Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
lunes, 26 de noviembre de 2018
LA CORRUPCIÓN HUMANA SEGÚN LA BIBLIA - J . S . SP O N G
-John Shelby Spong
Al principio todo estaba bien, viene a decir el más antiguo relato bíblico de la creación (Gn. 2:4-3:24). La vida en el Jardín del Edén, tal como allí se retrata, simboliza esta bondad. El jardín tenía todo lo que un ser humano podía desear: había agua abundante, fruta, vegetación… e incluso el autor del relato añade que había oro y piedras preciosas, como el ónice. ¿Para qué, exactamente, podía necesitar oro u ónice la primera pareja? Es algo que no se nos dice pero, como se suelen considerar cosas valiosas, el jardín tenía que contar con ellas.
En este relato, el segundo símbolo de la perfección original consiste en que el varón y la mujer vivían en perfecta armonía con Dios. Así lo expresa el hecho de que, cada día, con el frescor de la tarde, Dios bajaba del cielo para charlar con sus dos amigos, Adán y Eva. En aquel tiempo en que no aire acondicionado, Dios sabía muy bien que era preferible no verse en las horas de más calor, en las que sólo los más excéntricos (*) salen a pasear. Así que Dios sólo se aventuró a salir (probablemente con su sombrero de paja y su bastón) “con el fresco de la tarde”.
Sin embargo, también nos informa el autor de que, cuando Dios instaló al hombre y a la mujer en este jardín al principio, les puso una única restricción. Tenía acceso a todas las plantas y árboles del jardín excepto a uno: un árbol, plantado por Dios y conocido como “el árbol de la ciencia del bien y del mal”. El hombre y la mujer tenían prohibido comer el fruto de aquel árbol. Dios impuso esta restricción y el terrible precio que habría de pagar quien la incumpliera: “si coméis de este árbol de en medio del jardín, moriréis”.
El texto da a entender que, durante un tiempo, todo fue bien en el Paraíso. Sin embargo, los humanos no son indiferentes al encanto de la “fruta prohibida”. Así que fue casi inevitable que, un día, la mujer (a quien, por supuesto, el varón que escribe este relato concibe como el eslabón débil del orden de la creación) se parase a contemplar el árbol, absorta, quizá, en imaginar qué sabor tendría el fruto del mismo. Las fantasías suelen ser el primer paso hacia la trasgresión de un límite que nos viene impuesto. Y, entonces, una serpiente (símbolo de todos los malos deseos) se acercó a Eva, aprovechando la situación en la que era más vulnerable, y, con astucia, pues sabía exactamente adónde dirigir su ataque, le dijo:
– Parece sabroso, ¿no?
– Sí, señora serpiente, seguro que lo es —contestó la mujer.
– ¿Por qué no pruebas a cogerlo?
– No podría —replicó Eva—.
Dios dijo que, si comemos del fruto de este árbol, seguro que moriremos.
– Oh, no morirás, querida —continuó tentadora la serpiente mientras urdía las redes de su hechizo—. Dios os ha prohibido este fruto porque sabe que, si coméis de él, seréis tan sabios como él pues conoceréis la diferencia entre el bien y el mal. Y Dios no quiere que nadie más tenga este privilegio.
Fue una tentación ciertamente sutil decirle a Eva: «puedes ser más de lo que eres; puedes ser tan sabia como Dios». Entonces, Eva accede a pensar en ello, hasta que su deseo, al fin, gana la partida. Arranca el fruto, lo muerde y, según dice el relato, no contenta con desobedecer ella sola, se apresura a llamar a Adán para ofrecerle un poco. Entonces, ambos comen y, según sigue contando el relato, con este acto de desobediencia nació el mal.
El mundo y la vida misma, que habían sido creados para ser buenos, ahora se habían corrompido y habían caído. El mal había hecho su entrada en el Paraíso y se iba a convertir en una fuente constante de corrupción. Nos cuenta el relato bíblico más antiguo que, en aquel momento, los ojos del hombre y de la mujer se abrieron y Adán y Eva empezaron a ver cosas que nunca antes habían visto. Descubrieron, por ejemplo, que estaban desnudos, y sintieron vergüenza. Llevados de aquella vergüenza, se apresuraron a cubrir sus cuerpos con hojas de parra. Y su paseo con Dios “al fresco de la tarde”, que siempre habían considerado placentero, empezó a inspirarles temor. Una cosa era pasear con un amigo, y otra muy distinta era hacerlo con quien se iba a convertir en su juez. Así, conforme se acercaba la hora del paseo, Adán y Eva, de un modo maravillosamente primitivo e ingenuo, decidieron esconderse de la mirada de Dios, que todo lo ve, entre los arbustos del jardín. Acababan de inventar el juego del escondite que tanto fascina a los seres humanos como huir de la verdad.
Cuando Dios llegó al jardín aquella tarde, para hacer su paseo cotidiano con ellos, percibió que algo había cambiado. No veía a Adán ni a Eva por ninguna parte. Así que llamó al varón, a quien, sin duda, en aquella época patriarcal, consideraría que estaba al cargo de los dos: “¡Adán, Adán! ¿Dónde estás?” Como era la primera vez en la historia que pasaba aquello y no sabían que ra como el juego del escondite, Adán ignoraba las reglas, así que, ingenuamente, se puso de pie, levantó la mano y dijo: “Aquí estamos, Señor, escondidos entre los arbustos”.
“¿Qué diantres hacéis entre los arbustos?”, preguntó Dios que enseguida empezó comprender que algo iba mal. Por eso volvió a preguntar: “¿Habéis comido acaso del fruto del árbol que estaba en medio del jardín?” Y la respuesta de Adán mostró a las claras la capacidad humana de racionalizar la culpa: “No fui yo, Señor sino que fue la mujer, la que tú creaste para mí”. Con ello Adán quería que su culpa se hiciese extensiva a Dios. Entonces, la mujer, a su vez, se defendió culpando a la tentadora, es decir, a la serpiente. Sin embargo, el resultado central de todo este embrollo saltaba a la vista: la bondad de la creación se había venido abajo.
Entonces, Dios, ya en el papel de juez, procedió a castigar la culpa. Desde entonces, los antiguos judíos vieron, en todo lo que les parecía ser un castigo, una consecuencia de lo que parecía ser el único origen posible de dichos fenómenos. Para la serpiente, el castigo fue que estaría condenada para siempre a arrastrase sobre su vientre y morder el polvo de la tierra. Para la mujer, el castigo fue parir con dolor. Y, para el varón, el castigo fue que, en adelante, para obtener un exiguo sustento, tendría extraerlo trabajando y sudando, es decir, escarbando una tierra en la que con frecuencia brotarían más zarzas y espinas que alimento.
Pero esto no fue todo. El castigo incluía que se les expulsase del Edén y que desapareciesen así de la presencia de Dios. La comunicación con lo divino se había roto. Ya no podrían ser uno con Dios, de modo que la búsqueda de expiación se convertiría en una necesidad humana fundamental. Vivirían en un estado de alienación y habitar “al este del Edén”, por usar la expresión de Steinbeck. Con todo, el último castigo fue el más horrible: todos tendrían que morir. Dice el relato que, a partir de entonces, todo ser vivo tendría que ser finito y no infinito; mortal y no inmortal; separado de Dios y no unido con él.
Para los humanos, además, la muerte tuvo otro terrible elemento: todos los seres vivos morirían, pero sólo los humanos, que tenían conciencia de sí mismos, sabrían que este era su destino, habiendo podido ser otro, y, de este modo, tendrían que contar con él, anticiparlo, y prepararse emocionalmente para ello. La antigua historia bíblica también dice que, una vez que se les expulsó, al hombre y a la mujer, del Paraíso, las puertas del mismo se cerraron y bloquearon, y un ángel con una espada flamígera desenvainada estaba junto a la entrada, haciendo inútil cualquier intento de volver a entrar. La corrupción humana era ya completa. Ninguna vida escapaba al mal. Los humanos estarían por siempre, tras su nacimiento, en este estado de "caída". El hecho de que todos muriesen significaba que todos vivían “en el pecado” y eran por tanto culpables. No podían hacer nada para levantarse, excepto esperar pacientemente a que Dios viniese para rescatarlos.
Muchos siglos después de que se compusiera, Agustín de Hipona tomó esta historia antigua y no sólo la interpretó literalmente sino que construyó todo un sistema teológico, doctrinal y moral, en torno a ella. Esta teología pasó a situar a la historia de Jesús en un marco que todavía nos es familiara la mayoría de nosotros. Este marco tenía varias partes. Se enraizaba en la perfección de la creación de Dios. Pero asumía que los humanos eran quienes habían destruido aquella perfección original por un acto de desobediencia. Aquel acto era el que había corrompido todo el proyecto. Era el “pecado original” el que, irreparablemente, lo manchaba todo en la vida pues aquel pecado se transmitía de generación en generación. Nadie podía escapar fuera de él. Nadie podía salvarse a sí mismo de él. Todo lo que uno podía hacer era esperar un rescate por parte de un salvador que viniera de Dios, alguien que no estuviera contaminado y que pudiera redimirnos de “nuestra caída”.
Este anhelo de rescate fue la lente a través de la cual los cristianos occidentales, de origen gentil y contemporáneos de Agustín (es decir, cuyo origen no era judío), leyeron e interpretaron los sueños mesiánicos de las Escrituras hebreas. Cuando el cristianismo se convirtió en la religión establecida en el mundo gentil occidental, la historia del Cristo se insertó en el marco de aquella interpretación teológica de la condición humana. Jesús fue la “operación rescate” de Dios. Su muerte en la cruz fue el pago que "Dios" reclamaba, según aquella historia, por nuestros pecados y para consumar nuestra salvación. Así, en el cristianismo protestante acabamos por formular un mantra indiscutido que proclamaba que “Jesús murió por mis pecados” y, en el cristianismo católico romano, la Misa se convirtió en la repetición del momento sacrificial en el que Jesús pagó el precio de nuestra salvación.
Con el tiempo, los creyentes desarrollaron una creencia mágica del poder purificador de la sangre de Jesús derramada en la cruz. Los protestantes quisieron quedar limpios bañándose en la sangre de Jesús; y los católicos, lavarse interiormente bebiendo su sangre. Ésta fue la forma predominante en la que el cristianismo contó la historia de Jesús y todavía está profundamente arraigada en nuestra mente, en nuestros himnos, oraciones, liturgias y sermones. ¿Qué hay de erróneo en esta interpretación? ¡Todo! Incluye una mala antropología que no es verdad. ¿Podemos encontrar un nuevo modo de narrar la historia de Jesús, que esté alejado de este esquema? Espero que sí porque, si no, el Cristianismo seguramente morirá.
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