Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
domingo, 25 de noviembre de 2018
LA CONDICIÓN HUMANA E N LA RELIGIÓN TRADICIONAL-J . S . SP O N G
John Shelby Spong
En una entrega anterior de esta serie ya hemos visto la transformación de la idea de Dios a lo largo de la historia humana. Hemos tratado de distinguir entre, por un lado, la experiencia de Dios como experiencia de trascendencia, admiración y estremecimiento y, por otro, la explicación de lo que Dios es, explicación que ha pasado por el animismo, los cultos de la fertilidad y la adoración de la Madre Tierra, la idea de un Dios entendido según la analogía del jefe tribal y, ya en la actualidad, un tipo de unidad monoteísta que se ha hecho casi universal aunque se concibe de formas muy diferentes en los diversos sistemas religiosos existentes.
A pesar de todas las pretensiones de las personas religiosas en cuanto a la certeza de sus formulaciones, persiste, sin embargo, el hecho de que ninguna inteligencia humana puede apresar definitivamente, en palabras o en credos, la plenitud del misterio de Dios; sobre todo porque los conceptos sobre Dios son producto de la mente humana, que es finita. Esto significa que los frecuentes intentos, religiosos o no, de contener en formulaciones el misterio de Dios, o las afirmaciones acerca de que esto se ha conseguido ya, son poco más que expresiones de la humana tendencia a la idolatría. A despecho de la habitual cantinela de las propagandas, no hay ni puede haber algo así como “una religión verdadera” o “una iglesia verdadera”. ¿Cómo podemos “pensar diferente” y “aceptar la incertidumbre” en lo que a la religión se refiere si no afrontamos este no saber? La verdad es que no podemos hacerlo si no lo aceptamos. Una religión que pretenda ser expansionista siempre estará en busca de poder y constantemente intentará imponerse. ¿Por qué? Porque está en la naturaleza humana tender a construir alguna poderosa fortaleza en la que esconder y resguardar su inseguridad. Si se permite a alguien cuestionar la verdad oficial, se destruye la fortaleza que proporciona seguridad. Por eso las discusiones sobre religión suelen terminar por ser pasionales e irracionales.
Cuando se concibe a Dios como un poder sobrenatural que está listo y dispuesto para venir en nuestra ayuda, entonces, sin darnos cuenta, también hemos definido la condición humana de un modo negativo: entonces, humanidad significa deficiencia y nosotros somos criaturas que deben buscar el favor de un Dios concebido a la manera teísta. Para ilustrar esto, veamos cuál es la imagen de Dios que predomina en los sistemas religiosos (especialmente en los occidentales) y qué concepción de la vida humana se sigue de dicha imagen. En el lenguaje de nuestros sistemas religiosos occidentales nos retratamos a nosotros mismos o bien como hijos de un padre celestial o bien como delincuentes que comparecen ante un juez justiciero. Somos seres que suplican, que están ansiosos por complacer a una divinidad autoritaria. Por eso, con tanta frecuencia, en nuestro lenguaje litúrgico, nos sorprendemos a nosotros mismos diciendo: “¡Ten misericordia, ten misericordia!” ¿Cómo no percibir lo distorsionadora que puede ser esta actitud? ¿Es posible que escapemos de este concepto de nosotros mismos sin abandonar la idea tradicional y popular de un Dios externo y sobrenatural que es, a un tiempo, nuestro padre y nuestro juez? No lo creo. Por eso la supervivencia del Cristianismo requiere una reforma religiosa que nos haga capaces de “pensar diferente” y de “aceptar la incertidumbre”. Si se trata de encontrar una vía para deshacernos de la negatividad irreligiosa que la religión tradicional vierte en la dignidad de nuestra condición, inevitablemente tendremos que dejar atrás la idea de un Dios sobrenatural y externo de este tipo. La cuestión más profunda entonces es: ¿podemos abandonar la concepción teísta de Dios sin abandonar a Dios? Yo creo que sí pero la mayoría de los líderes religiosos tradicionales creen que no; ellos no harán esta distinción entre el abandono del teísmo y el abandono de Dios; y, como no la harán, casi inevitablemente interpretarán mal lo que trato de decir. Permitidme que trate de encauzar este raudal de palabras teológicas.
Tradicionalmente, tanto los destinatarios como los profesionales del sistema de fe judeocristiano (que es el que, junto con elementos provenientes del mundo griego y romano, ha marcado al mundo occidental) hemos definido a Dios de forma que le hemos atribuido todo aquello de lo que nosotros carecemos. Dios es infinito, nosotros finitos; Dios es inmortal, nosotros mortales; Dios es perfecto, nosotros imperfectos; Dios es todopoderoso, omnipotente, y nosotros tenemos un poder limitado; Dios está en todas partes, es omnipresente, y nosotros estamos atados a un tiempo y un lugar; Dios lo sabe todo, es omnisciente, y nosotros tenemos un conocimiento limitado; en Dios no hay tiempo, nosotros estamos limitados por el tiempo. Estas ideas nos parecen obvias, pero la suma de ellas conforma una imagen del ser humano como ser carente de talento y de un valor último. Dios es, entonces, la extensión celestial de todo aquello en lo que nos sentimos deficientes. En correspondencia con esta concepción común de Dios, se nos ha enseñado a juzgarnos a nosotros mismos como criaturas deficientes y esta insuficiencia de la condición humana es un gran tema en la liturgia cristiana. En nuestras celebraciones, nos juzgamos constantemente a nosotros mismos como seres carentes de valor. Cantamos la “admirable gracia” de Dios y enseguida descubrimos que lo que la hace tan admirable es que salva a “un infeliz como yo” . Cantamos a Dios con palabras aduladoras como “¡qué grande eres!”, sólo para descubrir que su grandeza descansa en su divina capacidad para inclinarse y salvar a alguien pecador como yo. Nos referimos a Dios en nuestros himnos como el alfarero y a nosotros como al barro que pasivamente le ruega: “créame y moldéame”. Decimos a Dios en la liturgia que, sin su ayuda, “nada sano hay en nosotros”, “no podemos hacer nada bueno” y ni siquiera somos dignos de “recoger las migajas” que caen de su mesa. Además, nos representamos a esta divinidad exterior como un juez implacable de cuya mirada no podemos escondernos. La súplica de misericordia que sale de nuestros labios o de los de los celebrantes podría ser apropiada si se tratase de la de un niño que está ante un padre abusivamente autoritario o de la de un criminal condenado que está ante el juez pero, ¿puede ser la de un ser humano que está ante un Dios cuyo nombre es Amor? Esta concepción de lo humano es también la que se esconde tras la forma en que los cristianos hemos contado tradicionalmente la historia de Jesucristo. Jesús viene — decimos— como salvador del pecador, con redentor de los caídos y rescatador de los perdidos. Así quedamos retratados como víctimas desvalidas que suplican a su Dios que intervenga en su ayuda. Aparecemos como abandonados a nuestra debilidad y a nuestra culpa, a la espera del castigo que sin duda merecemos. Extraño retrato de la condición humana, ciertamente, pero que ha calado tanto que nos tiene embotados. Por eso nos sorprende cuando lo concienciamos.
¿Cómo viene entonces este Dios en nuestra ayuda? Decimos que enviando a Jesús para salvarnos. Y, ¿cómo consumó Jesús esta redención, esta salvación? Y decimos con san Pablo que “él murió por nuestros pecados”; es decir, que Dios, padre y juez implacable, tenía que castigar a alguien y, como nosotros éramos incapaces de soportar y de aplacar su ira, castiga a Jesús en nuestro lugar. ¿Es ésta una forma sana de ver a Dios, a Jesús y a nosotros mismos? No, y, sin embargo, es casi imposible asistir a una liturgia cristiana y no oír expresiones que implican esta versión de la historia de la salvación. Los protestantes han convertido en un mantra la frase de que “murió por mis pecados” y la repiten, semana tras semana, sin cuestionarla. Los católicos describen su principal acto litúrgico como la renovación de la crucifixión y lo llaman “el sacrificio de la misa” porque realiza el momento en el que Jesús sufrió y murió por "mis" pecados. Todos los cristianos han convertido en un fetiche la sangre purificadora de Jesús. Los protestantes quieren bañarse en ella para lavar sus pecados y los himnarios evangélicos están llenos de títulos como “lavado en la sangre”, “salvado por la sangre” o “hay un manantial de sangre”. Un texto de cuaresma de mi libro de himnos episcopaliano exhorta a Dios a “sangrar sobre mí”. Los católicos hablan de que “beber la sangre de Jesús” en la Eucaristía los limpia por dentro. Cuando caemos en la cuenta del significado de estas expresiones del “ritual de la sangre”, ¿cómo no sentir rechazo? Sin embargo, coexistimos con esta mentalidad domingo tras domingo, año tras año. Son muchos los que parecen abandonar la iglesia porque la liturgia les incomoda de algún modo. Quizá una de las razones de este incomodo sea esta idea de la degradación y de la depravación de nuestra condición, que nos empuja inconscientemente a un depresivo sentimiento de indignidad.
Cuando analizamos esta interpretación teológica encontramos que representa mal a Dios, que distorsiona a Jesús y que destruye una adecuada idea de nuestra condición real. Es, pues, errónea en todos sus aspectos. A Dios, lo transforma en un ser monstruoso e inmisericorde que debe encontrar una víctima para satisfacer su ira. Como no puede cobrarse la deuda que los pecadores tenemos con él, mata a su hijo para dar así cumplimiento a su justicia. ¡Qué Dios tan horroroso, tan lejos del amor, el perdón y la compasión! A Jesús, lo convierte —esta teología— en un ser proclive al victimismo, cuyo amor parece como una predisposición enfermiza a aceptar el abuso divino, y quizás es por eso por lo que lo dejamos colgado en la cruz del crucifijo. Por último, esta teología arroja sobre nosotros una culpa desproporcionada e insoportable a través de la liturgia. Golpearnos el pecho y suplicar misericordia es lo que se nos invita a hacer con más frecuencia pues somos responsables de la muerte de Jesús; nuestros pecados causaron su crucifixión y somos sus verdugos. Así, la culpa se ha convertido en la moneda de cambio en la vida de la iglesia. Sin embargo, ¿acaso alguna vez la asignación de culpas ha producido vida y plenitud en alguien? ¿No es la culpa, más bien, uno de los sentimientos más distorsionadores de nuestra psicología? ¿Habéis conocido a alguien que se haya realizado a base de escuchar lo miserable y pecador que es? ¿Cómo cuadra esto con la afirmación, atribuida a Jesús en el Cuarto Evangelio, de haber venido a traer vida y a traerla en abundancia y para todos?
El último gran fallo de esta teología consiste, sencillamente, en que es falsa porque está basada en una mala lectura de las Escrituras, en una mala antropología y en una mala comprensión del ser humano. No se puede construir una buena teología sobre una mala antropología. En próximas entregas de esta serie, desarrollaré el desmantelamiento de esta teología enfermiza, gracias a observar nuestros orígenes a través de unas lentes diferentes: no somos criaturas “caídas” que nacieron en pecado; el “pecado original” es un concepto a desterrar. Con él desaparece la imagen de Jesús como el rescatador y la idea de Dios como divinidad exterior y enojada. No será poca liberación esto. Sin embargo, para ello, habrá que “pensar diferente” y que “aceptar la incertidumbre”. Si no lo logramos, la fe cristiana morirá. Así que permaneced atentos.
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