- John Shelby Spong
El modo en que los cristianos han contado la historia de Cristo, empezando con Agustín, en el siglo IV, y continuando con Anselmo en el XII, ha consistido en postular una creación original y perfecta de la cual la humanidad ha caído. Esa perfección original se corrompió y se perdió por un acto de desobediencia humana. Al menos, así se interpretó el relato bíblico del Jardín del Edén. Expulsados del paraíso por este acato de desobediencia, la única esperanza para los humanos era que Dios, de algún modo, viniese a rescatarnos de la caída, a salvarnos de este pecado original y a redimirnos de nuestra condena. Dados estos supuestos, no debería sorprender que se presentase a Jesús como la “operación especial de rescate” emprendida por de Dios. Su muerte en la cruz era el terrible precio que Dios tenía que pagar para salvarnos. Así, en la parte protestante del Cristianismo, aprendimos a decir cosas como “Jesús murió por mis pecados”, y en la parte Católica empezamos a referirnos a la Eucaristía como “el Sacrificio de la Misa”, lo que significa que la misa recreaba litúrgicamente aquel momento en que Jesús murió por nuestros pecados. La anterior columna terminaba con la pregunta: “¿qué hay de erróneo en estas ideas tan extendidas? Y mi respuesta fue: ¡todo! Hoy pretendo poner carne sobre el esqueleto de estas afirmaciones.
Es interesante señalar la negatividad que han mostrado las iglesias cristianas con respecto al trabajo de Charles Darwin. Se ha gastado una cantidad enorme de energías religiosas en intentos de neutralizar sus hallazgos durante el último siglo y medio, desde la publicación de El origen de las especies por medio de la selección natural, en 1859. Esta negatividad ha dado lugar a un fundamentalismo militante, llevó a juicio a John Scopes en Tennessee (*) y ha provocado intentos de promover, como alternativas, conceptos tan desacreditados como los de “ciencia de la creación” y “diseño inteligente”. Este fundamentalismo ha merecido la consideración de las instituciones, e incluso del Presidente número 43 de los Estados Unidos. Ha motivado que los políticos fuercen en los distritos escolares una prudente edición de libros de texto para la escuela pública, a fin de permitir que las alternativas a la evolución parezcan creíbles. Uno no entiende esta clase de reacción emocional a menos que exista también un profundo sentimiento de amenaza. El trabajo de Darwin ha minado, sin duda, la seguridad que la religión tradicional busca proporcionar. Y hemos de preguntar: ¿cuál es la naturaleza de esa amenaza? Bueno, en su primera fase está claro que Darwin desafió a la lectura literalista de la Biblia, especialmente al relato bíblico de la creación, que sustentaba las afirmaciones de los fundamentalistas. Eso, sin embargo, no parece suficiente como para generar los niveles de hostilidad emocional hacia la evolución que las iglesias han mostrado a lo largo del último siglo. La verdad es que, desde el principio de la disputa, los fundamentalistas decidieron que cada día del relato de la creación podría haber sido un millón de años o más, lo cual bastaba para poner a salvo su literalismo bíblico (o eso creían ellos). Esta respuesta no satisfacía ningún criterio científico, pero reducía la amenaza y calmaba el temor. Como vamos a ver, la verdadera razón de esta hostilidad tenía que ser más profunda.
La implacable hostilidad de los cristianos tradicionales hacia Darwin se debe a que este científico destruye la forma en que se ha contado la historia de Jesús durante mucho tiempo. Si Darwin está en lo cierto (el mundo de la ciencia está abrumadoramente convencido de que lo está, y sus ideas se han confirmado con el descubrimiento del ADN), entonces la forma que tradicionalmente han tenido los cristianos de contar la historia de Jesús se desvanece ante nuestros ojos. Permitidme que examine más detenidamente esta idea.
Basándose en una lectura literal de los primeros capítulos del Génesis, el relato tradicional comienza con la estampa de la creación perfecta, que era buena y estaba ya en su plenitud. Uno no puede pretender que la creación era ya perfecta a menos que el proceso estuviese concluido. Un universo aún en evolución no llevaría a afirmar que estaba acabado o completo. Pero esta idea es la que está en el corazón de las tesis de Darwin. Él dijo que nunca hubo una creación perfecta, acabada, sino que hemos estado evolucionando durante mucho tiempo. El mismo Darwin no supo exactamente durante cuánto tiempo había ocurrido esto, sólo sabía que aún estaba ocurriendo. En este momento, aún se están formando nuevas galaxias. Nosotros mismos, los humanos, somos parte de la vida, y hemos estado evolucionando desde que ésta comenzó hace unos 38.000 millones de años, cuando se inició el viaje en forma de células sencillas. Durante cientos de millones de años, la vida evolucionó, primero hacia la complejidad multicelular, luego hasta la división entre plantas y animales, ya con primitivas formas de conciencia entre éstos últimos; después comenzó el viaje de los seres vivos desde el mar hasta la tierra emergida, que tuvo lugar hace unos 600 millones de años; luego vino el predominio de los reptiles, representado por los dinosaurios; después vinieron los cambios climáticos que tuvieron lugar hace unos 65 millones de años y supusieron la extinción de los dinosaurios, lo que permitió el comienzo del predominio de los mamíferos; después, el viaje continuó hacia el desarrollo de formas más elevadas de conciencia y, finalmente, hacia el admirable salto de la conciencia a la auto-conciencia, que produjo la forma de vida que llamamos “humana”. Dependiendo de cómo definamos la vida humana, este último paso se dio en algún momento de los últimos 250.000 años. No hay absolutamente ninguna evidencia, en ningún lugar, de que con la vida humana se haya alcanzado el objetivo final de la evolución. El Homo sapiens lo cree así, pero supongo que, hace 65 millones de años, los dinosaurios también lo creerían. En lugar de esto, la evolución indica que la vida es un proceso en marcha, no un producto terminado. Ciertamente, hoy no tiene sentido afirmar que la vida humana comenzó con una perfección original. Veamos ahora lo que esta conclusión, hoy bien afianzada, puede significar para la forma tradicional de relatar la historia de Cristo.
Si no hubo una perfección original, no pudo haber caída de esa perfección al estado que llamamos “pecado original”. Así, la idea del pecado original es, en el mejor de los casos, mitología predarwiniana y, en el peor, un sinsentido postdarwiniano. Está claro que ya no es una forma viable de describir esa imperfección que observamos en la condición humana y que llamamos “el mal”. Para terminar de empeorar la cosas, si no hubo caída de la perfección al pecado, no había necesidad de un rescate divino, así que la interpretación de Jesús como salvador del pecado, redentor de los caídos o rescatador de los perdidos no es otra cosa que una construcción verbal inútil y, en consecuencia, las denominaciones “salvador”, “redentor” o “rescatador”, que aplicamos a Jesús, carecen de sentido. Si no hubo caída (ni siquiera metafóricamente) no puede haber restauración del estado anterior, para nada y para nadie puede restaurarse un estado que ni las personas ni las cosas han disfrutado antes. Así que Darwin desafía el marco de referencia en el que los cristianos, durante siglos, han contado la historia de Jesús. Desafía ese marco y, finalmente, lo destruye. Y lo más trágico es que no conocemos otra forma de contar nuestra historia. Por lo que, si Darwin tiene razón, el cristianismo, tal como lo hemos entendido, está equivocado, y por tanto tiene los días contados. Es este un sistema teológico basado en una concepción antropológica ya abandonada, y la buena teología nunca puede construirse sobre una base semejante. ¡Esto significa que ninguna figura divina vino nunca de Dios a este mundo para ser el salvador de una humanidad caída! Aun así, esta teología ha configurado nuestra liturgia, nuestra interpretación de la Eucaristía, nuestros himnos, nuestras oraciones y nuestros sermones, por no hablar de la interpretación de Dios y de Jesús, que durante siglos se ha expresado en los credos. Cuando apreciemos la profundidad del desafío planteado por Darwin, quizá empezaremos a entender por qué los fundamentalistas se aferran tan apasionadamente a sus anticuadas ideas y por qué creen incluso que, para que estas ideas sobrevivan, el único camino es imponerlas a los demás. Esto también nos ayuda a entender por qué las estadísticas de adhesión de las iglesias más importantes están en caída libre. Saben estas iglesias que el antiguo literalismo ya no funciona, pero no saben cómo reemplazarlo, así que están a la deriva, sin un mensaje, y ya no pueden mantener la fidelidad de la gente a sus estructuras institucionales. Actualmente, distanciarse de la religión es relativamente fácil.
¿Significa eso que estamos asistiendo al fin del Cristianismo? Sospecho que sí, si por Cristianismo entendemos la forma tradicional de presentar el relato cristiano. La pregunta que tenemos que hacer –y es una pregunta radical, que muchos “mensajeros” nos plantean- es esta: ¿la única forma de contar la historia de Cristo es la forma tradicional?, ¿es el teísmo la única forma de hablar sobre Dios?, es decir: ¿sólo se puede definir a Dios como un ser sobrenatural que habita en algún lugar exterior a este mundo, un ser que puede irrumpir en el mundo (y de hecho lo hace) para venir en nuestra ayuda o para responder a nuestras oraciones? ¿La única forma de hablar de Cristo es considerarlo la encarnación de este Dios teísta, alguien que, como dice el himno Cristiano de Charles Wesley´s, fue un ser divino sólo que oculto tras la carne? El hecho es que sólo en el marco de estas categorías anacrónicas podemos hablar de estar “salvados”; sólo en ese marco la actual liturgia puede ser significativa; sólo en ese marco podemos hablar de alcanzar el perdón o incluso de la vida después de la muerte. Cuando desechamos la pieza central de este puzle tan cuidadosamente construido, ¿queda algo? ¿No se deshace todo el sistema religioso de los últimos 2000 años, quebrándose, como una delicada pieza de cristal, en un millón de fragmentos que no pueden volver a unirse? Ser capaz de “pensar diferente” sobre la fe cristiana, o “aceptar la incertidumbre” ante esta clase de desafío, no significa sólo picotear aquí y allá en las fronteras de nuestro sistema religioso; no significa simplemente maquillar el rostro del cadáver del pensamiento cristiano tradicional. “Pensar diferente” y “aceptar la incertidumbre” supone, más bien, una llamada a la revisión radical de nuestro relato de la fe. Requiere que encontremos una nueva puerta de entrada en ella. Supone estar dispuestos a renunciar a lo que sabíamos, para peregrinar a un lugar del que no se han trazado mapas de carreteras, y en el que no hay señales de tráfico. Tenemos la responsabilidad de echar andar, pues no tenemos más remedio que adentrarnos en la bruma del no-saber. Muchos ya no están dispuestos a asumir el riesgo de emprender este viaje. Son los nuevos fundamentalistas. Para ellos, esta transición es demasiado dolorosa. Pero la alternativa no es sino una vida de decepción y vanas ilusiones. La honestidad teológica exige que admitamos que hemos llegado a un estado de bancarrota total de nuestros símbolos cristianos tradicionales. ¿Y qué hacemos ahora?
Primero debemos reconocer que la buena teología nunca puede construirse sobre la base de una mala antropología. Así que debemos empezar por entender qué significa ser “humano”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario