viernes, 2 de noviembre de 2018

Del escándalo de la cruz al escándalo de la cuna -John Shelby SPONG-2


Desgraciadamente, durante el transcurso de la historia posterior se tomarían al pie de la letra estas historias que explican el origen de su vida y la fuente de su poder. No todas las personas parecen capaces de distinguir entre los niveles del conocimiento humano. La mitología y el folklore son medios a través de los cuales Llegar a una comprensión racional de una experiencia que no puede expresarse con palabras. Sin embargo, nadie dudaba de que la experiencia fue real, intensa y clara.

No debemos identificar la mitología y el folklore con la experiencia. De hecho, ambas se hallan a dos pasos de distancia de la realidad. La experiencia siempre es lo primero, mientras que la comprensión reflexiva de ésta viene siempre en segundo lugar, y las historias que iluminan o explican la comprensión aparecen siempre en tercer lugar. Exploramos la mitología y las narraciones folklóricas para iluminar las conclusiones extraídas por la gente, lo que les permite hablar de su experiencia. En último término, una experiencia intensa no tiene forma alguna. En cuanto adquiere forma queda distorsionada. Sin embargo, toda experiencia humana debe ser procesada. La única forma que tenemos de conseguirlo consiste en utilizar para ello las palabras y los símbolos. 

Incluso la palabra Dios era, y sigue siendo, una construcción condicionada culturalmente. En el mundo del siglo primero y en todo pueblo antiguo, en general, se pensaba en Dios según la analogía de una persona sobrehumana. La imagen humana de rango más alto era el rey, un hombre, soberano sobre una sola nación, y la persona más poderosa del territorio. A Dios se le representaba como un superrey, igualmente masculino, con soberanía sobre todo el mundo, con poderes que iban mucho más allá de la comprensión humana. Eran el poder de la luz, la oscuridad, el viento, las olas, el trueno, el relámpago, la inundación, la sequía, la vida y la muerte. Su trono —pues todos los reyes tienen un trono-- se hallaba más allá del cielo, donde reinaba con esplendor majestuoso.

A la vista de este poder divino, la gente se humillaba, temerosa. Buscaban ganarse el favor de Dios con sacrificios, ofrendas y palabras de elogio y alabanza. Trataban de ganar la aprobación divina con un comportamiento modelado según lo que se entendía por la voluntad y la ley de Dios. Experimentaban su propia finitud y culpa como alienación y desesperación sobre las que no tenían el menor control. Así pues, hacían todo lo que hacen los seres impotentes: se arrojaban en brazos de la misericordia divina, y rogaban la aceptación y el perdón. Los seres humanos no tenían forma de subir hasta el cielo, así que rezaban para que el santo Dios bajara a la tierra, para permitirles superar así su alienación y su impotencia, para que les abrazara con el amor divino y afirmara su valor eterno. 

Estas imágenes regias, herencia de un antiguo período de nuestra historia humana, no se cuestionaron mientras los reyes fueron reyes. Puesto que nadie pudo imaginar cosas tales como la democracia o la dictadura del proletariado, se asumió que estas imágenes regias de Dios tenían, en sí mismas, una verdad eterna, objetiva y literal que estaba más allá de toda cuestión o duda. 

Puesto que, tal y como ocurría con los reyes terrenales, a Dios se le percibía como un guerrero poderoso, tenía que disponer de una poderosa arma de guerra. En aquellos tiempos, nadie se imaginaba las bombas atómicas o los misiles, los aviones a reacción, los submarinos nucleares o las cabezas de guerra química. El arma más letal que podían concebir estos pueblos antiguos era el arco y la flecha. Así pues, razonaron, Dios tenía que disponer de un arco gigantesco, tan grande como los mismos cielos, uno qué resplandeciera con los colores de la creación. Según la leyenda, en la historia del diluvio la gente había visto un poderoso arco multicolor extendiéndose a través del cielo. En la actualidad lo denominamos arco iris. Ellos, sin embargo, no comprendían la naturaleza del color, el efecto de prisma de un rayo de luz filtrado a través de una gota de agua. Lo único que veían era un arco gigantesco en el mismo ámbito donde creían que habitaba Dios. 

Razonaron entonces que Dios había dejado a un lado su poderoso arco, aquella arma divina de guerra. Llegaron a la conclusión de que eso significaba que Dios no volvería a destruir nunca toda la tierra. Se trataba de una conclusión válida, teniendo en cuenta las suposiciones de aquellos tiempos, pero no se hallaba destinada a resistir la explicación de lo que es un arco iris. Los mitos y la sabiduría popular de una época concreta siempre configuran la comprensión que tiene la gente acerca de sus experiencias más intensas. Esa es la razón por la que, en último término, ninguna doctrina creada por los seres humanos puede permanecer incuestionada, ninguna narración escrita por manos humanas puede hallarse libre de errores, y ningún ser humano que viva en cualquier momento concreto de la historia puede ser infalible. 

En último análisis, las narraciones folklóricas, las doctrinas, las escrituras sagradas y las comprensiones articuladas no son más que puertas a través de las cuales pasamos en nuestro intento por penetrar la experiencia de Dios que haya tenido cualquier otro. Nos son valiosas, pero no debemos tomarlas al pie de la letra. Cuando los intérpretes se sienten llamados a penetrar en el contenido de las narraciones sobre el nacimiento del que se llamó Jesús de Nazaret, deben ser muy conscientes de estas realidades. 

Los primeros cristianos interpretaron a Jesús en términos de sus supuestos e incuestionados conceptos de Dios, modelados según la imagen de un rey terrenal. El foco de atención se dirigió hacia el Jesús ensalzado, sentado a la derecha del trono celestial. La imagen reflejaba la comprensión mítica popular del universo como si fuera un reino. Se creía que los seres humanos eran los súbditos leales que amaban y servían fielmente a su rey, y que participaban en la ordenación que hacía el rey de la vida, de tal modo que la voluntad de la divinidad pudiera cumplirse «tanto en la tierra como en el cielo». El mito, sin embargo, seguía diciendo que la asociación con el Rey divino se había roto de diversas formas. La buena creación había caído; un Dios colérico se aprestó para castigar a los súbditos humanos.

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