgió en su forma permanente en la experiencia de la Pascua. Luego, inició su inevitable peregrinaje, al que he tratado de seguirle la pista en este volumen, que la llevó desde la Pascua al bautismo de Jesús, luego a la concepción y finalmente a la tradición de la preexistencia de Jesús con Dios. Todas estas narraciones son ciertas para la experiencia de los cristianos, pero ninguna de ellas puede literalizarse sin perder en ello los elementos esenciales de esa verdad.   

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