domingo, 25 de noviembre de 2018

ENTENDER EL ORIGEN DEL MAL -J . S . SP O N G


— John Shelby Spong


Una mala teología es inevitable cuando se basa en una mala antropología. Es decir, nuestra forma de entender la condición humana influye de forma determinante en nuestra forma de entender a Dios. Esto se ve claro cuando las personas religiosas se enfrentan al mal y tratan de explicar su origen. Hoy no hace falta argumentar la realidad de la maldad. Las historias que documentan su realidad aparecen en las primeras páginas de los periódicos y en los titulares de los telediarios. Sin embargo, aunque la presencia y la realidad del mal son algo casi universalmente reconocido, las definiciones del mal son muy variadas, y la explicación de su origen ha sido un debate importante de cualquier época. Antes de la nuestra, el origen del mal se representaba mitológicamente de formas muy diversas. Actualmente, todo el mundo parece saber intuitivamente que hay algo muy profundo en nuestras vidas que es fuente de impulsos hostiles, malévolos, de desconfianza y de muerte incluso. Con frecuencia, la profundidad de esta realidad nos sorprende. Es como si esta realidad echase por tierra la imagen auto-complaciente que nos solemos formar de nosotros mismos. Nos sentimos perplejos ante un mal que parece formar parte de nuestro ser. Si echamos la vista atrás, san Pablo veía el mal como una fuerza exterior que lo tenía apresado de algún modo. Explicó su experiencia diciendo: «el pecado se sirvió del bien para procurarme la muerte» (Rom. 7, 13). Y, poco después, en un tono similar, expresó que, aun sabiendo que algo era malo, aun así eligía hacerlo: «ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado, que habita en mí» (Rom. 7, 17).

En Persia, los judíos fueron a parar, por primera vez, a una sociedad en la que un dualismo radical dividía el conjunto de la realidad en dos reinos, uno bueno y otro malo, y en la que, por tanto, había otra concepción de la que ellos tenían. La creación era allí una mezcla de dos poderes eternos y rivales; no hubo sólo un comienzo del mundo bueno, que era obra de Dios, tal como decía el relato bíblico; la vida era una mezcla de bien y de mal, de luz y de oscuridad, de espíritu y de carne, de cielo y de tierra. Pero esta concepción dualista, además, no sólo era persa; también ocupaba un lugar central en Grecia. Platón, por ejemplo, describía al ser humano según la analogía de un carro tirado por dos caballos: uno representaba las aspiraciones y deseos más altos, propios del alma, y el otro, los más bajos, propios de la carne. La tarea del auriga era, entonces, la gobernar estas fuerzas enfrentadas de manera que la naturaleza superior guiase siempre a la inferior. 

En el fondo de esta divergencia teológica entre el dualismo y los testimonios bíblicos, está la divergencia entre dos imágenes de Dios mutuamente excluyentes. Para los dualistas, el bien y el mal son fuerzas igualmente divinas que luchan por predominar. La fuerza contraria al bien puede llamarse “demonio”, “Satán” o “el mal”, pero representa una entidad cuyo estatus es igual al de Dios e independiente de él. Para los judíos, que consideraban a Dios uno y supremo, el mal no era un poder autónomo sino la corrupción de la bondad original de la creación. Esta convicción judía se expresó en el Shemá: “escucha, Israel, el Señor tu Dios es uno”, y se fundamentó en los mandamientos, en los que estaba escrito: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás otros dioses además de mí”. Esto significaba que para los judíos el mal debía entenderse como una corrupción del bien. Así, en la tradición judía, Satán no era un ser independiente sino un ángel caído a quien Dios había expulsado del cielo por haber liderado una rebelión contra él; y la condición humana no era mala en su origen sino que se había pervirtido por un acto de desobediencia que había destruido para siempre la bondad de la creación.

Aunque estas ideas estaban presentes en la mitología de los relatos judíos de los orígenes, no se desarrollaron de modo sistemático hasta el siglo IV de nuestra era, de la mano de Agustín, el teólogo cristiano más importante de los primeros mil doscientos años del cristianismo. Agustín fue obispo de una ciudad del norte de África llamada Hipona. Hoy está canonizado por la tradición y de hecho nos referimos a él como san Agustín. Agustín tuvo una historia personal muy interesante antes de convertirse al cristianismo. La crónica de la mayor parte de dicha historia está en un libro titulado Las Confesiones. Agustín fue presa, según él, del “anzuelo de la carne”. Tuvo distintas amantes y con alguna convivió lo suficiente como para tener un hijo. Se consideró a sí mismo un maniqueo, lo que significaba que era seguidor de Mani, un dualista del Medio Oriente. Finalmente, inspirado por el testimonio de su madre, Mónica, que era cristiana, e influido por un obispo cristiano llamado Ambrosio, se convirtió y puso su enorme capacidad intelectual al servicio de la fe recién adoptada. Asumió que, como teólogo cristiano, su misión era explicar todos los misterios y uno de ellos era el origen del mal en un mundo que los cristianos creían creado por un Dios bueno. Para llevar a cabo esta tarea, acudió a las Escrituras de la tradición judeocristiana, que él creía, como los cristianos de entonces, que era la “Palabra de Dios”, y que, por tanto, contenían la clave para la comprensión de todas las cosas. Agustín no sabía nada sobre el origen y la historia de dichas Escrituras, pero asumía que su trabajo era escrutarlas para extraer de ellas las verdades últimas y definitivas.

En el texto sagrado, Agustín encontró dos relatos diferentes de la creación, que van seguidos en el libro del Génesis. En realidad, se escribieron en dos épocas diferentes, separadas por unos quinientos años, y en circunstancias muy diferentes. Pero él unió los dos textos y los usó como punto de partida de su interpretación del mal. Del primer relato (Gen. 1:1 – 2:4a) tomó la idea de la perfección de la creación. Es el relato de los “siete días”, que sugiere que Dios, que es el origen de todo lo que es bueno, creó de la nada la tierra, el sol, la luna y todos los seres vivos: las plantas, los peces, los pájaros, todas las “bestias del campo” incluida “toda criatura reptante que repta sobre la tierra”. Después, al sexto día, para completar la creación, y quizá como su corona y su cumbre, Dios creó la vida humana. Creó al hombre como varón y mujer y ambos fueron juntos expresión de la imagen divina. A esta pareja recién creada, Dios le otorgó el gobierno de todas las cosas y les encomendó ser fieles a él y crecer y multiplicarse. Y el relato termina diciendo que Dios vio que todo lo que había hecho era bueno. No había ningún dualismo entre el bien y el mal. Todo era bueno: toda carne, todo deseo, toda criatura. La creación estaba completa y por eso se asumía que todo era perfecto. Nada puede ser perfecto si es incompleto o si aún está evolucionando. El relato anuncia que la creación está completa justo cuando dice que, al séptimo día de aquella primera semana, Dios descansó de todas sus tareas. Así estableció el Sabat, que, a partir de entonces, fue el día de descanso de toda la creación.

Este relato, que nos es tan familiar, es producto de un período de la historia judía conocido como “la cautividad de Babilonia”, lo que nos lleva a fecharlo a finales del siglo VI antes de nuestra era común. Se escribió con dos objetivos. En primer lugar, el escritor, que pertenecía a un grupo al que ahora denominamos “escritores sacerdotales”, quería un relato judío de la creación que se fijase y se estableciese en contraste con el relato babilonio. En segundo lugar, quería asentar la costumbre del día del Sabat como señal de identidad del pueblo judío, de modo que esta costumbre distinguiese a Israel del resto de los pueblos. Los judíos tenían que ser —creía este autor— el pueblo que se diferencia de los demás por no trabajar el séptimo día de la semana; así, su existencia separada los mantendría a salvo de perder su identidad, cosa que ocurriría en caso de mezclarse y de terminar casándose su gente con gente de otros grupos étnicos. Sólo mediante una separación estricta podrían ser aquello a lo que – según creían– Dios los había llamado: ser el pueblo a través del cual todas las naciones de la tierra serían bendecidas. Ésta era su vocación, su misión mesiánica, su destino histórico y sagrado. El himno del primer capítulo del Génesis acerca de la creación se concibió con idea de afirmar que Dios es uno y que su creación es buena, y para justificar la condición separada de Israel, en la que descansaba su esperanza de supervivencia como pueblo. 

Cuando este grupo de “escritores sacerdotales” se puso a reunir las Escrituras sagradas de los judíos (proceso que tuvo lugar durante y después del exilio, es decir, a comienzos del siglo V antes de nuestra era común), situaron su relato de la creación como primer capítulo del primer libro de su "historia sagrada", es decir, como primer capítulo de lo que más tarde se llamaría La Torá, es decir, la Ley. Esto comportó relegar un relato de la creación más antiguo que aún conservaban, a un segundo lugar en el orden de presentación. Este relato más antiguo, que se había escrito unos 400 o 500 años antes, era mucho más primitivo y, ciertamente, el propio texto ponía de manifiesto este origen más arcaico. Su narración era bastante diferente e incluso contradictoria si se compara con la más reciente, que ahora la precedía. Mientras en el relato más moderno (que, como decimos, había pasado a ocupar el primer lugar), la creación de los seres vivos se hacía de una forma ordenada (de las plantas a los animales y de éstos a la vida humana), en el segundo relato (el de redacción más antigua), la creación del hombre, formado del polvo de la tierra, era lo primero; luego era cuando Dios le preparaba un lugar donde poder vivir, es decir, un magnífico huerto-jardín (pues tal es la etimología de la palabra de donde procede la nuestra de "paraíso"). Después es cuando viene la creación de todos los animales, cuyo fin era servir de compañía al hombre. Y sólo al final, cuando queda claro que ningún animal es capaz de satisfacer la necesidad de compañía del hombre, es cuando Dios crea, a partir del propio varón, a la mujer. Así pues, en este relato más antiguo, la mujer no es igual al hombre, a diferencia de lo que se cuenta en el relato escrito después y que ahora está situado en primer lugar. En el relato más antiguo, la mujer era algo secundario: creada a partir de una costilla del hombre, y cuyo fin era ser ayudante y auxiliar del varón. El hombre tuvo el poder de ponerle un nombre, igual que había hecho antes con los animales; lo cual significaba que tenía poder y control sobre ella. Los nombres del primer hombre y de la primera mujer, en este relato más antiguo, son los de Adán y Eva. El huerto-jardín en que vivían era el Edén. Los dos relatos de la creación, pese a ser diferentes y haberse escrito con una diferencia de siglos, tienen en común afirmar la perfección de la creación. Sin embargo, aún quedaba por explicar cómo había entrado el mal en aquel huerto-jardín primordial. La caída de los judíos del lado del mal sería una corrupción de aquello que, al principio, era bueno. San Agustín, como ya hemos dicho, uniría estas dos historias y las convertiría en la base de su explicación del mal. Así explicaría por qué todos los humanos están corrompidos, por qué mueren y por qué necesitan un rescate y una salvación mediante la intervención de la divinidad. 

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